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9 mayo, 2010

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El rey y los cortesanos

“Nadie puede decir que haya recibido una palabra o una insinuación de mi parte para violar la ley, ni lo pueden decir en el DAS” dijo esta semana el Presidente Álvaro Uribe en referencia al creciente escándalo por el espionaje ilegal a jueces, periodistas y políticos de oposición. En mi opinión, el Presidente está diciendo la verdad. Probablemente las chuzadas no son el resultado de una orden presidencial. La realidad de este asunto es más compleja. Más enredada. Pero no menos preocupante.

“Estoy seguro de que el Presidente Uribe no dio la orden” me dijo hace algunos días un prestigioso economista colombiano. “No tenía que hacerlo: el poder usa muchas veces mecanismos más sutiles. Basta recordar, por ejemplo, la histórica disputa entre Enrique II y Tomás Becket”. En 1164, el rey de Inglaterra Enrique II intentó limitar la independencia de la iglesia. A pesar de la anuencia del clero, el rey encontró una resistencia abierta y obstinada por parte de Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury. El choque de poderes alcanzó, entonces, dimensiones épicas. Enrique II acusó a Becket de oponerse a la autoridad real. Becket amenazó al rey con la excomunión. Uno y otro defendieron lo suyo con una obstinación que todavía se recuerda.

El Papa Alejandro III intentó calmar los ánimos. Pero sus esfuerzos de concordia resultaron infructuosos. Enrique II jamás accedió a entregar los bienes expropiados a la iglesia. Y Becket nunca aceptó la autoridad real sobre los asuntos divinos. En una reunión con sus asesores más cercanos, Enrique II pronunció una frase ominosa, que tendría consecuencias mortales: “¿no habrá aquí nadie capaz de liberarme de este cura turbulento?” dijo en un momento de exasperación. En opinión de muchos historiadores, Enrique II no estaba dando una orden perentoria o invitando a los caballeros de la corte a tomar cartas en el asunto. Pero éstos estaban dispuestos a todo para congraciarse con el dueño del poder.

Instigados por la frase del rey y enfundados en las armaduras de la época, cuatro caballeros decidieron, entonces, confrontar a Tomás Becket, el opositor, el único contrapeso cierto al poder del soberano. Los caballeros pretendían conducir a Becket a un poblado cercano para someterlo a un cruento interrogatorio. Ante la negativa rotunda del arzobispo, decidieron asesinarlo, pensando seguramente que sus desafueros interpretaban fielmente los deseos del rey. Por el resto de sus días, Enrique II lamentó el asesinato de Becket. Como tantos otros soberanos, había subestimado la obsecuencia delictiva de sus cortesanos.

Un juez de control de garantías aceptó esta semana que un ex funcionario del DAS se convirtiera en el principal testigo de la investigación sobre las chuzadas. Muy pronto conoceremos la identidad de los cortesanos que planearon todo este asunto. El Presidente Uribe, me atrevo a anticiparlo, no será mencionado como un instigador directo del espionaje ilegal. Pero, como Enrique II, el Presidente dio muchas órdenes involuntarias, alimentó una psicología peculiar, casi paranoide entre un grupo de cortesanos dispuesto a abusar del poder para conservarlo. El Presidente Uribe probablemente nunca dijo que se violara la ley. No necesitaba hacerlo. Todo este escándalo es parte de un gran sobreentendido.