Monthly Archives:

octubre 2010

Sin categoría

La trampa de la corresponsabilidad

A comienzos de la semana, durante la llamada Cumbre de Tuxtla, el presidente Santos se pronunció sobre la posible legalización de la marihuana en California. Su pronunciamiento fue confuso, casi contradictorio. “La lucha contra las drogas debe ser una lucha coordinada de todos los países”, dijo inicialmente en tono de reclamo, como si lamentara un posible cambio en las políticas antidroga de los Estados Unidos. “Colombia está dispuesta a ayudar, está dispuesta a debatir, está dispuesta a discutir cualquier tipo de solución”, dijo más adelante, en tono más conciliador, como si celebrara la posibilidad de unas políticas distintas. Esta contradicción no es casual. Todo lo contrario. Es el resultado de un discurso problemático, repetido durante más de dos décadas por todos los presidentes colombianos. Santos está atrapado en la lógica confusa de la corresponsabilidad, una lógica que le impide pensar claramente, que lo lleva a una defensa involuntaria de la política prohibicionista.
La política de la corresponsabilidad surgió en la segunda mitad de los años ochenta. Fue el resultado de otra cumbre presidencial, de una reunión entre Virgilio Barco y Margaret Thatcher. En términos simples, la política definió un objetivo común, la reducción del consumo de drogas. Y estableció una suerte de división internacional del trabajo: el control de la oferta corresponde a los países productores y el de la demanda a los países consumidores, los cuales se comprometen, además, a aportar recursos técnicos y financieros para el control de la oferta. Mientras ellos hicieran lo suyo, nosotros deberíamos hacer lo nuestro con la abnegación de quien ha entrado voluntariamente en un trato.

El discurso de la corresponsabilidad hizo carrera. Nos dio cierta autoridad moral. Nos permitió hablar duro en muchos escenarios internacionales. Los consumidores de cocaína en los Estados Unidos, decíamos con frecuencia, son corresponsables de nuestras tragedias. Pero la lógica de la corresponsabilidad puede ser peligrosa. Hace dos años, cuando todavía era ministro de Defensa, Juan Manuel Santos dio una rueda de prensa con el fin de hacer públicos los éxitos más recientes en la guerra contra los drogas. Ante decenas de periodistas mostró orgullosamente que el precio de la cocaína había aumentado en las calles de Nueva York. Inadvertidamente Santos había adoptado como propios los objetivos de los Estados Unidos. Estaba midiendo los éxitos internos con base en indicadores externos.

Deberíamos desechar de una vez por todas el discurso confuso de la corresponsabilidad. Necesitamos un enfoque diferente, basado no en el objetivo preponderante de disminuir el consumo de drogas, sino en la necesidad imperiosa de cooperar en la lucha contra el crimen organizado. La distinción es sutil, pero importante. Históricamente las políticas antidrogas en Colombia han estado subordinadas a los objetivos de los Estados Unidos. Aceptamos una supuesta culpa compartida. Recibimos miles de millones de dólares en ayuda externa. Y renunciamos, en el proceso, a cualquier autonomía.

En últimas, pagamos un precio muy alto por el consuelo moral de la corresponsabilidad. Valdría la pena aceptar de una vez por todas que ni los gringos son responsables por nuestros muertos, ni nosotros lo somos por sus millones de consumidores.

Sin categoría

El mito de la transparencia

En las primeras semanas de su primer gobierno, en septiembre de 2002, el presidente Álvaro Uribe expidió un decreto que, en teoría, iba a eliminar la corrupción contractual. El Decreto 2170 estaba inspirado en la idea, siempre atractiva, de la transparencia. Ordenaba que los borradores de los pliegos de condiciones fueran publicados antes de la apertura de los procesos de selección, estipulaba que los contratos deberían adjudicarse en audiencias públicas y promovía la participación ciudadana. “Uno de los objetivos del Gobierno ha sido dar más oportunidades de participación a la ciudadanía en todos los asuntos públicos, con la convicción de que a mayor participación, mayor transparencia”, dijo el presidente Uribe al final de su segundo mandato. La retórica (la demagogia podríamos decir) de la transparencia fue una constante de su gobierno. Pero la realidad a veces es inmune a las palabras.

