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agosto 2011

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Fiebre dorada

Hace 50 años, el historiador Mario Arrubla llamó la atención sobre los efectos inesperados de los mayores precios de las materias primas: “en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York”. La historia de los últimos años ha sido similar. Pero menos romántica cabe aclarar. La economía mundial está en crisis, la incertidumbre campea, el precio del oro ha venido en aumento y la minería ha crecido ágilmente en las lomas antioqueñas. La bolsa de Nueva York está conectada ineluctablemente con las minas de Segovia y de Remedios y, en general, con los destinos de muchos pueblos de Colombia.

Las consecuencias pueden ser desastrosas. La zona aurífera de Antioquia es ya una de las más contaminadas del mundo. En Segovia, por ejemplo, existen cientos de beneficiaderos de oro, en su gran mayoría ilegales. El mercurio se respira por todas partes (hasta en el atrio de la iglesia). Las fuentes de agua están contaminadas. La quebrada la Cianurada, que pasa por la mitad del pueblo, llega al río el Aporriado que desemboca, a su vez, en río el Nechí, donde las retroexcavadoras multiplican el daño ambiental ocasionado aguas arriba. En los próximos años, la fiebre dorada podría extenderse a muchas otras partes. El potencial es inmenso: al fin y al cabo Colombia es la tierra de El Dorado. Paradójicamente, la crisis del capitalismo mundial está impulsando la peor forma de capitalismo en las montañas colombianas. La minería, como existe actualmente, no es una locomotora: es un cataclismo.

Pero las opciones regulatorias son complejas. Las normas que se discuten acaloradamente en el congreso sólo contienen las actividades legales. La dinámica de la minería ilegal e informal poco tiene que ver con lo que se legisla o decide en Bogotá. Muchos activistas creen que la disyuntiva relevante es entre sacar o no sacar el oro. Ojalá fuera así. Pero la realidad es más compleja. Las leyes de la oferta y la demanda priman sobre las leyes que se aprueban en el Capitolio. Como dijo un ex ministro colombiano, la pregunta clave, dados los precios actuales, no es si el oro se va a sacar o no, sino de qué manera va a hacerse. El exceso de realismo hiere muchas sensibilidades, pero invita al mismo tiempo a la reflexión.

Si las cosas siguen como van, la minería de oro podría convertirse en la principal fuente de financiamiento de los grupos ilegales, en el sustituto de los cultivos ilícitos. Con dos complicaciones adicionales: hay mucha más plata en juego y el producto del negocio es legal, lo que dificulta el control y facilita la corrupción. En fin, la regulación de la minería es un asunto complejo. Las normas más estrictas no son siempre la solución y pueden incluso agravar el problema.

Hasta ahora el gobierno parece desentendido del asunto. El ministerio de medio ambiente sigue vacante. La fuerza pública está ocupada de otros problemas. El ministro de minas ha dicho que quiere replicar la experiencia de la Agencia Nacional de Hidrocarburos pero olvida un detalle: no hay petroleras informales pues perforar un pozo cuesta varios millones de dólares. Mientras tanto el precio del oro sigue subiendo. Las consecuencias adversas, en este caso, no serán sólo los matrimonios.

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Contradicciones

La semana anterior el presidente Santos sorprendió de nuevo a la opinión pública nacional. Ante los principales representantes de la comunidad médica colombiana, anunció un revolcón en el sistema de salud. “Quiero anunciarles algo muy importante para el país”, dijo en la introducción de su discurso. “Vamos a tener un plan de beneficios universal, (…) único e integral que no va a excluir ninguna patología”, prometió seguidamente. “La salud no se puede enfocar como un negocio; la salud es un servicio social”, señaló de manera enfática, con la seguridad que brinda la conciencia plena de estar diciendo exactamente lo que la audiencia quiere oír.

La comunidad médica celebró el anuncio presidencial con entusiasmo, con satisfacción reprimida. La prensa elogió casi unánimemente las promesas del presidente, su voluntad de convertir el esquivo derecho a la salud en una realidad concreta. Pero las explicaciones posteriores generaron algunas dudas, infundieron un natural escepticismo. Y peor, pusieron de presente algunas contradicciones. Veamos.

Primero, el gran revolcón, la revolución que habrá de resolver todos los problemas del sistema de salud, se hará por decreto; consiste, según lo dicho por el ministro del ramo, en una reglamentación de la Ley 1438 de 2011. Paradójicamente las mismas asociaciones médicas y científicas que ayer denigraban de esta ley, hoy celebran con entusiasmo el anuncio de su reglamentación. Pero el entusiasmo inicial irá despareciendo, creo yo, a medida que se vaya conociendo (o difundiendo) la realidad de la reforma, el contraste entre la grandilocuencia del discurso y la modestia de la medidas propuestas.

