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14 febrero, 2010

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Violencia disparada

La noticia pasó inadvertida. Fue publicada en las páginas interiores de los periódicos en medio de las historias mínimas de todos los días. Los editorialistas de la prensa la hicieron a un lado. Los comentaristas radiales no mostraron mayor interés. Pero la noticia es preocupante. Literalmente de vida o muerte. Esta semana el director del Instituto Colombiano de Medicina Legal anunció un incremento de 16% de los homicidios durante el año anterior. El número de asesinatos pasó de 14.138 en 2008 a 16.363 en 2009. La tasa anual ya se acerca a 38 muertes por cada cien mil habitantes. El Plan de Desarrollo planteaba, cabe recordarlo, llevar la tasa de homicidios de 33 a 30 entre 2006 y 2010: una meta modesta que no va a cumplirse.

A finales del año anterior, en medio del optimismo navideño, el general Naranjo pronosticó una caída de 300 homicidios en 2009 con respecto a 2008. Entusiasmado, señaló entonces que la tasa anual sería la más baja de los últimos 23 años. Llama la atención, por una parte, la discrepancia entre los registros de la Policía Nacional y los de Medicina Legal. Pero, sobre todo, preocupa el optimismo del general Naranjo ante el resurgimiento de la violencia homicida en muchas regiones del país. Valdría la pena, al menos, que se pronunciara sobre las cifras de Medicina Legal.

El incremento de los homicidios no obedece simplemente al recrudecimiento de la violencia en dos o tres ciudades problemáticas. Los casos de homicidio se duplicaron en Medellín. Pero al mismo tiempo aumentaron 40% en Sincelejo, 25% en Cartagena y Arauca, 15% en Cali, Montería y Santa Marta, y 6% en Bogotá y Barranquilla. Sólo en la Zona Cafetera, en el Cesar y en algunas zonas apartadas hubo una disminución significativa del número de homicidios. En términos generales, el crecimiento de los homicidios parece ser un fenómeno real y extendido. No es un problema puntual. Ni mucho menos una distorsión estadística.

Las autoridades conocen bien las causas del problema: el crecimiento del crimen organizado, el reciclaje de las bandas de narcotraficantes, los coletazos de la desmovilización de los paramilitares, etc. Pero no parecen preparadas para enfrentarlo. Las propuestas recientes revelan una mezcla de desespero e impotencia. Primero fueron los estudiantes y los taxistas los llamados a resolver el problema. Después fueron los obispos los reclutados para facilitar una negociación azarosa con las bandas emergentes. A finales de la semana el Gobierno aclaró que los obispos sólo estaban autorizados para hacer labores pastorales. Ya los veremos, entonces, tratando de convencer a los criminales de las bondades del amor al prójimo.

“Ocho años es poco tiempo para recuperar la seguridad”, dijo el presidente Uribe el día viernes. Y hasta razón tendrá. Pero la recuperación de la seguridad requiere un cambio de rumbo. Mientras cientos de miles de soldados buscan en la selva a un puñado de guerrilleros invisibles, los policías enfrentan todos los días en las calles a organizaciones cada vez más poderosas. La geografía, la naturaleza y la intensidad de la violencia están cambiando rápidamente. Y el Gobierno no parece haberse dado cuenta. Debería comenzar al menos por actualizar sus cifras.