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septiembre 2009

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La inercia de la corrupción

El presentismo, la falta de perspectiva histórica, caracteriza, casi define, el debate colombiano sobre la corrupción. Indignados por el último incidente, los comentaristas nacionales pierden la memoria, olvidan la evidente continuidad de la corrupción, la historia repetida de escándalos y abusos. “Creo que nunca antes el país había presenciado tan impresionante sucesión de hechos escandalosos. Trátese de peculados o desfalcos en entidades del Estado; de narcomicos en el Congreso; de testaferratos o de simple venalidad administrativa, el panorama de la corrupción en Colombia es francamente desolador”, escribió Enrique Santos Calderón en diciembre de 1997. Y desde entonces nada parece haber cambiado. El panorama sigue siendo el mismo. Igualmente desolador.
El archivo de noticias del diario El Tiempo sugiere que la corrupción es una característica permanente, casi constante, de la vida política colombiana. El número de noticias, columnas y reportajes que mencionan las palabras “corrupción”, “clientelismo” y “peculado” se ha mantenido más o menos invariable desde comienzos de la década anterior. Hay algunas fluctuaciones de un año al siguiente. Pero no existe ninguna tendencia clara. Ni siquiera las metáforas han cambiado. “El cáncer de la corrupción”, “la plaga nacional”, “la podredumbre” escriben diariamente los comentaristas nacionales. “Las regiones están literalmente capturadas por varios grupos que manejan desde la salud, pasando por las regalías y por el chance, con el que quitan y ponen gobernadores. La democracia no se puede permitir estos abusos”, dijo el vicepresidente Francisco Santos en 2004. Y el panorama, ya lo dijimos, sigue siendo el mismo.

Los diagnósticos tampoco han cambiado. Cada año los comentaristas criollos denuncian la degradación de los valores, la indiferencia social y la decadencia moral; las supuestas raíces sociológicas del problema. La corrupción se presenta como una manifestación visible, como un síntoma diciente de una sociedad enferma, inmoral. Muchos proponen cruzadas moralizadoras, campañas pedagógicas o clases de cívica.

Pero la corrupción no es un problema moral. No se resuelve con sermones indignados. O campañas educativas. La corrupción es un problema político. Y por lo tanto se resuelve o se mitiga con el surgimiento del voto independiente, del énfasis programático, de la competencia política genuina, ajena de la contaminación clientelista. Así sucedió en los Estados Unidos a comienzos del siglo anterior. Y así ha sucedido en algunas ciudades colombianas en los últimos años. En Bogotá y Medellín hace algo más de una década. Y en Barranquilla, Cali y Cartagena más recientemente. El fin de la corrupción comienza, en últimas, con el debilitamiento de las maquinarias.

Por desgracia, las maquinarias están cada vez mejor aceitadas. La coalición de gobierno reúne buena parte del clientelismo tradicional. Carlos Gaviria y Rafael Pardo, los principales candidatos opositores, están aliados con las maquinarias de sus partidos. Hoy como siempre la política colombiana es una competencia entre maquinarias políticas movidas por el combustible odioso de la corrupción, por los puestos, los contratos, las notarías, etc. Y hoy como siempre la corrupción sigue, paradójicamente, sorprendiéndonos con su continuidad, con una inercia que desafía los comentarios indignados y los discursos moralistas.

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La izquierda exquisita

La alfombra roja, los rostros relucientes de los artistas, el tumulto de los fotógrafos, el resplandor titilante de los flashes, the beautiful people, la gente linda en su papel más natural, en la representación satisfecha de sí misma, todo esto, todo este rito recurrente, tuvo esta semana, en la ciudad de Venecia, un protagonista novedoso, un personaje ajeno a este mundo extraño, el presidente venezolano, Hugo Chávez Frías. El mandatario, convertido en actor, en protagonista de un documental sobre sus hazañas, recorrió exultante la alfombra roja en medio de una multitud de curiosos. Con naturalidad, al fin y al cabo Venezuela es un país de reinas, se detuvo en frente de las cámaras, se llevó teatralmente la mano a la boca y lanzó un beso al aire entrecerrando los ojos. Chávez, sobra decirlo, también sabe representarse a sí mismo.

