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23 mayo, 2010

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Democracia deliberativa

En Colombia, como en muchos otros países del mundo, los políticos que no tienen opiniones fuertes son criticados. Atacados. Incluso despreciados. La vehemencia, la obstinación, incluso la intransigencia son consideradas virtudes esenciales en un hombre público. “Los peores –sugieren algunos– carecen de toda convicción, mientras los mejores están llenos de una intensidad apasionada”. Por ejemplo, el senador Jorge Enrique Robledo, un hombre apegado de manera pasional a sus convicciones, es considerado un político virtuoso, casi un paradigma. En general las opiniones fuertes, inmutables son preferidas a las posturas débiles, cambiantes.

En el mismo sentido, muchos analistas políticos locales añoran el papel ideológico de los partidos políticos tradicionales, su capacidad de ofrecerles a los ciudadanos un conjunto de opiniones fuertes, de posturas preestablecidas sobre todos los temas, los divinos y los terrenales. Sin partidos, dicen algunos, la política se ha convertido en un mercado al menudeo de prebendas y favores. O peor, en una conversación caótica, en una cacofonía de opiniones sueltas, en un diálogo de muchas voces y muy pocas convicciones. Sin partidos, insisten muchos de nuestros especialistas, la política ha perdido su esencia ideológica.

Pero la ideología por reflejo no siempre es deseable. Ni la obstinación es una virtud democrática absoluta. Todo lo contario. La democracia deliberativa necesita flexibilidad, incluso desapego ideológico: sin cambios de opinión, la deliberación es un ejercicio estéril, casi absurdo. En palabras de Albert O. Hirschman, los políticos deberían “mantener cierto grado de apertura o provisionalidad en sus opiniones y estar dispuestos a modificar sus convicciones como resultado de los argumentos de sus contrapartes o de la nueva información que pueda surgir de los debates públicos”. El dogmatismo del Senador Robledo, para seguir con el mismo ejemplo, no es una virtud inapelable. Más parece un vicio antidemocrático.

Sin flexibilidad, sin dudas, la democracia pierde buena parte de su legitimidad y el debate democrático se transforma en una superposición de dogmatismos que se excluyen mutuamente: nadie oye a nadie pues cada quien está muy ocupado en la preparación de su propio alegato inamovible. En últimas, la democracia no debería concebirse como el enfrentamiento de opiniones ya formadas, sino como el intercambio de opiniones provisionales, maleables. Dicho de otra manera, la democracia deliberativa no existe sin reversazos. O al menos sin la posibilidad de algunos reversazos de vez en cuando.

“No es probable que un pueblo que apenas ayer estaba entregado a una lucha fratricida se entregue de la noche a la mañana a las deliberaciones constructivas. Si acaso hay discusión será un típico diálogo de sordos, un diálogo que funcionará por un buen tiempo como una prolongación y un sustituto del conflicto. Incluso en las democracias más avanzadas, muchos debates son una continuación de la guerra por otros medios” escribió el mismo Albert Hirschman en 1991. La democracia deliberativa es complicada. Imposible, dirán algunos. Implica, como mínimo, una cultura política diferente, más madura, que condene, no admire, a quienes llevan más de treinta años repitiendo la misma letanía.