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12 septiembre, 2009

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La izquierda exquisita

La alfombra roja, los rostros relucientes de los artistas, el tumulto de los fotógrafos, el resplandor titilante de los flashes, the beautiful people, la gente linda en su papel más natural, en la representación satisfecha de sí misma, todo esto, todo este rito recurrente, tuvo esta semana, en la ciudad de Venecia, un protagonista novedoso, un personaje ajeno a este mundo extraño, el presidente venezolano, Hugo Chávez Frías. El mandatario, convertido en actor, en protagonista de un documental sobre sus hazañas, recorrió exultante la alfombra roja en medio de una multitud de curiosos. Con naturalidad, al fin y al cabo Venezuela es un país de reinas, se detuvo en frente de las cámaras, se llevó teatralmente la mano a la boca y lanzó un beso al aire entrecerrando los ojos. Chávez, sobra decirlo, también sabe representarse a sí mismo.

En Venezuela los seguidores del Presidente celebraron el hecho con inusual regocijo, como si se tratase de una gesta deportiva. “El recibimiento tributado allí por un público de todos los países pone de relieve el carácter de liderazgo mundial del Presidente”, escribió un reportero oficial emocionado. Previsiblemente la oposición denunció la frivolidad del Presidente y sugirió que el espectáculo no era más que una campaña publicitaria financiada con dineros públicos. Pero unos y otros, oficialistas y opositores, omiten lo más importante, la esencia del asunto: Chávez se ha convertido en el nuevo ícono de la izquierda exquisita, en el héroe perfecto de los radicales chic del mundo entero.

Los radicales chic, como los llamó Tom Wolfe en 1970 en un artículo ya clásico sobre los coqueteos de la alta sociedad neoyorquina con las Panteras Negras, siempre han tenido cierta predilección por lo exótico, por lo primitivo, por lo romántico, etc. Lula seguramente les parece demasiado domesticado, burocratizado o pro-sistema. Castro está moribundo. Mandela celebra sus cumpleaños con los dueños del mundo. Chávez, por el contrario, es un deslenguado, un radical, un personaje perfecto para adornar una fiesta, para exhibir ante el mundo, ante la audiencia global, siempre atenta, un espíritu rebelde y comprometido. En fin, Chávez es una mascota perfecta para la gente linda.

Los radicales chic, como escribió Wolfe, son radicales en el estilo, pero “en su corazón forman parte de la sociedad y sus tradiciones”. Incluida, por supuesto, la tradición, digamos europea, de mirar con cierta condescendencia o paternalismo a los residentes de la periferia socioeconómica o geográfica. La nostalgia del pantano la llama Wolfe, aludiendo a una vieja expresión francesa, a la idea romántica (y en últimas denigrante) de que los primitivos poseen unos valores superiores, un espíritu más elevado que compensa sus falencias más obvias. La risa contenida de Oliver Stone ante las payasadas de Chávez, las palmaditas en la espalda, las preguntas obvias del documental, todas estas cosas sugieren, en últimas, un aire de superioridad y de desprecio por quienes viven o malviven al sur de la frontera.

Llegado el momento, los radicales chic romperán con Chávez. El antisemitismo y las alianzas con Irán, entre otras cosas, no han caído bien entre los dueños de la industria. Pero por ahora todos parecen satisfechos. La gente linda encontró una buena causa y Chávez, unos eficientes promotores. La comedia funcionó esta vez. Pero en el cine, como en la política, las segundas y terceras partes nunca son buenas.