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febrero 2010

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Un fallo esperanzador

Más allá de la inevitable controversia política, la decisión de la Corte Constitucional constituye un hecho sin precedentes, un rompimiento abrupto con una larga tradición latinoamericana. Cuando Menem resolvió continuar en el poder, contó con la obediencia incondicional de los jueces. Cuando Fujimori decidió perpetuarse en la Presidencia, no encontró ningún obstáculo institucional. Chávez ha modificado a su antojo las leyes de la quinta república para acomodarlas al tamaño (siempre creciente) de su ambición. Evo Morales y Daniel Ortega lograron extender sus mandatos mediante sendas reformas constitucionales. El mismo presidente Uribe consiguió seguir de largo la primera vez. En suma, muchos presidentes latinoamericanos han logrado salirse (o quedarse) con la suya, han tenido pocos obstáculos ciertos a sus ambiciones.

Históricamente los gobernantes latinoamericanos han subordinado las normas constitucionales a sus intereses políticos. Sobre las constituciones formales en América Latina, el historiador Frank Safford escribió lo siguiente hace ya varios años: “ningún grupo político creía que sus adversarios las observarían. Aquellos que tenían el poder manipulaban los principios constitucionales para mantener el gobierno en sus manos… Quienes estaban fuera del poder creían, generalmente con razón, que nunca podrían tener acceso al Estado en los términos formales establecidos por la Constitución”. Safford estaba haciendo referencia al siglo XIX. Pero poco parece haber cambiado desde entonces.

La Corte Constitucional apartó a Colombia de esta peligrosa tradición. No sólo actuó como un contrapeso efectivo al poder presidencial. Determinó al mismo tiempo que el balance de poderes es una característica insustituible de nuestro ordenamiento jurídico y garantizó por lo tanto la existencia de contrapesos ciertos en los años por venir. Esta misma semana la Corte Suprema ordenó la detención de un familiar del Presidente de la República, acusado de tratos ilegales con grupos paramilitares. Simultáneamente muchos congresistas de la llamada coalición de gobierno anunciaron su oposición a los decretos de emergencia social. En Colombia, nadie podría negarlo, existen poderes independientes, capaces de contradecir la voluntad presidencial. El contraste con Venezuela, para poner un ejemplo obvio, es evidente. Aquí hay democracia. Allá no.

Por mucho tiempo, sectores de la izquierda y la derecha despreciaron las instituciones formales, las “repúblicas aéreas”, las llamadas constituciones de papel, etc. Los críticos percibían los límites al poder como un embeleco liberal, como un ideal insulso que no garantizaba ni el progreso ni la prosperidad. Este episodio de nuestra historia (la pretensión hegemónica del Gobierno frenada a tiempo por la Corte Constitucional) podría tener una consecuencia positiva, imprevista en primera instancia. Podría generar, al menos en muchos sectores políticos, un necesario consenso sobre la importancia del respeto irrestricto a algunos principios constitucionales. Las reglas no son garantía inmediata del progreso o de la paz pero son, en últimas, el sustento de todo lo demás.

En síntesis, el fallo de la Corte Constitucional alejó el espectro del poder ilimitado. Pasarán muchos años antes de que alguien vuelva a proponer el cambio oportunista de un articulito.

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Salud cooptada

El día viernes la Superintendencia Nacional de Salud anunció en un vehemente comunicado que Saludcoop, la EPS más grande del país, deberá restituir más de 600 mil millones de pesos al sistema de salud. Según el comunicado, Saludcoop utilizó los recursos de la salud en la compra de activos fijos y en la construcción de infraestructura, esto es, en fines distintos a los estipulados por la ley y señalados por la Corte Constitucional. Saludcoop tiene ocho meses para liquidar sus inversiones, aumentar los activos líquidos y disminuir el endeudamiento. Pero la disputa jurídica probablemente tomará mucho más tiempo. Saludcoop ya anticipó que hará uso de todos los recursos legales a su disposición.

El comunicado en cuestión es apenas el más reciente episodio de una historia larga y repetida que muestra, entre otras cosas, el fracaso recurrente del Estado colombiano en su papel de supervisor y regulador del sistema de salud. En esta historia, la Supersalud, una entidad débil técnicamente, politizada y envuelta en varios escándalos de corrupción, no pudo meter en cintura a un gigante financiero, a una organización poderosa que hizo lo que quiso por mucho tiempo. El caso de Saludcoop recuerda otra historia reciente, la de algunos grandes bancos norteamericanos que lograron evadir la supervisión y la regulación y terminaron haciendo lo que les vino en gana, con consecuencias conocidas. Y desastrosas.

