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diciembre 2009

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Salud y democracia

Quisiera en esta columna, la última de un año convulsionado, lleno de noticias, traer a cuento una comparación, un contraste entre dos formas distintas (opuestas, podríamos decir) de enfrentar los desafíos democráticos. En la semana de Navidad, el Senado de los Estados Unidos aprobó, después de varios meses de debate, una polémica reforma al sistema de salud. La discusión, apasionante, compleja, a veces ininteligible, mereció miles de editoriales y comentarios. Motivó muchos pronunciamientos por parte de agremiaciones políticas y académicas. Al final nadie quedó plenamente satisfecho. La reforma ha sido duramente cuestionada. Pero ninguno de sus críticos ha dicho que no fue seriamente debatida. El texto aprobado fue el resultado (imperfecto pero satisfactorio) del tira y afloje democrático.
Mientras en los Estados Unidos el Senado debatía a puertas abiertas, a la vista de Raimundo y todo el mundo, en Colombia el Gobierno preparaba, a puerta cerrada, en secreto, los decretos de emergencia social sobre el sector salud. En la víspera de la Navidad, el 23 de diciembre en horas de la tarde, el Gobierno declaró (con argumentos dudosos, vale decir) el estado de emergencia social. En los próximos treinta días dictará una serie de decretos con fuerza de ley que, según puede inferirse, elevarán algunos impuestos territoriales, centralizarán la contratación del Régimen Subsidiado y modificarán los criterios de distribución regional de los recursos de la salud. Hasta ahora el Gobierno no ha explicado claramente qué va a hacer y por qué quiere hacerlo.
Las leyes sobre la seguridad social en general y sobre la salud en particular son parte esencial de la democracia. Definen el tamaño del Estado, la extensión de la solidaridad social, la amplitud de los derechos, los límites (odiosos pero imprescindibles) de la responsabilidad colectiva, etc. “El Estado moderno es una compañía de seguros que es al mismo tiempo dueña de un ejército” escribió hace un tiempo el economista y columnista Paul Krugman con el propósito de señalar la importancia fiscal de la seguridad social. En suma, el papel del Estado en el financiamiento y la provisión de los servicios de salud es un asunto fundamental, casi definitorio, de la democracia moderna.
Pero en Colombia, lamentablemente, este asunto se define sin la participación del Congreso, por fuera de la democracia representativa. La Corte Constitucional propone y el Gobierno dispone. O viceversa. La Corte dicta sentencias. El Gobierno decreta leyes. Entre los dos se tiran la pelota sin contar con el Congreso de la República, convertido, a todas estas, en un testigo indiferente. El contraste con lo ocurrido en los Estados Unidos no podría ser mayor. Allá el Congreso fue el protagonista principal de la reforma a la salud. Aquí es un actor de reparto, un simple relleno.
Yo no comparto las definiciones maximalistas de la democracia. He criticado previamente a quienes niegan o reniegan de nuestras instituciones democráticas. Pero, en las últimas reformas a nuestro averiado sistema de salud, la democracia colombiana ha fracasado dolorosamente. La controversia democrática ha sido sustituida, sin argumentos de fondo, por oportunismo y ambición, por las disquisiciones de jueces y funcionarios. Cuesta decirlo pero la democracia colombiana, al menos en este caso, no goza de buena salud.
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El discurso

La política colombiana termina este año como empezó: en medio de la confusión, de la incertidumbre generada por el referendo reeleccionista. Algunos políticos y varios analistas nacionales han señalado repetidamente que la incertidumbre ya está resuelta, que la reelección es un imposible jurídico o constitucional, un proyecto sin futuro. Pero el destino de la reelección aún no se ha definido. El presidente Uribe no va a tirar la toalla sin antes intentar un golpe de gracia, no va a renunciar sumisamente a sus pretensiones reeleccionistas.
El nuevo discurso del Presidente, repetido con insistencia durante los dos últimos meses, revela sus renovadas intenciones reeleccionistas. El discurso no es un simple inventario de estadísticas oficiales. Tampoco es una defensa amañada de los dictados de la opinión pública. Es una reflexión histórica minuciosa, encaminada, en últimas, a justificar la segunda reelección, la continuidad en el poder de una figura providencial que podría romper con nuestro pasado violento y conducirnos a un futuro milenario.

