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octubre 2009

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Liberalismo y opinión

En 1859, hace 150 años, se publicó por primera vez una de las obras fundamentales del pensamiento liberal, Sobre la libertad, del filósofo inglés John Stuart Mill. El mismo año, en la misma ciudad de Londres, se publicó uno de los libros más importantes de todos los tiempos, El origen de las especies de Charles Darwin. El primer aniversario ha pasado casi desapercibido, ha sido eclipsado por el segundo, por el creciente interés en la figura y en la obra de Charles Darwin. Pero el sesquicentenario de la publicación del manifiesto liberal de Mill amerita un comentario, una reflexión somera sobre la relevancia (y la urgencia) de su mensaje principal.

En esencia, Sobre la libertad es un largo argumento en favor de la tolerancia, de la diversidad de opiniones, creencias y puntos de vista. Al comienzo del segundo capítulo, Mill define el tono general de su argumento: “si toda la especie humana no tuviera más que una opinión y solamente una persona tuviera la opinión contraria, no sería más justo silenciar a esta persona de lo que sería, hipotéticamente, silenciar al resto de la humanidad en nombre de la persona disidente”. Mill pensaba que los obstáculos a la libertad de expresión afectaban a toda la humanidad. No sólo al individuo silenciado, sino a la especie en general. Su defensa de la libertad de expresión se basó no tanto en los derechos del individuo como en el bienestar de la sociedad.

Mill creía en la conveniencia de las ideas falsas, de las mentiras deliberadas, de los argumentos obcecados o malintencionados. En su opinión, todo el mundo se beneficia de la confrontación permanente entre la verdad y el error: incluso la razón puede nutrirse positivamente de la sinrazón. Sin los creacionistas, la elocuencia de los evolucionistas, de los herederos de Darwin, sería menor. Sin los “negacionistas” del cambio climático, los verdaderos científicos serían menos recursivos y aplicados. Sin los románticos de la izquierda y la derecha, la ironía liberal sería menos sofisticada. En últimas, Mill consideraba que no había que temerles a las opiniones falsas y malintencionadas. Todo lo contrario, había que promoverlas o al menos tolerarlas sin ambages.

En últimas, Mill basaba su defensa de la tolerancia en sus temores, en su enorme desconfianza sobre los dictados de la opinión pública. Mill pensaba que el error cundía por todas partes, que la falsedad no era la excepción sino la regla y que las opiniones mayoritarias estaban, en ocasiones, hechas de prejuicios. Creía, en últimas, que la libertad de expresión era necesaria para evitar la primacía de la ignorancia sobre la razón. “Nunca será excesivo —escribió en el capítulo segundo— recordarle a la especie humana que existió un hombre llamado Sócrates, y que se produjo una colisión memorable entre este hombre y la opinión pública… Al hombre que, de cuantos hasta entonces habían nacido, probablemente merecía más respeto de sus semejantes, un tribunal popular lo condenó injustamente como a un criminal”.

Pero Mill trazó una diferencia entre la tolerancia y el respeto. Como bien dice Isaiah Berlin, “Mill creyó que mantener firmemente una opinión
significaba poner en ella todos nuestros sentimientos. En una ocasión
declaró que cuando algo nos concierne realmente, todo el que mantiene
puntos de vista diferentes nos debe desagradar profundamente. Prefería
esta actitud a los temperamentos y opiniones frías. No pedía
necesariamente el respeto a las opiniones de los demás; lejos de ello,
solamente pedía que se intentara comprenderlas y tolerarlas, pero nada
más que tolerarlas. Desaprobar tales opiniones, pensar que están
equivocadas, burlarse de ellas o incluso despreciarlas, pero tolerarlas.
Ya que sin convicciones, sin algún sentimiento de antipatía, no puede
existir ninguna convicción profunda; y sin ninguna convicción profunda
no puede haber fines en la vida… Ahora bien, sin tolerancia desaparecen
las bases de una crítica racional, de una condena racional. Mill
predicaba, por consiguiente, la comprensión y la tolerancia a cualquier
precio. Comprender no significa necesariamente perdonar. Podemos
discutir, atacar, rechazar, condenar con pasión y odio; pero no podemos
exterminar o sofocar…».

Cincuenta cincuenta años después las opiniones de Mill, casi sobra decirlo, siguen más vigentes que nunca. 