En las primeras semanas de su gobierno, el presidente Juan Manuel Santos también recurrió a la demagogia de la transparencia. Fue incluso más lejos que el presidente Uribe. “Lo que iniciamos con el proyecto de la urna de cristal —dijo hace unos días— será la revolución de la participación ciudadana… Las tecnologías de las comunicaciones nos permiten establecer un diálogo directo con todos y cada uno de los colombianos… cada ciudadano se convertirá en un interventor, en un contralor, en un vigilante”. En la urna de cristal, supuestamente, todo será visto por todos y la mirada escrutadora de millones de ojos terminará por erradicar la corrupción.

Pero la urna cristal es una ficción, no existe. Existe, si acaso, la vitrina de cristal, un espacio donde los gobiernos exhiben lo que quieren promocionar o vender. El gobierno anterior estipuló que, antes de la contratación de cualquier funcionario, su hoja de vida debería ser publicada en la página de internet de la Presidencia. Por cuenta de esta exigencia, el encargado del asunto, el hombre del computador, quien debía, por así decirlo, poner las cosas en la vitrina, se convirtió en el administrador del clientelismo. Decidía qué se publicaba y qué no, y por lo tanto a quién se contrataba y a quién no. La transparencia es casi siempre selectiva, estratégica: muestra para tapar y tapa para mostrar.

La participación ciudadana también es selectiva. Los veedores no son observadores altruistas que se asoman desinteresadamente a la vitrina. Por el contrario, tienen intereses definidos. Económicos o políticos. Por su parte, la gran mayoría de los ciudadanos, los llamados a convertirse en interventores y contralores, a vigilar los contratos públicos, permanecen casi siempre indiferentes. Racionalmente desentendidos. Los estímulos a la participación ciudadana, a juzgar por los resultados, no han tenido un efecto sustancial sobre la corrupción. Las audiencias públicas tampoco han sido muy eficaces. Si acaso convirtieron la corrupción en un espectáculo.

La transparencia, la participación ciudadana, las audiencias públicas, los portales anticorrupción, todas estas cosas, juntas o separadas, no lograrán disminuir sustancialmente la corrupción. Muchas veces simplemente la disfrazan. El control de la corrupción depende en buena medida de los medios independientes. En últimas, son ellos los llamados a correr las cortinas que oscurecen, aquí y en todas partes, la urna de cristal.

Sin categoría

Treinta años después

Los mafiosos llegaron al fútbol pisando duro. Hace treinta años, los traficantes de drogas hicieron lo que suelen hacer los nuevos ricos en muchas partes del mundo: comprar equipos de fútbol. No por negocio sino por vanidad. Por el placer de coleccionar jugadores. O campeonatos. En 1983, Rodrigo Lara Bonilla denunció públicamente lo que era un secreto a voces. “Los equipos de fútbol están ‘inficionados’ por la mafia. Hay que hacer un esfuerzo por quitárselos”, dijo en una entrevista publicada en el diario El Tiempo.

El esfuerzo nunca se hizo. O nunca fructificó. La mafia se quedó con muchos equipos. En la segunda mitad de los años ochenta, el campeonato profesional se convirtió en una competencia entre mafiosos. “¿Vos de qué mafioso sos hincha?”, me preguntó entonces un empresario antioqueño con una sinceridad casi brutal. “No vuelvo a fútbol”, anunció Francisco Santos Calderón en 1988 en una columna de prensa que denunciaba la captura del fútbol profesional. “La verdad —señaló entonces— es que se pueden contar con los dedos de una mano, y sobran varios dedos, los conjuntos profesionales que no están financiados directa o indirectamente por la mafia”.

Como en la política, los mafiosos mataron o intimidaron a quienes se interponían a sus designios. Los partidos comenzaron a decidirse por fuera de la cancha. El fútbol se convirtió en una farsa macabra. A finales de los años ochenta, el presidente de Millonarios, Guillermo Gómez, dijo, como si nada, que los dueños del América no se podían quejar pues ellos también habían acomodado partidos. Gabriel Ochoa Uribe, ex técnico del América (y uno de los principales protagonista de los años más negros de nuestro fútbol), fue aún más lejos. “El América, en vez de contratar jugadores para ganar partidos, debía contratar pistoleros”, dijo con la desfachatez propia de los tiempos. En 1989, los pistoleros asesinaron al árbitro Álvaro Ortega y la Dimayor tuvo que cancelar el campeonato local.