Como ya se dijo, el presidente prometió un cubrimiento integral, sin excepciones, de todas y cada una de las enfermedades. Unos pocos días después, el ministro de protección social aclaró el asunto. Aparentemente habrá topes económicos para cada enfermedad; además, el gobierno definirá en los próximos meses un nuevo plan de beneficios con el fin de limitar y restringir el cubrimiento. En fin, todas las patologías serán cubiertas con la excepción de las excluidas por el nuevo plan de beneficios. Con todo, es difícil entender el verdadero significado de lo dicho por el presidente.

Pero hay más contradicciones. El presidente señaló, ya lo dijimos, que la salud es un servicio social y que las Empresas Promotoras de Salud (EPS) deberán, por lo tanto, asumir plenamente su papel de administradoras del riesgo y ser evaluadas con base en el estado de salud de la población cubierta. Pero anunció, al mismo tiempo, que las EPS serán vigiladas por la Superintendencia Financiera, como si fueran un negocio más, un banco o una aseguradora. En esta nueva concepción, las EPS tienen una doble personalidad, son al mismo tiempo Dr. Jekyll y Mr. Hyde: administran un servicio social (vigiladas por la SuperSalud) y manejan un negocio financiero (vigiladas por la SuperFinanciera). El caso es extraño, sin duda.

Los gobiernos actúan en dos dimensiones distintas: la simbólica y la real. Con frecuencia los cambios reales requieren una retórica precisa que concite las voluntades y alinee los intereses. En fin, los discursos y las palabras son importantes, a veces imprescindibles. Pero tarde o temprano toca trascender las promesas y resolver las contradicciones. Parafraseando al poeta, “si todo es pura carreta, carreta todo será”.

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Cultura mafiosa

Hace algún tiempo, varios analistas, periodistas y académicos colombianos encontraron la clave para interpretar nuestras angustias y entender nuestros problemas. Dando muestras de una gran intuición sociológica, de una enorme capacidad para resumir lo complejo y simplificar lo diverso, lograron lo imposible: encajar una realidad desaforada, inaprehensible podríamos decir, en una sola idea reveladora, a saber: “la cultura mafiosa”. La importancia de esta innovación conceptual puede ilustrarse por medio de algunos ejemplos que no agotan, sobra decirlo, su enorme capacidad explicativa.

Bien es sabido que el consumo está en auge, que las familias colombianas, incluso las más pobres, están comprando televisores, celulares, equipos de sonido, computadores y demás. En muchos lugares los aparatos electrónicos recién importados contrastan con los pisos de tierra, las paredes de madera y los techos de zinc. ¿Cómo explicar esta inversión de las prioridades, esta contradicción de la modernidad, esta forma de esnobismo consumista? Muy sencillo: la cultura mafiosa. “Las nuevas pautas del consumo de masas traídas por el narcotráfico han influido en la definición de los objetos materiales que configuran el orden de la sociedad”, escribió recientemente un inspirado analista. Mejor dicho, si un pobre compra un televisor está, sin saberlo, inocentemente, imitando a los mafiosos.

Aparentemente la cultura mafiosa no sólo explica el consumismo de las clases populares. En opinión de algunos académicos, “el soborno para cancelar trámites o multas, la corrupción en la contratación (y la competencia desleal entre empresas privadas), la elusión de impuestos y hasta el estacionamiento de los vehículos sobre el andén” son manifestaciones del mismo fenómeno avasallante, de la cultura de la mafia. “La corrupción…y…el soborno son derivaciones del dominio del narcotráfico sobre nuestra economía y de los valores y modos de ver el mundo que acompañaron su increíble auge”, escribió recientemente un columnista y académico colombiano. “Situaciones como el narcotráfico son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”, escribió otro académico en el mismo sentido. La sola frase refleja la profundidad de su pensamiento.

La violencia del “Bolillo” Gómez contra una mujer todavía innominada es un ejemplo de lo mismo, del legado sociológico del narcotráfico, dijeron algunos comentaristas esta semana. Otros fueron más allá. En su opinión, las justificaciones machistas de una congresista antioqueña, expresadas con una candidez casi desafiante, muestran que la cultura de la mafia hace ya parte de nuestra forma de pensar. Incluso Mockus, el mesías que nos iba sacar de este embrollo, nuestro gran redentor cultural, nuestra última oportunidad sobre la tierra, decidió esta semana tomar un atajo conveniente hacia la alcaldía. Nadie parece estar a salvo de una realidad cultural que nos define y nos condena.

