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26 septiembre, 2009

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La inercia de la corrupción

El presentismo, la falta de perspectiva histórica, caracteriza, casi define, el debate colombiano sobre la corrupción. Indignados por el último incidente, los comentaristas nacionales pierden la memoria, olvidan la evidente continuidad de la corrupción, la historia repetida de escándalos y abusos. “Creo que nunca antes el país había presenciado tan impresionante sucesión de hechos escandalosos. Trátese de peculados o desfalcos en entidades del Estado; de narcomicos en el Congreso; de testaferratos o de simple venalidad administrativa, el panorama de la corrupción en Colombia es francamente desolador”, escribió Enrique Santos Calderón en diciembre de 1997. Y desde entonces nada parece haber cambiado. El panorama sigue siendo el mismo. Igualmente desolador.
El archivo de noticias del diario El Tiempo sugiere que la corrupción es una característica permanente, casi constante, de la vida política colombiana. El número de noticias, columnas y reportajes que mencionan las palabras “corrupción”, “clientelismo” y “peculado” se ha mantenido más o menos invariable desde comienzos de la década anterior. Hay algunas fluctuaciones de un año al siguiente. Pero no existe ninguna tendencia clara. Ni siquiera las metáforas han cambiado. “El cáncer de la corrupción”, “la plaga nacional”, “la podredumbre” escriben diariamente los comentaristas nacionales. “Las regiones están literalmente capturadas por varios grupos que manejan desde la salud, pasando por las regalías y por el chance, con el que quitan y ponen gobernadores. La democracia no se puede permitir estos abusos”, dijo el vicepresidente Francisco Santos en 2004. Y el panorama, ya lo dijimos, sigue siendo el mismo.

Los diagnósticos tampoco han cambiado. Cada año los comentaristas criollos denuncian la degradación de los valores, la indiferencia social y la decadencia moral; las supuestas raíces sociológicas del problema. La corrupción se presenta como una manifestación visible, como un síntoma diciente de una sociedad enferma, inmoral. Muchos proponen cruzadas moralizadoras, campañas pedagógicas o clases de cívica.

Pero la corrupción no es un problema moral. No se resuelve con sermones indignados. O campañas educativas. La corrupción es un problema político. Y por lo tanto se resuelve o se mitiga con el surgimiento del voto independiente, del énfasis programático, de la competencia política genuina, ajena de la contaminación clientelista. Así sucedió en los Estados Unidos a comienzos del siglo anterior. Y así ha sucedido en algunas ciudades colombianas en los últimos años. En Bogotá y Medellín hace algo más de una década. Y en Barranquilla, Cali y Cartagena más recientemente. El fin de la corrupción comienza, en últimas, con el debilitamiento de las maquinarias.

Por desgracia, las maquinarias están cada vez mejor aceitadas. La coalición de gobierno reúne buena parte del clientelismo tradicional. Carlos Gaviria y Rafael Pardo, los principales candidatos opositores, están aliados con las maquinarias de sus partidos. Hoy como siempre la política colombiana es una competencia entre maquinarias políticas movidas por el combustible odioso de la corrupción, por los puestos, los contratos, las notarías, etc. Y hoy como siempre la corrupción sigue, paradójicamente, sorprendiéndonos con su continuidad, con una inercia que desafía los comentarios indignados y los discursos moralistas.