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junio 2010

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La foto de la semana

La fotografía fue publicada por la prensa colombiana a finales de la semana. El presidente electo Juan Manuel Santos y el ex candidato Gustavo Petro sonríen ante las cámaras mientras se estrechan la mano amistosamente. Ambos lucen tranquilos, desprevenidos. El encuentro suscitó todo tipo de opiniones. Algunos hablaron de “manguala electoral” o de un regreso al Frente Nacional. Otros fueron aún más lejos. Presagiaron el fin de los partidos políticos. O el triunfo de los intereses burocráticos sobre las convicciones doctrinarias. Un caricaturista de este diario insinuó que Petro estaba renunciando a la oposición para conseguir una posición.

A pesar de todas estas opiniones rotundas, el encuentro entre Santos y Petro constituye una buena noticia para el país. Implica un cambio de estilo, un intento por restablecer la civilidad en el debate político, por dejar atrás la crispación de los últimos años. Hace apenas unos meses, cabe recordar, un asesor del presidente Uribe escribió tranquilamente, sin reatos de ninguna clase, “estamos ya en guerra, es decir, en campaña”. Cualquier diálogo entre el gobierno y la oposición parecía descartado de antemano. Los congresistas del Polo Democrático jamás asistieron a los frecuentes desayunos de Palacio. Estaban proscritos. Nunca salieron en la foto. Ni por casualidad.

Yo no creo en los grandes acuerdos nacionales. Los conflictos de valores son inevitables en la política. Los acuerdos sobre lo fundamental son muchas veces acuerdos sobre obviedades o generalidades sin ninguna implicación práctica. “Cierta humildad en estos asuntos es muy necesaria” decía Isaiah Berlin. Pero aun si los grandes acuerdos son ilusorios o engañosos, los acuerdos puntuales, circunscritos a algunos temas o problemas específicos, son posibles. Y deseables. Hace algunos años, por ejemplo, el Congreso de Chile aprobó por unanimidad la firma de un tratado de libre comercio con China y una reforma de fondo, casi revolucionaria, al régimen de pensiones.

En Colombia, como lo propuso el mismo Petro, podríamos llegar a un acuerdo sobre la reparación económica de las víctimas de la guerra o sobre la entrega de tierras a los desplazados por la violencia. O incluso sobre una reforma que promueva la generación de empleo y los derechos de los trabajadores. El acuerdo de unidad nacional no representa, en mi opinión, el fin de la política: es simplemente una intención compartida de llegar a un entendimiento parcial en un ambiente de respeto. “Se dirá que es una solución un tanto insulsa” escribió el mismo Berlin. “No de la sustancia de los llamamientos al heroísmo que promulgan los líderes apasionados. Pero quizá con eso baste”.

Volviendo a la foto, al encuentro entre Petro y Santos, entre dos contradictores que trataron de encontrar un espacio, un resquicio para la cooperación productiva, no creo que la comparación con el Frente Nacional sea apropiada. Una comparación más relevante, menos maligna, sería con la presidencia colegiada de la Asamblea Constituyente que promulgó la Constitución de 1991. La misma que establece, en su artículo 188, que el Presidente de la República simboliza la unidad nacional: una intención tal vez utópica o idealista pero relevante después de varios años, muchos sin duda, de insultos y resquemores.

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Europa devaluada

Los comentaristas deportivos se parecen a los economistas. Ambos tienden a teorizar más de la cuenta, a sobrestimar sus conocimientos, a explicar lo que deberían simplemente describir. Sin mucho pudor, pretendo en esta columna reincidir en el error, dejarme llevar por el afán teorizante para explicar la aparente decadencia futbolística de la vieja Europa. Después de la primera semana del Mundial, las grandes selecciones europeas han decepcionado a propios y extraños. Las selecciones latinoamericanas, por el contrario, han sorprendido gratamente a todo el mundo.

Ya incluso el presidente venezolano Hugo Chávez se percató del asunto. El viernes en la mañana, se pronunció sobre los malos resultados de los equipos europeos. “Pobre Europa… hasta en el fútbol se está hundiendo” dijo con satisfacción. “Ahí están Argentina, Brasil, Uruguay y México que le ganó a Francia”. Los escuálidos equipos europeos están siendo superados ampliamente por los recios equipos latinoamericanos, insinuó Chávez. En su opinión, los países en desarrollo están a punto de darles su merecido a los engreídos europeos.

