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5 septiembre, 2010

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Un ateo agonizante

Desde hace ya varios años comencé a seguirle la pista al ensayista inglés Christopher Hitchens. Me aficioné a sus rabietas, algunas veces sobreactuadas, pero siempre interesantes. Hitchens dispara para todos los lados y con frecuencia da en el blanco. Su lista de víctimas es larga. La Madre Teresa de Calcuta, dice Hitchens, era una desalmada, quería tanto a los pobres que se dedicó, literalmente, a reproducirlos; el Papa Ratzinger es un burócrata del encubrimiento, casi la personificación de todos los males de la Iglesia católica; Henry Kissinger es un criminal de guerra; el filósofo Isaiah Berlin era un cobarde intelectual, un simple diplomático de las ideas: “Quiso ser valiente, pero cuando había que tomar una decisión que supusiera riesgos recordaba que tenía que tomar el té en alguna otra parte”.

En la última década, Hitchens se convirtió en un proselitista, casi en un profeta del ateísmo. “Gracias al telescopio y al microscopio, la religión ya no ofrece ninguna explicación para nada importante”, dice en su libro más conocido, Dios no es bueno. Pero la religión no sólo es irrelevante, sugiere en el mismo libro, es también peligrosa: enferma, mata, lo envenena todo. Llegó la hora de decirle adiós. “Será sin duda una larga despedida, pero ya comenzó y, como pasa con todas las despedidas, no conviene aplazarla”.

Hace unas semanas me enteré de que Hitchens, de 61 años, estaba muriendo de cáncer. Guiado por el ocio, saltando de una página a otra en internet, me topé con su artículo más reciente, un relato sobre su experiencia con las desdichas de la enfermedad y los rigores del tratamiento. “Uno no lucha contra el cáncer”, escribió. La metáfora no funciona. No hay ninguna actividad, ninguna resistencia. Todo lo contrario. Sólo pasividad, inapetencia y una confusión casi paralizante. Nada que sugiera la imagen de un revolucionario en el campo de batalla. El enfermo de cáncer es un negociador triste: entrega parte de sus facultades por unos años más en este mundo.

En una entrevista reciente, Hitchens agradeció las oraciones de mucha gente. No sin cierta preocupación, sin embargo. Los indicios científicos muestran que no existe ninguna correlación entre las oraciones de los fieles y la recuperación de los pacientes. Peor aún, quienes saben que otros mortales están orando por ellos tienden a tener más complicaciones posoperatorias. Misterios de la medicina. También rechazó las propuestas de muchos creyentes por una conversión religiosa de última hora. No por fidelidad a sus principios o por honradez intelectual. Si los ateos pudieran arrepentirse, lo harían. Pero la religión no puede consolar a quienes renunciaron para siempre al autoengaño. Hitchens sabe que la muerte es el fin. Y punto.

Pero no quiere irse todavía. Tiene varias cosas por hacer. “Leer —o ciertamente escribir— los obituarios de algunos villanos ya viejos como Kissinger y Ratzinger”. Cientos de sus lectores le han dejado mensajes de solidaridad en internet. Unos cuantos fanáticos parecen felices con su enfermedad. Otros más aprovechan los foros electrónicos para anunciar una inminente llegada del mesías. Desde su lecho de enfermo, leyendo los mensajes que anuncian la buena nueva, Christopher Hitchens muy probablemente entonará, con impaciencia, un estribillo conocido: “El Mesías no va a venir. Y ni siquiera va a llamar”. Así es la vida.