Uno de los primeros capítulos de esta historia repetida ocurrió en los primeros meses de 2004, hace ya seis años. La Supersalud acusó entonces a Saludcoop de utilizar los recursos del sistema de salud en actividades distintas a las permitidas por la ley y la conminó a reversar inversiones por casi 200 mil millones de pesos. Saludcoop reaccionó agresivamente. Contrató a algunos de los abogados más poderosos del país. Interpuso varias tutelas. Acusó a la Superintendencia (el lenguaje no ha cambiado desde entonces) de promover medidas absurdas y poner en riesgo el sistema de salud. Al final un juez de circuito falló una de las tutelas en favor de Saludcoop, pues supuestamente se habían vulnerado sus derechos a la defensa y el debido proceso.

La Supersalud pareció olvidarse del asunto por varios años. En 2007, el entonces superintendente, José Renán Trujillo, anunció una completa auditoría a todas las EPS, pero los resultados de las investigaciones nunca se conocieron. Un año más tarde Trujillo renunció en medio de rumores de corrupción, no sin antes señalar que la Supersalud estaba asediada por intereses muy poderosos. A mediados del año anterior, la Supersalud volvió a revivir el caso en contra de Saludcoop. En julio de 2009 presentó un informe preliminar que ponía el mismo dedo en la misma llaga. Saludcoop, decía el informe, había estado gastándose la plata de la salud en otras cosas y debía restituir más de 700 mil millones de pesos al sistema.

El informe permaneció engavetado hasta este viernes cuando, en medio de la crisis causada por los decretos de emergencia social, la Supersalud anunció que Saludcoop tenía ocho meses para devolver la plata. Nuevamente, como en tantos otros temas de la salud, las decisiones cruciales se pospusieron de manera irresponsable o sospechosa. Al final, como siempre, seremos los contribuyentes quienes terminaremos pagando por los excesos de unos y las omisiones de otros.

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Violencia disparada

La noticia pasó inadvertida. Fue publicada en las páginas interiores de los periódicos en medio de las historias mínimas de todos los días. Los editorialistas de la prensa la hicieron a un lado. Los comentaristas radiales no mostraron mayor interés. Pero la noticia es preocupante. Literalmente de vida o muerte. Esta semana el director del Instituto Colombiano de Medicina Legal anunció un incremento de 16% de los homicidios durante el año anterior. El número de asesinatos pasó de 14.138 en 2008 a 16.363 en 2009. La tasa anual ya se acerca a 38 muertes por cada cien mil habitantes. El Plan de Desarrollo planteaba, cabe recordarlo, llevar la tasa de homicidios de 33 a 30 entre 2006 y 2010: una meta modesta que no va a cumplirse.

A finales del año anterior, en medio del optimismo navideño, el general Naranjo pronosticó una caída de 300 homicidios en 2009 con respecto a 2008. Entusiasmado, señaló entonces que la tasa anual sería la más baja de los últimos 23 años. Llama la atención, por una parte, la discrepancia entre los registros de la Policía Nacional y los de Medicina Legal. Pero, sobre todo, preocupa el optimismo del general Naranjo ante el resurgimiento de la violencia homicida en muchas regiones del país. Valdría la pena, al menos, que se pronunciara sobre las cifras de Medicina Legal.

El incremento de los homicidios no obedece simplemente al recrudecimiento de la violencia en dos o tres ciudades problemáticas. Los casos de homicidio se duplicaron en Medellín. Pero al mismo tiempo aumentaron 40% en Sincelejo, 25% en Cartagena y Arauca, 15% en Cali, Montería y Santa Marta, y 6% en Bogotá y Barranquilla. Sólo en la Zona Cafetera, en el Cesar y en algunas zonas apartadas hubo una disminución significativa del número de homicidios. En términos generales, el crecimiento de los homicidios parece ser un fenómeno real y extendido. No es un problema puntual. Ni mucho menos una distorsión estadística.

