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25 julio, 2010

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Dignidad

El 20 de julio pasado, en su discurso de instalación del Congreso de la República, el presidente Álvaro Uribe Vélez señaló la importancia de poner el honor por encima de los intereses económicos, la dignidad de un pueblo por encima del comercio internacional. “El pueblo colombiano, empresarios y trabajadores, ha dado un gran ejemplo al mundo: mientras en economías desarrolladas por salvar empresas apaciguan a los enemigos de la iniciativa empresarial y se exponen a perder las empresas y a perder la dignidad, esta Nación, aún pobre, ha puesto la dignidad y el derecho a vivir sin terroristas por encima de los intereses del comercio”, dijo con vehemencia. “Colombia no se ha dejado someter por el comercio, porque Colombia sabe que si perdemos el carácter y la lucha por la libertad, perderemos el comercio y también la dignidad. Con dignidad habrá comercio con el mundo entero; sin ella, nadie nos creerá”, concluyó con afán premonitorio.

Dos días después, el jueves 22 de julio, el presidente venezolano Hugo Chávez también mencionó la dignidad de su gobierno o de su país, da lo mismo, para justificar la ruptura de las relaciones diplomáticas con Colombia. “No nos queda, por dignidad, sino romper totalmente las relaciones diplomáticas con la hermana Colombia y eso me produce una lágrima en el corazón”, dijo ante un grupo de periodistas locales, acompañado de la figura (digna) de Maradona. Álvaro Uribe y Hugo Chávez no están solos en la invocación oportunista de la dignidad. Fidel Castro lleva muchas décadas, más de las imaginables, diciendo y haciendo lo mismo. “La dignidad de un pueblo no tiene precio. La ola de solidaridad con Cuba, que abarca a países grandes y pequeños, con recursos y hasta sin recursos, desaparecería el día en que Cuba dejara de ser digna”, afirmó recientemente en una de sus tantas tiradas antiamericanas.

Los tres mandatarios aludidos insinúan lo mismo: la dignidad es más importante que la riqueza de las naciones. Pero sus discursos no deben ser tomados literalmente. Todos dejan entrever cierta perversión del lenguaje, cierta falsedad orwelliana para decirlo de manera pedante. Dignidad quiere decir, en los ejemplos mencionados, indignidad. Humillación. Sometimiento indecoroso a los caprichos de un gobernante. Indignas son las restricciones a la libertad y las privaciones de los cubanos, como indignos son los padecimientos de los habitantes de la frontera entre Colombia y Venezuela por cuenta de los desafueros de los mandatarios de ambos países.

“El lenguaje político —y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— se construye para lograr que las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”, escribió Orwell en su célebre ensayo sobre la manipulación oportunista del lenguaje. Cada vez que un presidente o un político cualquiera invoca la dignidad nacional, no puedo dejar de pensar en estas palabras, en las muchas arbitrariedades que se han cometido en nombre de la dignidad, en las muchas veces que esta palabra se ha usado para justificar lo que no tiene justificación.

En últimas, la dignidad de los pueblos está amenazada no tanto por los países o gobiernos extranjeros como por los mandatarios locales que la invocan de manera oportunista para justificar sus frecuentes desafueros.