En los años noventa los mafiosos refinaron sus estrategias. Cambiaron su campo de acción. Infiltraron la Dimayor. Pusieron sus fichas bien puestas. Trataron incluso de influir sobre la selección nacional. En 1994, en una entrevista concedida a la revista mexicana Progreso, Francisco Maturana reconoció sus contactos con las jefes de la mafia: “en el 89 me llamó Pablo Escobar para hablar de fútbol… El año pasado me llamaron los del cartel de Cali, los Rodríguez Orejuela, y hablé con ellos”. Probablemente le recomendaron algunos jugadores de su propiedad o preferencia. Los mafiosos eran entonces seleccionadores en la sombra. En la última década, la influencia del narcotráfico ha sido menos visible, más discreta. Pero innegable. Los mafiosos han utilizado algunos equipos para lavar dinero. Han actuado más como empresarios que como políticos. El fútbol ya no es un fin: es un medio para ganar más plata.

En suma, el fútbol colombiano lleva treinta años de connivencia con el narcotráfico. Primero los mafiosos se tomaron los equipos; luego infiltraron los estamentos nacionales; en los últimos años han usado algunos clubes como lavanderías. “No permito que se diga que el fútbol está actualmente minado por el narcotráfico”, dijo hace dos años Ramón Jesurún, el presidente de la Dimayor. El narcotráfico, cabría recordarle, no se acaba: se transforma.

Sin categoría

Su lucha

En sus ensayos políticos, no en sus novelas, Mario Vargas Llosa tiende a subestimar las dificultades del cambio social y el progreso económico. El subdesarrollo de esta parte del mundo, sugiere, viene de nuestro desprecio por las ideas liberales, de nuestro apego casi instintivo a los caudillos, de nuestro gusto por la irrealidad, por los mundos imaginados o imposibles. Si tan solo pudiéramos crear una cultura de la libertad, esto es, extirpar el perfecto idiota que reside, muchas veces agazapado, en cada uno de nosotros, el camino hacia el progreso estaría despejado. Como ensayista, Mario Vargas Llosa se parece mucho a su hijo Álvaro. Cree o parecer creer en las posibilidades del cambio cultural teledirigido.
Pero las cosas son más complicadas. En el Perú, por ejemplo, la economía ha crecido de manera rápida, casi espectacular, no como consecuencia del advenimiento de una nueva cultura de la libertad, sino a pesar de los prejuicios ideológicos de la mayoría. El mismo presidente que sumió a su país en una crisis de dimensiones apocalípticas una generación atrás, está ahora liderando una transformación económica sin precedentes. Paradójicamente la mayoría de la población rechaza su gestión, considera, para insistir en la misma imagen, que es un perfecto idiota. En fin, el camino hacia el desarrollo es más intrincado de lo que supone Vargas Llosa, el ensayista.

En mi opinión, su gran mérito como intelectual público, como batallador permanente en el mercado de las ideas, no es su defensa de una doctrina económica o política, sino su denuncia permanente, indeclinable, de los abusos del poder. A diferencia de muchos escritores latinoamericanos, Vargas Llosa nunca ha practicado la indignación selectiva, el furor unilateral que consiste en denunciar los abusos de unos y callar los de otros. Vargas Llosa ha denunciado los desafueros de todos, de Castro y Pinochet, de Somoza y Ortega, de Chávez y Fujimori. Incluso de Uribe.

Pero su denuncia no se ha quedado en los abusos de presidentes y dictadores; Vargas Llosa ha reprochado también el apoyo cómplice de escritores y artistas a muchos regímenes oprobiosos de izquierda y de derecha. “Los intelectuales han revelado una frivolidad moral y política no menos escandalosa que la de los gobernantes de Occidente”, escribió hace ya varias décadas. Desde entonces ha tenido que soportar una poderosa maquinaria denigratoria, ha sido calumniado una y mil veces, acusado de ser un vendido y (por supuesto) un fascista, un facho. La extrema izquierda latinoamericana, en medio de su quiebra intelectual, de su falta de ideas, de su fracaso casi absoluto, ha perdido no sólo la capacidad de discutir con respeto sino también la habilidad para insultar con imaginación. A cualquiera que cuestione sus dogmas lo llaman facho, como por reflejo.