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AIS a la mexicana

En la ardua tarea del desarrollo no hay lecciones aprendidas. Los fracasos se repiten una y otra vez con paradójica exactitud. La comedia del programa colombiano Agro Ingreso Seguro es casi idéntica a la tragedia del programa mexicano Procampo. Este programa fue creado hace quince años con el objetivo de contrarrestar los efectos adversos del recién firmado acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá. El programa pretendía ayudar a los «pequeños agricultores», incrementar la productividad del campo y “producir paz social”.
Quince años después, los resultados del programa Procampo saltan a la vista. Para los pequeños agricultores el programa ha sido simplemente una transferencia asistencial, una dádiva más. Para los grandes productores ha sido por el contrario una verdadera lotería, un regalo desmedido. En la lista de beneficiarios aparecen terratenientes, congresistas, gobernadores, funcionarios, dos hermanos del ex presidente Vicente Fox y varios familiares del Chapo Guzmán, el capo del llamado Cartel de Sinaloa. No faltó sino la reina de belleza. Según el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), el 20 por ciento de los beneficiarios recibió más del 80 por ciento de los recursos.

Los columnistas mexicanos han puesto el grito en el cielo. En agosto de este año, Denisse Dresser escribió lo siguiente en la revista Proceso: “He allí los resultados de quince años de Procampo. Narcotraficantes subsidiados. Recursos desviados. Beneficiarios simulados. Productores que cobran sin haber acreditado su trabajo o sin haber sembrado. Transferencias multimillonarias a quienes menos las necesitan… Procampo funciona muy mal para los campesinos, pero funciona muy bien para la clase política. Es un instrumento que permite perseguir objetivos electorales a base de padrones amañados y cheques distribuidos… Procampo no ha cumplido con los objetivos para los cuales fue creado formalmente. No ha aumentado la productividad, ni impulsado la competitividad, ni mejorado las condiciones de los más pobres en el campo. Más bien ha sido una chequera con la cual comprar paz social”. Las coincidencias son evidentes. Casi aterradoras. Lo mismo, sin cambiar una coma, podría escribirse a propósito del programa Agro Ingreso Seguro.

La coincidencia invita a la reflexión sobre las causas comunes de un problema compartido. Usualmente los subsidios terminan reproduciendo la estructura de propiedad de la tierra y la distribución del poder político. Si la tierra está concentrada, los terratenientes serán los grandes beneficiarios de los incentivos a la producción. Si el poder regional está capturado, los subsidios correrán una suerte similar. La lógica es casi siempre la misma. Este tipo de programas terminan agravando el problema que intentan resolver.

Pero en los países en desarrollo, decíamos al comienzo, no hay aprendizaje. Todo lo contrario: las trampas de las malas ideas son ubicuas. Los problemas creados por los subsidios quieren ser resueltos con mayores subsidios que terminan, a su vez, empeorando la situación y aumentando paradójicamente la demanda social por subsidios. “Agro Ingreso Seguro es uno de los mejores logros de este Gobierno”, dijo el presidente Uribe esta semana. Lo mismo han repetido los políticos mexicanos durante años. Las coincidencias, ya lo dijimos, son aterradoras.

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Modelo AIS

La teoría, la justificación doctrinaria de las zonas francas, las exenciones y los subsidios está basada en una serie de identidades falsas, de tautologías erróneas.La teoría asocia equivocadamente la defensa del mercado con la protección de las empresas, la suerte del capitalismo con la fortuna de los capitalistas, el crecimiento de la productividad con el mantenimiento de la rentabilidad, el bienestar general con el enriquecimiento particular; en últimas, la teoría supone que la generación de empleo y la mejoría social dependen de los favores, de los regalitos estatales.
Por desgracia la teoría no funciona. No tiene ningún sustento académico más allá de algunos panfletos escritos por economistas mediocres transmutados en ideólogos. Incluso muchos empresarios cuestionan su utilidad. Asumen una postura de resignación oportunista. “Si están regalando plata, hay que apuntarse en la lista” dicen con pragmatismo. “Si todo el mundo está recibiendo el suyo, yo tengo que recibir el mío” opinan con razón. En muchos casos los favores simplemente incrementan la rentabilidad de los beneficiarios. En otros, generan grandes distorsiones, terminan atrayendo a buscadores de rentas sin ninguna vocación empresarial.

