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1 noviembre, 2009

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Moción de censura

Antes de 2002, de la llegada (sin salida aparente) del Presidente Uribe, los analistas y comentaristas políticos colombianos, los cronistas de nuestra vida pública, habían desarrollado una afición superficial, un gusto por predecir quienes salían y quienes entraban al gobierno, por adivinar las composiciones de los otrora cambiantes gabinetes. En el pasado las crisis ministeriales eran frecuentes. Los ministros, se decía, eran fusibles. Se quemaban permanentemente como consecuencia de los cortos circuitos de la política, de la necesidad de balancear anualmente una compleja ecuación de alianzas y lealtades. En fin, los ministros eran nombrados y despedidos por cuenta de las exigencias de la política o la politiquería.

La rotación ministerial fomentaba las apuestas, las cábalas de la prensa, la especulación de nuestros politólogos de micrófono. Pero, como tantas otras cosas, la gabinetología también se acabó con Uribe. El sonajero, el catálogo de ministeriables, el inventario maleable de candidatos a jefes de la burocracia, se ha ido extinguiendo paulatinamente por falta de acción, por el ocaso de las crisis ministeriales, por la continuidad del gabinete, una de las innovaciones más interesantes de este gobierno.

La continuidad trajo consigo ventajas evidentes. Le dio coherencia a la toma de decisiones y orden a la administración pública. Pero también ha tenido consecuencias adversas. Ha disminuido la responsabilidad política. Y puede haber contribuido a perpetuar la incompetencia. La continuidad de los buenos ministros es deseable; la de los malos, perversa. En el modelo actual, los buenos y los malos ministros llegan para quedarse. Todos parecen atornillados, como dicen los gabinetólogos de ayer, hoy sin oficio. En los seis gobiernos previos al actual, entre 1978 y 2002, el período promedio de un ministro de agricultura fue de apenas quince meses. En contraste, Andrés Felipe Arias estuvo en su cargo cuatro años y dos días, un registro sólo superado por Francisco José Chaux quien estuvo al frente de la cartera de agricultura por cuatro años y doce días en los años treinta del siglo anterior. El ministro de transporte ha estado al frente de su cartera por un período que ya triplica la duración promedio de todos sus antecesores del siglo XX. Y sigue por supuesto bien atornillado.

En el nuevo escenario de continuidad ministerial, la moción de censura cobra, creo yo, una importancia inusitada. El veto del Congreso puede evitar la odiosa inercia de la incompetencia o la desfachatez. La zanahoria de la continuidad necesita el garrote de la censura. En los Estados Unidos, la aprobación parlamentaria de los nombramientos del ejecutivo es un elemento clave en el equilibrio de poderes. En la Colombia de hoy, en la realidad actual de los ministros eternos, la moción de censura debería jugar un papel similar.

Como escribió recientemente Andrés Mejía Vergnaud, el congreso enfrentará una disyuntiva histórica en los próximos días, en el debate venidero al Ministro de agricultura. Debe escoger entre la independencia y la subordinación. Entre ser un congreso admirable (esto es, sometido) o un congreso admirado. Entre contribuir a la rendición de cuentas o acrecentar la impunidad política. En últimas, el Congreso de Colombia tendrá que decidir si quiere o no asumir un papel protagónico en un debate crucial, casi definitivo para el futuro de nuestra democracia.