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25 septiembre, 2011

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Un mundo mejor

Por mucho tiempo, el mundo estuvo dividido en dos grupos desiguales. Había un primer mundo y un tercer mundo, un grupo minoritario de países desarrollados y un grupo mayoritario, demográficamente desbocado, irredimible, de países subdesarrollados. Las distancias entre ambos grupos parecían definitivas, inmunes a los remedios caseros y a las recetas foráneas. En 1960, en los inicios de la “Alianza para el progreso”, el producto por habitante de Colombia era una décima del de Estados Unidos. En 2008, después de innumerables promesas de prosperidad–el estancamiento prolongado estimula la demagogia–, la situación no había cambiado, la proporción seguía siendo exactamente la misma: si Colombia era uno, Estados Unidos era diez.

Los pocos países que lograban moverse del tercer mundo al primero eran estudiados con una curiosidad obsesiva. Casi contraproducente. Razones no faltaban. El tránsito del mundo de los pobres al de los ricos era tan improbable que parecía milagroso, irrepetible. Pero las cosas están cambiando rápidamente. La distancia entre los dos mundos, el rico y el pobre, ha comenzado a cerrarse de manera acelerada. Pareciera que, después de todo, los países condenados a cien años de soledad sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

Esta semana, el Fondo Monetario Internacional publicó su reporte anual sobre las perspectivas de la economía del mundo. Las proyecciones son representativas de la nueva realidad económica global. Durante los próximos años, las economías pobres (ahora las llaman emergentes) crecerán a una tasa promedio superior a 6%. Por su parte, las economías ricas (pronto las llamarán flotantes) crecerán a una tasa inferior a 2%. Las buenas perspectivas de las economías emergentes compensan con creces los malos resultados de las economías avanzadas. Mientras en la India el número de indigentes pasaría de 450 millones en 2005 a 90 en 2015, en Estados Unidos el número de pobres apenas creció en cinco millones durante los últimos años. La comunidad internacional ha ignorado lo primero y exagerado lo segundo. Aparentemente los pobres de los países pobres importan mucho menos que los pobres de los países ricos. La desigualdad también está en la mente.

Durante décadas y décadas, intelectuales del primer y tercer mundo, burócratas de escritorio y de salón, lamentaron de manera repetida –no era para menos– la odiosa división del mundo entre naciones opulentas y naciones miserables. Uno esperaría que, ante las nuevas circunstancias, ante la acelerada convergencia económica, los lamentos hayan bajado de intensidad. Pero uno a veces espera lo imposible: los lamentos paradójicamente han subido de tono. Como escribió recientemente Matt Ridley –la traducción es libre–, “una alianza implícita entre aristócratas nostálgicos, conservadores religiosos, ambientalistas delirantes y anarquistas iracundos pretende convencer a la gente de que el mundo fue y será una porquería”.

Pero la vida está mejorando sustancialmente para miles de millones de personas. En veinte o treinta años, por primera vez en la historia reciente de la humanidad, el destino de la mayoría de los hombres no será decidido por el hecho fortuito, aleatorio, de su país de nacimiento. Los profetas del desastre tendrán, entonces, que reconocer, uno a veces espera lo imposible, que vivimos en un mundo mejor, que todo tiempo pasado fue peor.