El discurso tiene dos partes. En la primera, el presidente Uribe expone su tesis de la violencia histórica. Sólo hemos vivido, dice, 47 años de sosiego en casi dos siglos de existencia: siete en el siglo XIX, cuarenta en la primera mitad del siglo XX, ni uno sólo desde entonces. “Las generaciones vivas desde principios de los años 1940 no han vivido un solo día de paz”. En la segunda parte del discurso, el Presidente argumenta que la violencia histórica ha sido el principal obstáculo para nuestro desarrollo. Hemos tenido, señala, buenas políticas públicas, buenos gobernantes, innovaciones económicas significativas pero la violencia ha impedido la prosperidad social. Los gobiernos pasados, dice, han hecho mucho por el país pero han sido incapaces de erradicar el lastre empobrecedor de la violencia.

Esta caricatura de nuestra historia no es solamente una simplificación apresurada. Es también una confesión personal. Palabras más, palabras menos, el presidente Uribe está diciendo que su gobierno puede representar, si se le otorga la continuidad necesaria, un rompimiento definitivo con la maldición de la violencia, un paso imprescindible para nuestro “desquite histórico”. El discurso plantea la necesidad de una solución drástica. Inventa un pasado oscuro y promete un futuro brillante con el ánimo de justificar un presente de arbitrariedades.

Este año el establecimiento mundial rechazó unánimemente la nueva intentona reeleccionista. En mayo la revista inglesa The Economist dijo que el presidente colombiano estaba moviéndose hacia la dictadura. Más recientemente Los Angeles Times, el Wall Street Journal y el Washington Post editorializaron en contra de la segunda reelección. El New York Times ya lo había hecho desde el año anterior. Por largo tiempo el Presidente se negó a articular una justificación para su empecinamiento reeleccionista. Pero finalmente decidió exponer sus razones. En su último discurso argumenta sin rodeos que la reelección es la forma más segura de romper con la violencia histórica y alcanzar un anhelado desquite.

En últimas, el discurso sugiere que el presidente Uribe no va a renunciar fácilmente a su papel de hombre providencial, a su oportunidad de partir en dos la historia de este país.

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Mentiras piadosas

Recientemente la Procuraduría General de la Nación solicitó, como parte de una acción popular en contra del Invima, que se retire del mercado la llamada píldora del día después. El argumento de la Procuraduría puede resumirse en el siguiente silogismo: la vida humana empieza cuando el óvulo es fecundado por el espermatozoide, la píldora del día después impide la implantación en el útero del óvulo fecundado y ésta debe por lo tanto considerarse abortiva y violatoria del derecho a la vida”. Según la Procuraduría, este medicamento “representa un riesgo grave, absoluto, inminente para el pleno goce del derecho a la vida”.

El argumento de la Procuraduría no es original. Es una reiteración de lo dicho en varias ocasiones por las altas autoridades da la Iglesia Católica. Hace exactamente un año, en la Instrucción Dignitas Personae, el Vaticano afirmó de manera rotunda que el uso de la píldora del día después “forma parte del pecado de aborto y es gravemente inmoral. Además, en caso de que se alcance la certeza de haber realizado un aborto, se dan las graves consecuencias penales previstas en el derecho canónico”. El Vaticano llamó también la atención sobre “la intencionalidad abortiva…presente en la persona que quiere impedir la implantación de un embrión…y que, por lo tanto, pide o prescribe fármacos interceptivos”.

Tanto el Vaticano como el Procurador están distorsionando la verdad, desconociendo los indicios científicos, creando dudas para esparcir sus preconcepciones (en un doble sentido). En un artículo publicado en la revista de la Asociación Médica de los Estados Unidos, los científicos Frank Davidoff y James Trusell afirman tajantemente que no existe ninguna evidencia compatible con la hipótesis vaticana. En su opinión, todos los estudios disponibles indican que la píldora del día después opera a través de mecanismos contraceptivos, no interceptivos. En suma, el Vaticano ha adoptado una posición fundamentalista, contraria a la ciencia. Y en Colombia, el Procurador resultó literalmente más papista que el Papa.