Pero la cosa no es tan simple. La decadencia futbolística europea es en cierta medida una consecuencia de la importación desmedida de talento foráneo. La falta de jugadores italianos en el Inter de Milán (el último ganador de la Liga de Campeones) y la ausencia de jugadores provenientes de las ligas domésticas en las selecciones de Brasil y Uruguay son dos caras de la misma moneda, dos manifestaciones palpables del mismo fenómeno, de la creciente globalización del fútbol mundial. Con la globalización, el talento latinoamericano ha desplazado al talento europeo, más escaso y evasivo. Y ha encontrado, en la alta competencia de las ligas del viejo continente, un escenario ideal para perfeccionarse, para “crecer futbolísticamente” como dicen nuestros comentaristas más grandilocuentes.

La globalización del fútbol ha tenido, sin embargo, una consecuencia indeseable para los países exportadores de talento: la decadencia de las ligas y los clubes locales. Las ligas suramericanas, por ejemplo, se han convertido en refugios para viejos en retirada y jóvenes sin mucho talento o en lugares de paso y observación para los mejores jugadores. A diferencia de los clubes europeos, la mayoría de los clubes latinoamericanos son manejados con los pies. Los dueños de muchos equipos tienen un perfil más de proxenetas que de empresarios. En cierto modo, las ligas de este continente se parecen a la Venezuela de Chávez. En unas y en la otra, los pies y los cerebros más cotizados internacionalmente han salido corriendo en busca de un ambiente más propicio.

En fin, como escribió el periodista gringo Franklin Foer, la globalización ha sido mala para los clubes pero buena para los jugadores. Y en el mundial, sobra decirlo, lo que cuenta es el valor de la riqueza exportada, no la calidad de las organizaciones locales. Esta semana un ministro español señaló que la carencia de materias primas, de una oferta fija de productos de exportación, era una de las principales causas de la crisis de la economía de su país. Sin darse cuenta, el ministro ofreció una explicación plausible, no tanto de la crisis económica española, como de la crisis futbolística de la vieja Europa.

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Gobierno barato

Desde hace un buen tiempo, muchos economistas colombianos han insistido en la necesidad de subir impuestos. Por una parte, dicen, las finanzas del gobierno central están descuadradas; por otra, el gasto público va a crecer inevitablemente como resultado de las sentencias de la Corte Constitucional sobre salud y desplazados y de los nuevos programas de infraestructura y vivienda prometidos por los candidatos en contienda. Hace algunos meses, Juan Carlos Echeverry, jefe programático de la campaña de Juan Manuel Santos, describió la situación con crudeza: “el gobierno no tiene espacio financiero para meterse la mano al dril pues ya tiene un hueco de cinco por ciento del PIB. Sumando los dos huecos, el fiscal y el de la salud, puede haber a una catástrofe fiscal”.

Nadando contra la corriente, el candidato Juan Manuel Santos ha dicho que no subirá los impuestos y ha propuesto, en su lugar, dos medidas alternativas: una reforma constitucional al régimen de regalías y un ambicioso programa de formalización para empresas pequeñas. En sí mismas, estas medidas son loables, incluso necesarias. Pero, como parte de una estrategia fiscal, son una apuesta arriesgada, un salto al vacío. Las dificultades políticas de una reforma constitucional a las regalías son inmensas, infranqueables para algunos. Y el programa de formalización parte de un supuesto cuestionable según el cual las empresas informales son ovejas descarriadas que pueden ser conducidas voluntariamente, paso a paso, hacia el mundo del bien. En la mayoría de los casos, cabe señalar, la informalidad no es una opción: es un imperativo, es la única forma de supervivencia para muchas empresas medianas y pequeñas.

Juan Manuel Santos ha argumentado también que una disminución de las tarifas impositivas no reduciría el recaudo. Por el contrario, podría aumentarlo pues los menores impuestos estimularían la creación de más y más empresas. Desde los años ochenta, desde la época de Ronald Reagan, este tipo de argumento se ha convertido, en los Estados Unidos y ahora en Colombia, en una especie de teología inmune a cualquier evidencia. No sobra recordar, entonces, que la reducción de los impuestos tiene un efecto modesto sobre el crecimiento económico y un efecto negativo sobre el recaudo tributario.

