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5 septiembre, 2009

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Desde lejos

La historia se repite. Unas veces de manera imprecisa, metafórica. Otras, como en el caso descrito en esta columna, de manera estricta, casi literal. La reiteración del pasado, la repetición de la historia es descrita a menudo con ánimo aleccionador. Pero mi interés en este caso no es impartir lecciones morales o de otro tipo. Pretendo simplemente traer a cuento una curiosidad, recordar un pequeño incidente ya olvidado, algo sucedido cien años atrás en este país de tragedias recurrentes.

Santiago Pérez Triana fue un político y financista colombiano. Su padre Santiago Pérez Manosalva ocupó la presidencia de los Estados Unidos de Colombia entre 1874 y 1876. Pérez Triana vivió buena parte de su vida en el exterior. Se casó en París con una cantante de ópera, hija de un petrolero gringo. Representó varias empresas extranjeras con tanto éxito que despertó la envidia de sus adversarios. Fue declarado “hombre detestable oficialmente”. Deslumbró a dos o tres generaciones de diplomáticos con su facilidad de palabra, con su peligrosa elocuencia. Escribió varios libros, literarios y políticos. En 1909, hace cien años exactamente, publicó en París un librito sobre asuntos colombianos, Desde lejos, en el que advirtió sobre el crecimiento insostenible de la deuda externa durante el gobierno autoritario del general Rafael Reyes.

El libro en cuestión ya no lo lee nadie (yo me lo encontré por casualidad en una librería “de viejos” en Buenos Aires). Los temas de fondo tratan sobre las minucias de la época, sobre las preocupaciones habituales y ya irrelevantes de los opinadores del pasado. Pero el libro contiene, en sus primeras páginas, dos cartas destinadas al entonces presidente que podrían haber sido dirigidas al actual. “Cualesquiera que sean las declaraciones explícitas de nuestras leyes —escribió Pérez Triana hace un siglo—, que limiten y definan las atribuciones del primer mandatario y de otros cuerpos o entidades, el hecho es que hoy entre nosotros la voluntad de ese mandatario prima sobre todas las demás”.

En una de las cartas, Pérez Triana intentó explicar “el abandono de las tendencias republicanas”. “El terror ante el abismo doblegó todas las voluntades. La Nación estaba enferma… Si alguien podía darle quietud, si alguien podía contener el ímpetu destructor o impedir que renaciera, a ése había que darle el mando, la autoridad, la fuerza… todos los poderes y todas las atribuciones”. Pero esta abdicación de la democracia, nacida del miedo, fue aprovechada por los más temibles de los conspiradores. “La peor conspiración, la de la adulación y la lisonja, suele estar reservada para dos clases de seres: el que marca el punto más bajo de las miserias humanas la ejerce a favor del que encarna el más odiable de los abusos: la cortesana y el tirano”.

“A usted, señor Presidente —escribió Pérez Triana con la grandilocuencia propia de su condición y de su época— se le trata de aislar por medio de la conspiración de la lisonja; se le quiere negar la luz de la verdad, vínculo eterno de las conciencias, sin el cual perece la virtud, como planta sin aire, sin lluvia y sin sol”. Cien años después, ya no en 1909, sino en 2009, estamos en lo mismo. La historia ciertamente se repite. A veces literalmente.