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18 abril, 2010

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Antipolítica verdadera

En los países democráticos, muchos políticos son incapaces de tomar decisiones impopulares, de hacer lo que toca. Viven muertos de miedo. Paralizados. Intimidados por los medios de comunicación, por la oposición, por la gente. Esta semana, varios sitios de internet reportaron que los políticos polacos llevaban varios años diciendo de manera tímida, soterrada, que el gobierno de su país estaba en mora de comprar un nuevo avión presidencial. Pero ninguno tuvo la valentía de decirlo públicamente. Todos temían ser acusados de desperdiciar la plata del Estado en veleidades de millonarios, en lujos sin importancia. Según parece, preferían la muerte al escarnio público, al dedo señalador de los medios y la oposición.

En un mundo donde los recolectores de votos, los protagonistas principales de la democracia, están obligados a decir y hacer lo que la gente quiere oír y ver, la antipolítica tiene algo de novedoso. Y mucho de conveniente. La antipolítica, valga la aclaración, entendida no como una forma oportunista de alimentar el apetito ciudadano por la indignación, sino como una forma responsable de emancipación, de protesta en contra de la coerción moral de las mayorías y del imperativo democrático de la irresponsabilidad. Previsiblemente los antipolíticos verdaderos reciben de vez en cuando algunos silbidos. O son acusados por sus enemigos de blandengues o neoliberales.

En la actual campaña presidencial, uno de los candidatos parece dispuesto a decir lo que piensa, a decir, por ejemplo, que va a subir los impuestos para cubrir el déficit de la salud y a preservar la legislación vigente sobre la duración de la jornada diurna de trabajo (porque “es mejor mantener la estabilidad y las reglas actuales hasta que se tengan claras sus consecuencias y su impacto”). O a decir sin salvedades que, en este reino tropical de las promesas, los ciudadanos no sólo tienen derechos, sino también deberes y obligaciones. O a sostener claramente que no promete un camino de rosas.

Este candidato estaría, en mi opinión, dispuesto a decir (o insinuar al menos) lo que todos los políticos saben pero ninguno, por temor o conveniencia, se ha atrevido a confesar: que en un país como Colombia existe una brecha insalvable, casi un abismo, entre las expectativas de la gente y las posibilidades reales del Estado. El candidato en cuestión representa, en últimas, la utopía extraña de la sinceridad que se atreve, en medio de una campaña electoral muy apretada, a cuestionar la utopía corriente de un Estado todopoderoso.

Durante su última visita a Colombia, ya hace algunos años, un prestigioso economista gringo, asesor de muchos gobiernos latinoamericanos, confesó cándidamente que en sus conversaciones con los presidentes o mandatarios recién elegidos solía repetir la misma advertencia: “llegó la hora de dejar a un lado las promesas de campaña y sentarse a pensar seriamente en los problemas más urgentes”. Esta advertencia podría resultar innecesaria en la actual coyuntura política colombiana. El próximo presidente de este país podría ser un político o un antipolítico, los lectores sabrán identificarlo, que dice lo que piensa y hace más de lo que promete.