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4 abril, 2010

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Un misántropo amoroso

“Maestro, el arte no es para sostener tesis: es para producir emociones” le reclama su malgeniado contertulio al protagonista de la última novela de Fernando Vallejo, El don de la vida. Pero el maestro, obstinado, incrédulo, no hace caso. Continua con su tesis, con su alegato rabioso en contra de la irremediable tragedia de la vida, de sus cuatro enemigos primordiales que son en últimas un solo enemigo verdadero: “el Cambio es lo mismo que el Tiempo, y el Tiempo lo mismo que la Vejez, y la Vejez lo mismo que la Muerte. Cuatro que son tres, tres que son dos, dos que son uno”.

Fernando Vallejo no representa “una conciencia crítica del país” como dicen algunos de sus colegas escritores y repiten, obedientes, muchos profesores universitarios. Colombia no es el único blanco de sus críticas. Su ira va con él a todas partes. No conoce fronteras. “Francia ha caído muy bajo desde el locutor De Gaulle…Prefiero mil veces a Colombia con todo y lo asesina que es” dice el protagonista de El don de la vida. “A México lo educó la Revolución en el peculado, el crimen, el cinismo, la extorsión, el fraude, la lambisconería, la alcahuetería, la tortuosidad, la malicia, la mentira” afirma el narrador de su primera novela de muertos, Entre fantasmas. Cuba, España y los Estados Unidos también figuran en la larga lista de sus desafectos. La conciencia crítica de Vallejo no tiene patria. Muchas veces se confunde con la denuncia política o con el alegato moralizante pero no es más que una reiteración adicional de su tesis sobre la tragedia humana.

Una tragedia que se reduce, ya lo dijimos, a una sola cosa o a dos que son una: la vejez y la muerte. “Por cuanto a su trabajo se refiere, Dios, la Evolución, o lo que sea, son entidades muy chambonas. Han tenido tres mil quinientos millones de años a su disposición más todos los átomos de la corteza de la tierra, y lo mejorcito que han producido es el hombre. Con vejez y muerte este asunto no sirve. Es una insensatez que viene de un pantano y que va hacia la nada” escribió en uno de sus ensayos sobre biología. “Es que el mundo está mal hecho, Dios lo hizo mal. Resultó un maestro de obra chambón” afirmó nuevamente en El don de la vida.

Pero detrás de la tesis de Fernando Vallejo, de su elocuente misantropía, de su protesta contra la condición humana, contra las raíces de nuestro sufrimiento como dijo alguna vez el biólogo Robert Trivers, yace un sentimiento redentor. Así como algunos románticos y muchos pensadores iluminados han terminado odiando al hombre de tanto quererlo, así mismo Fernando Vallejo ha terminado amándolo de tanto odiarlo. “La infelicidad ajena es mi desdicha” confiesa en su última novela. Una desdicha nacida, probablemente, de la solidaridad biológica, de un entendimiento lúcido, desgarrado, de la condición humana.

Fernando Vallejo es en últimas un escritor paradójico, un misántropo amoroso o al menos compasivo, un pesimista incurable que terminó queriendo al hombre con el amor racional de quien entiende a plenitud su tragedia, sus ínfulas de inmortalidad y sus deseos imposibles de felicidad.