“La grandeza trágica del destino humano está quizá en…que no le deja al hombre otra escapatoria que la lucha contra la injusticia, no para acabar con ella sino para que ella no acabe con él”, escribió Mario Vargas Llosa en 1978. Esta frase resume, creo yo, el espíritu de su lucha. Probablemente el premio Nobel es un reconocimiento no sólo a los méritos del artista, sino también a la lucha del hombre público, a su ya larga resistencia en contra de tantos insultos, de una pavorosa intimidación intelectual.

Sin categoría

Nostalgia uribista

Ido Alvaro Uribe, la política colombiana ha vuelto a la normalidad. Ya no gira alrededor de la misma persona. Ya no despierta el mismo interés. Ha sido finalmente reducida a sus justas proporciones. El ex presidente Uribe sigue generando noticias. Todavía tiene quien le escriba. Pero las tribulaciones de un catedrático no tienen la misma trascendencia que los desafueros de un mandatario. Esta semana, en su primera intervención pública después de haber dejado la Presidencia, propuso la publicación de un libro que compilara las actuaciones heroicas de nuestras Fuerzas Armadas. Muchos presidentes no se conforman con su papel de protagonistas de la historia: quieren también escribirla. O editarla.

Pero no todo el mundo está feliz con la nueva normalidad. Algunos extrañan a Uribe. Añoran las certezas de su mundo maniqueo. Quisieran volver a verlo todo en blanco y negro. Muchos de sus voceros ideológicos (incluidos algunos ex funcionarios) han pasado a un segundo o tercer plano. Nunca brillaron con luz propia pero ahora, sin Uribe en la Presidencia, sin su estrella tutelar, lucen disminuidos. Apagados. Han perdido su fulgor. Su nostalgia es la nostalgia del poder.

Pero no sólo los discípulos de Uribe están despechados. Sus contradictores más obsesivos están en las mismas. Parecen almas en pena. La fidelidad del odio, escribió alguna vez Héctor Abad, es incluso más grande que la del amor. “Los que aborrecen son fieles a sus ideas fijas”. No cambian. Perseveran. Muchos contradictores siguen fieles a Uribe. Como novios celosos, sopesan sus palabras, acechan sus pasos, vigilan sus movimientos, no lo pierden de vista. Sin confesarlo, secretamente, añoran su regreso a la vida pública. Su nostalgia es la nostalgia del poder que da la oposición al poder desaforado.

Pero el inventario de nostálgicos es amplio. Ido Uribe, el Polo Democrático perdió la fuerza que lo mantenía unido a pesar de sus contradicciones. Ahora luce sin discurso. Fragmentado. Parece más una colección de ambiciones que un partido político. Al final de la semana, Clara López de Obregón, la presidenta del partido, anunció, de manera súbita, sin mayores explicaciones, una gran confrontación electoral con los sectores políticos liderados por el ex presidente Uribe. Pura nostalgia uribista. Algo similar ha ocurrido en la Corte Suprema de Justicia. Ido Uribe, los magistrados lucen menos solemnes en sus togas. Sus causas parecen ahora mezquinas. Sus pequeñeces, antes invisibles, eclipsadas por los ataques del gobierno, han salido a relucir. Muchos magistrados, supongo, añoran el pasado uribista cuando los desafueros presidenciales justifican o incluso enaltecían a los suyos propios.

“La adhesión a las causas políticas sólo puede ser una adhesión moderada, nunca una pasión desbordante”, escribió el filósofo italiano Norberto Bobbio. Con Uribe ocurrió todo lo contrario. La política se convirtió en una pasión desbordante. Los debates se llenaron de significado. Parecían decisivos. Pero todo cambió en las últimas semanas. Yo también, lo confieso, siento algo de nostalgia por los debates del pasado. La Unidad Nacional, no nos digamos mentiras, ha sumido la política colombiana en un sopor insoportable, en una especie de consenso insulso sobre la bondad bondadosa de las buenas intenciones.