Pero más que la cultura mafiosa, a mí me interesa otra idea, “la cultura de la cultura mafiosa”, esto es, la adhesión de muchos colombianos a una teoría que pretende explicarlo todo (el consumismo, la corrupción, la violencia, el machismo, el oportunismo, etc.) pero que al final de cuentas no explica nada. O mejor, sólo explica la ignorancia (o la pereza) de quienes recurren con frecuencia al atajo conceptual de “la cultura mafiosa”.

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Lulismo

“Cuando sea grande quiero ser como Lula”, dijo el presidente Santos el jueves anterior. Razones no le faltan. Luiz Inácio Lula da Silva es considerado el artífice de la gran transformación social de Brasil; el gran visionario que despertó a un gigante dormido, una nación agobiada durante muchos años por la inmensa brecha entre sus resultados (mediocres) y sus aspiraciones (inmensas). En la última década, más de 30 millones de brasileños salieron de la pobreza, impulsados por la combinación virtuosa de una economía dinámica y una política social expansiva. Al mismo tiempo, Brasil alcanzó lo que siempre había soñado: un protagonismo mundial que trascendiera su actuación en las canchas de fútbol.

El Lulismo está de moda. Ya los estudiosos de la riqueza de las naciones no hablan del “Consenso de Washington”, sino del “Consenso de Brasilia”. Los presidentes latinoamericanos, una vez elegidos, viajan primero a Brasil que a cualquier otro destino. Van en busca de los secretos del Lulismo, de la esquiva receta del desarrollo. Así lo hicieron Humala, Santos, Mujica, Funes y otros. “Lula tuvo más visión que cualquier economista, sociólogo, financista o analista”, le dijo recientemente un alcalde brasileño al Financial Times. Los expertos, quiso decir, no ven más allá de sus teorías empaquetadas, de sus modelos de mentiras; Lula tuvo el valor de atreverse a mirar más lejos.

Pero ¿cuál es, en últimas, la esencia del lulismo? La respuesta no es fácil. Antes que Lula, Fernando Henrique Cardoso, su antecesor en la presidencia, estabilizó la economía de Brasil, rompió con una larga tradición de excesos monetarios. Mucho antes que Brasil, México introdujo los programas de subsidios directos, las famosas transferencias condicionadas que llegan hoy a más de 11 millones de hogares brasileños. Lula disfrutó de las mejores condiciones externas de la historia reciente de su país. Pero el mérito no debe confundirse con la suerte. El primero puede replicarse, la segunda no.

La clave del Lulismo es posiblemente el crédito abundante, generalizado, desbordado si se quiere. “Hoy no necesitamos la espada de Bolívar, sino los bancos de inversión y crédito”, dijo Lula está semana en Bogotá. La idea es innovadora, casi extraña: el crédito como instrumento emancipador, los bancos como agentes revolucionarios, el endeudamiento como redentor social. En Brasil, el crédito ha crecido a una tasa anual superior a 20% durante los últimos ocho años. Actualmente hay 150 millones de tarjetas de crédito en la calle; en 2003 había 50 millones. La nueva clase media ha comprado de todo: casas, carros, motos, computadores, neveras, etc. Las tasas de interés están en la luna, pero el frenesí parece no tener fin. Hoy una familia típica destina 20% de sus ingresos a pagar intereses. En fin, el Lulismo tiene mucho de entusiasmo consumista al debe.

Con razón, ya muchos han empezado a dudar del futuro de la economía de Brasil, a temer que el exceso de endeudamiento llegue a un final abrupto y catastrófico. Mientras tanto los problemas estructurales de la economía (la baja inversión, la mala infraestructura, la pobre educación, etc.) siguen sin resolver. “Lula es el hombre”, como bien dijo Obama hace un tiempo. El presidente Santos tiene razón en querer emularlo: “en política, lo que parece, es». Pero la sostenibilidad del Lulismo todavía es incierta. Por decir lo menos.

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La inercia de los homicidios

Las cifras de Medicina Legal muestran que, en esencia, la tasa de homicidios no ha cambiado en Colombia en los últimos cinco años. La tasa actual de 38 por cien mil habitantes es muy alta. El gobierno (o los gobiernos) enfatizan usualmente los cambios coyunturales, las pequeñas variaciones de un año al siguiente, pero la historia que merece resaltarse (con preocupación) es la inercia de los homicidios.

Este año, el reporte de Medicina Legal contiene un dato curioso: los homicidios según el día de la semana. Los domingos sin duda son bastante peligrosos.