Pero el Gobierno sigue insistiendo en un modelo incierto. El programo Agro Ingreso Seguro es sólo un elemento de un conjunto más grande de ayudas. Los subsidios a la tasa de cambio, entregados consuetudinariamente a bananeros, confeccionistas y floricultores, son aún más aberrantes, más regresivos que los subsidios agropecuarios. Las zonas francas también son una forma indirecta de subsidiar a los más ricos con la intención, supuesta, no probada, de obtener algunos resultados sociales. En menor escala el Fondo Emprender del Sena, el llamado Fomipyme y el Fondo de Promoción Turística hacen lo mismo, transfieren recursos públicos al sector privado. Un periodista acucioso seguramente sería capaz de encontrar muchas caras familiares en estos programas.

El problema de estos programas no es la falta de claridad y transparencia como afirmó un editorial del diario El Tiempo esta semana: los beneficiarios de Agro Ingreso Seguro están listados en internet, los protocolos de adjudicación son conocidos y la asignación es responsabilidad de una agencia internacional. Tampoco es la corrupción como escribió Daniel Coronell la semana pasada: la mayoría de los beneficiarios obtuvieron los subsidios legalmente. Los colados son una minoría. Visible y antipática pero minoría al fin y al cabo. En últimas, el problema es la proliferación de esquemas de subsidios empresariales en la forma de exenciones, créditos subsidiados o transferencias en efectivo. Los mayores controles, la intervención de la Contraloría, las investigaciones de la Fiscalía, todas estas cosas son irrelevantes, no corrigen la esencia del problema: la existencia de un modelo económico ineficaz e injusto.

El economista Lauchlin Currie solía señalar que la opinión pública era usualmente inflamada por los escándalos pero no por las inversiones malogradas o por el desperdicio de recursos públicos. Lo mismo sucede en este caso. El problema no es la corrupción o el favoritismo, sino la implantación de un modelo fiscalmente irresponsable, económicamente ineficaz y socialmente injusto.

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¿Cuatro billones de corrupción?

La revista Cambio dice que la corrupción está creciendo o en expansión pero no aporta ningún dato al respecto. La cifra de cuatro billones (mencionada en la portada) es un refrito, uan reiteración de una aritmética simple, de una cuenta de servilleta que se repite cada cierto tiempo. Presento a continuación un análisis(ya actualizado) a un ejercicio idéntico realizado por Confecámaras hace cinco años.

Un número vale más que mil palabras. Especialmente si habla de sobornos, de malos manejos, de funcionarios corrompidos y empresarios corruptores. No importa que el número sea producto de una aritmética torpe. Al fin y al cabo, la gente sólo lee titulares.

Vale la pena analizar con cuidado la cifra revelada por Confecámaras esta semana, según la cual la corrupción cuesta cuatro billones de pesos. La cifra en cuestión es el resultado de la multiplicación de dos cantidades: el porcentaje del valor de los contratos públicos que según los empresarios entrevistados pagan sus competidores para asegurar la adjudicación (13%) y el monto anual de la contratación pública (30 billones). En resumidas cuentas: 13% × 30 billones = 4 billones. Así de simple.

Más allá de lo precario del ejercicio (que contrasta con la dinmensión de los titulares), las cantidades involucradas son discutibles. En el año 2000, el Banco Mundial realizó una encuesta empresarial sobre corrupción en 50 países, como un insumo para su reporte anual. Entre muchas preguntas, la encuesta incluyó la siguiente: ¿cuando una empresa de su sector hace negocios con el gobierno, qué porcentaje del valor de los contratos tiene que pagar para asegurar la adjudicación? Para el caso colombiano, el porcentaje promedio reportado no supera el 2%. Con base en el Presupuesto General de la Nación, y haciendo algunos supuestos menores, es posible estimar el monto anual de la contratación pública: basta con restar del valor del total de los presupuestos el servicio de deuda, los salarios, las pensiones y una parte de las transferencias. El valor así obtenido no supera, creo yo, los 15 billones de pesos. Una vez hechas las correcciones del caso, es posible replicar el sesudo ejercicio de Confecámaras; a saber: 2% × 15 billones = 300 mil millones, una cifra 13 veces menor a la reportada.

La diferencia sugiere la enorme incertidumbre (y la dificultad) de estimar la corrupción contractual. El tema no es simplemente académico. Si los empresarios creen que la contratación pública es una feria de mordidas, no querrán pagar impuestos. No se trata de llevar la corrupción a sus justas proporciones,, sino de llevar su estimación a una correcta medida. Y ello es mucho más complicado que la aritmética torpe que propuso Confecámaras. Y que ahora repite, sin ningún cambio, la revista Cambio.