Este debate debería servir para revisar una decisión del Invima que impide el acceso real de muchas jóvenes a los anticonceptivos de emergencia. El Invima decidió, hace ya varios años, que la píldora del día después sólo puede ser vendida con fórmula médica por tratarse “de un producto hormonal de manejo cuidadoso con indicaciones específicas, contraindicaciones y precauciones definidas”. Pero estas precauciones, ya desmontadas en casi todos los países desarrollados, pueden ser perjudiciales. En la práctica equivalen a una prohibición. Por pudor o falta de contactos, muchas adolescentes no pueden conseguir la fórmula requerida y por lo tanto no consiguen acceder, con la premura necesaria, a la píldora del día después.

Recientemente un juez estadounidense derogó una resolución instaurada durante el Gobierno de Bush que prohibía la venta sin fórmula médica de anticonceptivos de emergencia a menores de edad. Las organizaciones médicas respaldaron, de manera casi unánime, esta decisión judicial. Los reguladores colombianos deberían estudiar con detenimiento las razones jurídicas y científicas de esta decisión con el propósito de permitir, tarde o temprano, la venta libre de la píldora del día después. El Procurador vino por lana y (por obra y gracia de la justicia divina) podría salir trasquilado.

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Tiger Inc.

La empresa en cuestión es un circo ambulante. Un espectáculo de una sola persona que va de ciudad en ciudad, de cancha en cancha, cosechando ganancias, lucrándose del gusto inveterado del sistema por el portento, por la genialidad, por lo extraordinario. El protagonista entretiene semanalmente a una muchedumbre expectante, a millones de personas que encuentran en sus hazañas un paliativo para las angustias cotidianas, para las frustraciones mundanas del capitalismo. Tiger Inc. deriva sus ganancias de la imagen del protagonista, de su capacidad, sin parangones, para diferenciar productos, para incitar al consumo conspicuo, para vender cualquier cosa a cualquier precio.
Sin embargo el sistema a veces exige lo imposible. Para satisfacer a sus patrocinadores, el protagonista debe mostrarse invencible, inmaculado, casi perfecto. El portento debe estar acompañado de la domesticidad. El tigre tiene que ser salvaje adentro de la cancha y manso afuera de ella: un macho alfa que renuncia estoicamente al premio mayor. Pero las contradicciones del sistema son en ocasiones insuperables. Ya sabemos que el tigre no se retiraba tranquilo a su jaula después de la función. Por el contrario, buscaba ansioso una recompensa, un desfogue natural para sus urgencias. El tigre no era tan inmaculado como lo pintaban.

El capitalismo cuenta con un medio sencillo para superar sus contradicciones: el dinero. La esposa del protagonista, la principal víctima de todo este enredo, la única capaz de salvar la situación, parece dispuesta a negociar. Según versiones preliminares recibiría cinco millones de dólares de inmediato y varios millones más si acepta permanecer casada y comportarse como mandan los rigores de la publicidad. Debe mostrarse como una esposa dedicada, acompañar a su marido a uno que otro evento social y guardar un silencio absoluto sobre lo ocurrido. Debe, en pocas palabras, arrendarse por unos cuantos millones de dólares al año. Así los patrocinadores quedarán tranquilos. El protagonista renovará su imagen. Y Tiger Inc. seguirá siendo tan rentable como siempre.

Algunos señalarán que esta negociación es amoral o carente de ética. Y razón tendrán. El capitalismo nunca ha sido una fuerza moralizante. Pero puede ser una fuerza civilizadora. De los «aruñetasos», de la gritería, de las persecuciones rabiosas, palo de golf en mano, pasamos a las discusiones contractuales, al intercambio de ofertas y contraofertas monetarias, a la negociación civilizada entre abogados. O para decirlo en términos más abstractos, de las pasiones pasamos a los intereses. La parte ofendida simplemente va a reclamar lo que le corresponde por salvar a Tiger Inc. Todo quedó reducido a una simple renegociación contractual.

El economista gringo Ian Ayres señaló recientemente la utilidad de “monetizar las frustraciones”. Cada vez que nos sentimos frustrados por un incidente doméstico, dice con ironía, resulta útil preguntarnos cuánta plata estaríamos dispuestos a pagar para evitar la molestia. Una vez hecha la conversión, señala, los problemas lucen más llevaderos. La señora de Tiger tiene bien aprendida la lección. Rápidamente encontró la forma de ponerle un buen precio a sus frustraciones. En pocas semanas todo quedará arreglado de manera civilizada. El espectáculo volverá a las canchas. Y Tiger Inc. seguirá produciendo plata para dar y convidar.