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12 junio, 2011

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Constitución y realidad


Mucho se ha escrito recientemente sobre la Constitución de 1991. El tono predominante de los editoriales y artículos ha sido celebratorio: las tiranías celebran los cumpleaños de sus líderes; las democracias, los aniversarios de sus constituciones. En esta ocasión, el aniversario ha servido para señalar la importancia del espíritu incluyente de nuestra constitución política y de su carta de derechos. Pero debería también servir para crear conciencia sobre la relativa ineficacia del voluntarismo constitucional y sobre los límites del derecho como herramienta de cambio social.

Como lo señaló hace un tiempo el economista colombiano Eduardo Lora, la inspiración primordial de la Constitución de 1991 fue “la búsqueda de la inclusión política y social, y la reducción de las grandes disparidades e injusticias mediante la adopción de un Estado Social de Derecho”. La Constitución de 1991 consagró una serie de derechos sociales, creó un mecanismo expedito para su protección, priorizó el gasto social y condujo, en últimas, a un aumento sustancial del tamaño del Estado. Pero el avance social fue inferior al presupuestado (en un doble sentido). El Estado Social de Derecho ha tenido más efectos simbólicos que reales. Cambió el discurso pero no la realidad.

Durante los últimos veinte años los avances en educación y salud fueron notables. Pero el progreso social pareció perder dinamismo desde comienzos de los años noventa. El porcentaje de la población con Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) disminuyó más lentamente durante los últimos veinte años que en las décadas precedentes. Las coberturas de servicios públicos, en agua potable y alcantarillado en particular, dejaron de crecer. Más preocupante aún, el desempleo y la informalidad laboral aumentaron de manera significativa, se convirtieron en una realidad inescapable, trágica para la mayoría de los colombianos sin educación universitaria. En síntesis, la exclusión económica pudo mucho más que la inclusión social promovida por la Constitución de 1991.

Las grandes disparidades sociales tampoco disminuyeron. Todo lo contrario. La desigualdad del ingreso aumentó, primero rápidamente y después a un ritmo menor. Los indicadores actuales de concentración del ingreso son los mayores de los últimos 50 años. Resulta paradójico que, precisamente en el vigésimo aniversario de la promulgación de la Constitución de 1991, Colombia haya pasado a ser el país más desigual de América Latina. Al fin y al cabo el Estado Social de Derecho tenía como objetivo preponderante la reducción las desigualdades sociales. Pero la realidad económica fue más fuerte que la ficción constitucional.

Las explicaciones a la paradoja anterior abundan. Algunos culpan a las reformas liberales de los años noventa. Otros, a la corrupción y a la confusión de competencias entre el gobierno nacional y los gobiernos regionales. Otros más, a la inseguridad y la violencia. Sea cual fuere la explicación, el contraste entre las intenciones y los resultados es innegable. «No seremos los mismos”, dijo el Presidente Santos este viernes al sancionar la Ley de Víctimas en un tono reminiscente al de hace veinte años. Sin ánimo de hacer de aguafiestas, no sobra recordar la gran enseñanza de este nuevo aniversario de la Constitución de 1991: las normas por sí solas no cambian la realidad.