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8 mayo, 2011

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Víctimas de primera y de segunda

En julio de 2007, en un discurso pronunciado en la Universidad de los Andes, el presidente Uribe dijo lo siguiente: “en nuestro país no deberíamos hablar de conflicto con los grupos armados, sino de desafío del terrorismo…Pero estos son elementos conceptuales, donde uno puede estar equivocado o acertado. Le he dicho al Comisionado: si hay que aceptarle al Eln que hay conflicto para hacer la paz, olvídese de mi tesis y aceptamos que hay conflicto”. Esta semana el presidente Juan Manuel Santos hizo un pronunciamiento similar: aceptó la existencia del conflicto y lo hizo por razones pragmáticas, con el propósito aparente de minimizar los efectos fiscales de la llamada ley de víctimas. El pragmatismo de Santos es similar al de Uribe. No representa un rompimiento con el pasado. Pero tiene un significado importante. Avala la premisa fundamental de la ley de víctimas, a saber: la clasificación de las víctimas en dos categorías excluyentes, las del conflicto armado (que deben ser reparadas) y las de la delincuencia común (que no tienen derecho a la reparación).
Esta clasificación es cuestionable. Conceptualmente problemática. El economista Mauricio Rubio planteó el problema de manera precisa hace ya más de veinte años: “más allá de las muertes ordenadas o ejecutadas directamente por miembros de las organizados armadas, es necesario tener en cuenta aquellas que, de una u otra manera, ocurren o se ven facilitadas por la presencia de tales organizaciones”. Los grupos armados disminuyen la eficacia de la justicia, aumentan la disponibilidad de armas de fuego, reducen la cohesión social y contribuyen por lo tanto al incremento de los homicidios comunes. No casualmente, los municipios donde históricamente han operado estos grupos han tenido también mayores niveles de criminalidad y violencia. El conflicto mata de muchas formas diferentes: unas directas y otras indirectas.
En Colombia, el narcotráfico, el conflicto y la delincuencia se han reforzado mutuamente. El narcotráfico financió la expansión de los grupos armados. El conflicto contribuyó al crecimiento del narcotráfico, de los cultivos de coca específicamente. Y el crimen organizado pescó en el río revuelto por los mafiosos, los guerrilleros y las paramilitares. Estas interacciones hacen muy difícil la clasificación de las víctimas. ¿Son los jóvenes asesinados todos los días en la Comuna 13 de Medellín víctimas del conflicto, el narcotráfico o la delincuencia común? ¿Hay alguna diferencia sustancial entre un policía ultimado por los sicarios de Pablo Escobar y un soldado asesinado por las Farc o los paramilitares? ¿Tiene algún sentido distinguir entre el asesinato de tres indigenistas norteamericanos por parte de las Farc en 1999 y el de dos biólogos colombianos por parte de una banda criminal a comienzos de este año? Estas preguntas y otras similares han sido convenientemente ignoradas por los ponentes de la ley de víctimas. Todos han pasado de agache.
En suma, el pragmatismo de los ponentes (y del mismo gobierno) no sólo es conceptualmente equivocado sino también moralmente cuestionable. El proyecto actual, que está a punto de ser aprobado, beneficia a unas víctimas y se olvida de todas las demás. Como si el sufrimiento de las familias, de tantos y tantos deudos, dependiera por alguna razón misteriosa de quién apretó el gatillo.