Las autoridades conocen bien las causas del problema: el crecimiento del crimen organizado, el reciclaje de las bandas de narcotraficantes, los coletazos de la desmovilización de los paramilitares, etc. Pero no parecen preparadas para enfrentarlo. Las propuestas recientes revelan una mezcla de desespero e impotencia. Primero fueron los estudiantes y los taxistas los llamados a resolver el problema. Después fueron los obispos los reclutados para facilitar una negociación azarosa con las bandas emergentes. A finales de la semana el Gobierno aclaró que los obispos sólo estaban autorizados para hacer labores pastorales. Ya los veremos, entonces, tratando de convencer a los criminales de las bondades del amor al prójimo.

“Ocho años es poco tiempo para recuperar la seguridad”, dijo el presidente Uribe el día viernes. Y hasta razón tendrá. Pero la recuperación de la seguridad requiere un cambio de rumbo. Mientras cientos de miles de soldados buscan en la selva a un puñado de guerrilleros invisibles, los policías enfrentan todos los días en las calles a organizaciones cada vez más poderosas. La geografía, la naturaleza y la intensidad de la violencia están cambiando rápidamente. Y el Gobierno no parece haberse dado cuenta. Debería comenzar al menos por actualizar sus cifras.

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Fallas de gobierno

Los decretos de emergencia social son un fracaso inobjetable para el gobierno del Presidente Uribe. Han sido rechazados por la opinión pública y cuestionados por muchas agremiaciones profesionales y varias comunidades científicas. Posiblemente van a ser declarados inconstitucionales. Y no resolverán los complejos problemas del sistema de salud. El fracaso no es fortuito, no constituye un caso aislado, un error inexplicable; por el contrario, es el resultado previsible de un estilo particular de administración pública. Este fracaso pone de manifiesto, en mi opinión, cuatro problemas serios, cuatro fallas ostensibles del gobierno liderado por el Presidente Álvaro Uribe.
La primera falla ha sido llamada, con acierto, la retórica de la acción. En muchos casos el gobierno no piensa para actuar, actúa para pensar. Tiene más velocidad que dirección. Corre mucho pero no siempre sabe para dónde va. “Las buenas ideas no se discuten, se ejecutan” dice con frecuencia el Presidente Uribe, dando muestras de una impaciencia sobreactuada. Lamentablemente, el hacer para mostrar que se está haciendo –la retórica de la acción– crea un ambiente propicio para los errores, para la profusión de malas ideas que, en medio de la carrera, se ejecutan rápidamente sin discutirse. Los decretos de emergencia social son un ejemplo casi paradigmático de este problema.

La segunda falla es conocida, tiente que ver con el debilitamiento de los equipos técnicos de los ministerios y del gobierno en general. Muchos funcionarios competentes han renunciado a sus cargos. Otros continúan trabajando pero sus opiniones no son tenidas en cuenta. Algunos de los decretos de emergencia parecen redactados por contadores fiscales ignorantes de las complejidades de la política social. Peor aún, nadie en el gobierno tuvo la osadía o la oportunidad de levantar la mano para, al menos, llamar la atención sobre el exabrupto.

El tercer problema es más general, alude al creciente aislamiento del gobierno, a su incapacidad para establecer un diálogo constructivo con muchos sectores de la sociedad. En el caso de la emergencia social, los médicos fueron llamados a opinar cuando los decretos ya habían sido publicados en el Diario Oficial. Los intentos postreros de conversación han sido verticales, “pedagógicos”: el gobierno no dialoga, explica. Nunca, en la parte crucial del proceso, hubo una conversación horizontal, un esfuerzo por incorporar las inquietudes y observaciones de los médicos, los científicos y los investigadores.

El cuarto y último problema está asociado a la preponderancia casi absoluta de lo político. Desde hace varias semanas, con una disciplina envidiable, el Presidente Uribe dedica una hora de cada día a explicar los logros de su gobierno en distintas emisoras regionales. El Presidente parece más interesado en convencer a los radioescuchas que en resolver los problemas. Las inevitables complejidades de la administración pública están subordinadas a las urgencias del Estado de opinión. Lo que importa, aparentemente, no es tanto el fondo de los decretos como la opinión de los electores.

Los decretos de emergencia no revelan, como afirman muchos críticos, la perversidad del gobierno. Muestran un problema distinto, más mundano, más patente, más inmediato: su mediocridad.