Los argumentos de Juan Manuel Santos y sus asesores parecen basados en una ilusión, en el mito del gobierno barato. Con una elocuencia de otros tiempos, en el lenguaje preciso de los fiscalistas colombianos del siglo XIX, José María Samper denunció en 1861, léase bien en 1861, este tipo de argumentos: “En todo caso es indispensable que la Administración y el Congreso se resuelvan á arrostrar esa impopularidad transitoria que pesa siempre sobre los gobiernos que decretan nuevas contribuciones. Si se ha de querer gobernar conforme á la vieja rutina de vegetar con el día, viviendo en afanes y poniendo remiendos, por no tener el valor de pedirle al pueblo el dinero necesario para servirle de modo digno y fecundo, mejor será que se renuncie á la dirección oficial de la política. Entre nosotros reina un sofisma que nos mantiene en la incuria y el estancamiento: ese sofisma es el del gobierno barato, mal entendido”.

Ciento cincuenta años después, seguimos en lo mismo, empantanados en el sofisma del gobierno barato.

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Resaca electoral

Con la intención de olvidar los resultados electorales, visité esta semana San librario, la librería de viejo de mi amigo Álvaro Castillo. Allí encontré un pesado volumen, publicado en 1909, que describe minuciosamente un largo periplo del presidente Reyes por el territorio nacional. Hace cien años, como ahora, el presidente iba de pueblo en pueblo recogiendo quejas y reclamos sobre nuestras precarias vías de comunicación. También encontré una segunda edición de la misteriosa novela de José Asunción Silva, De sobremesa, publicada en 1926 por la Editorial Cromos. “Es la novela de un loco escrita por otro” escribió Fernando Vallejo en su biografía de Silva. “Fernández o Silva o como se llame sueña con llegar a la presidencia de la República y hacer de su país un centro de civilización y un emporio”.

No tenía, lo confieso, ninguna intención de leer la totalidad de la novela. Con algo de desgano, la abrí al azar, comencé a leer y me topé inmediatamente con los planes desarrollistas de José Fernández, el protagonista, el loco: “Equilibrados los presupuestos por medio de sabias medidas económicas…a los pocos años el país es rico y para resolver sus actuales problemas económicos, basta un esfuerzo de orden; llegará el día en que el actual déficit de los balances sea un superávit que se transforme en carreteras indispensables para el desarrollo de la industria, en puentes que crucen los ríos torrentosos, en todos los medios de comunicación de que carecemos hoy, y cuya falta sujeta a la patria, como una cadena de hierro y la condena a inacción lamentable…Estos serán los años de aprovechar…Surgirán, incitados por mis agentes y estimulados por las primas de explotación, todos los cultivos que enriquecen…innumerables rebaños pastarán en las fecundas dehesas… y en las serranías abruptas el oro, la plata y el platino brillarán ante los ojos del minero”.

¿No es este plan, me pregunto, similar al que han propuesto casi todos nuestros jefes de Estado por uno o dos siglos? ¿No está hablando Fernández, en su delirio desarrollista, de las hoy llamadas locomotoras por uno de los candidatos presidenciales: la infraestructura, la agricultura y la minería? ¿No estamos ante un discurso conocido? En la misma novela, José Fernández, recibe la visita de un prestigioso médico londinense, una especie de genio viviente. El médico, con un aire de superioridad casi cómica, le pide a Fernández que deseche sus sueños políticos pues son irrealizables. “Usted no tiene el hábito de ejecutar planes…hay que comenzar ideando y llevando a cabo cosas pequeñas, prácticas, fáciles, para lograr al cabo de muchos años enormidades de esas con las que usted sueña…Piense usted, conciba un plan pequeño, realícelo pronto y pase a otro”.

No quiero sugerir que la novela de Silva contiene una de las claves del desarrollo. La resaca electoral ha sido dura pero no hasta tal punto. Pero sí me gustaría reiterar un hecho representativo, una coincidencia interesante, a saber: los políticos y los economistas colombianos repetimos, cada cuatro años, cada ciclo electoral, los mismos sueños desarrollistas de un poeta inventado, de un loco. No estaría mal, por una vez al menos, simplificar los planes, desechar los sueños irrealizables. Escoger varios proyecticos y ejecutarlos.