En Venezuela los seguidores del Presidente celebraron el hecho con inusual regocijo, como si se tratase de una gesta deportiva. “El recibimiento tributado allí por un público de todos los países pone de relieve el carácter de liderazgo mundial del Presidente”, escribió un reportero oficial emocionado. Previsiblemente la oposición denunció la frivolidad del Presidente y sugirió que el espectáculo no era más que una campaña publicitaria financiada con dineros públicos. Pero unos y otros, oficialistas y opositores, omiten lo más importante, la esencia del asunto: Chávez se ha convertido en el nuevo ícono de la izquierda exquisita, en el héroe perfecto de los radicales chic del mundo entero.

Los radicales chic, como los llamó Tom Wolfe en 1970 en un artículo ya clásico sobre los coqueteos de la alta sociedad neoyorquina con las Panteras Negras, siempre han tenido cierta predilección por lo exótico, por lo primitivo, por lo romántico, etc. Lula seguramente les parece demasiado domesticado, burocratizado o pro-sistema. Castro está moribundo. Mandela celebra sus cumpleaños con los dueños del mundo. Chávez, por el contrario, es un deslenguado, un radical, un personaje perfecto para adornar una fiesta, para exhibir ante el mundo, ante la audiencia global, siempre atenta, un espíritu rebelde y comprometido. En fin, Chávez es una mascota perfecta para la gente linda.

Los radicales chic, como escribió Wolfe, son radicales en el estilo, pero “en su corazón forman parte de la sociedad y sus tradiciones”. Incluida, por supuesto, la tradición, digamos europea, de mirar con cierta condescendencia o paternalismo a los residentes de la periferia socioeconómica o geográfica. La nostalgia del pantano la llama Wolfe, aludiendo a una vieja expresión francesa, a la idea romántica (y en últimas denigrante) de que los primitivos poseen unos valores superiores, un espíritu más elevado que compensa sus falencias más obvias. La risa contenida de Oliver Stone ante las payasadas de Chávez, las palmaditas en la espalda, las preguntas obvias del documental, todas estas cosas sugieren, en últimas, un aire de superioridad y de desprecio por quienes viven o malviven al sur de la frontera.

Llegado el momento, los radicales chic romperán con Chávez. El antisemitismo y las alianzas con Irán, entre otras cosas, no han caído bien entre los dueños de la industria. Pero por ahora todos parecen satisfechos. La gente linda encontró una buena causa y Chávez, unos eficientes promotores. La comedia funcionó esta vez. Pero en el cine, como en la política, las segundas y terceras partes nunca son buenas.

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Desde lejos

La historia se repite. Unas veces de manera imprecisa, metafórica. Otras, como en el caso descrito en esta columna, de manera estricta, casi literal. La reiteración del pasado, la repetición de la historia es descrita a menudo con ánimo aleccionador. Pero mi interés en este caso no es impartir lecciones morales o de otro tipo. Pretendo simplemente traer a cuento una curiosidad, recordar un pequeño incidente ya olvidado, algo sucedido cien años atrás en este país de tragedias recurrentes.

Santiago Pérez Triana fue un político y financista colombiano. Su padre Santiago Pérez Manosalva ocupó la presidencia de los Estados Unidos de Colombia entre 1874 y 1876. Pérez Triana vivió buena parte de su vida en el exterior. Se casó en París con una cantante de ópera, hija de un petrolero gringo. Representó varias empresas extranjeras con tanto éxito que despertó la envidia de sus adversarios. Fue declarado “hombre detestable oficialmente”. Deslumbró a dos o tres generaciones de diplomáticos con su facilidad de palabra, con su peligrosa elocuencia. Escribió varios libros, literarios y políticos. En 1909, hace cien años exactamente, publicó en París un librito sobre asuntos colombianos, Desde lejos, en el que advirtió sobre el crecimiento insostenible de la deuda externa durante el gobierno autoritario del general Rafael Reyes.

El libro en cuestión ya no lo lee nadie (yo me lo encontré por casualidad en una librería “de viejos” en Buenos Aires). Los temas de fondo tratan sobre las minucias de la época, sobre las preocupaciones habituales y ya irrelevantes de los opinadores del pasado. Pero el libro contiene, en sus primeras páginas, dos cartas destinadas al entonces presidente que podrían haber sido dirigidas al actual. “Cualesquiera que sean las declaraciones explícitas de nuestras leyes —escribió Pérez Triana hace un siglo—, que limiten y definan las atribuciones del primer mandatario y de otros cuerpos o entidades, el hecho es que hoy entre nosotros la voluntad de ese mandatario prima sobre todas las demás”.

En una de las cartas, Pérez Triana intentó explicar “el abandono de las tendencias republicanas”. “El terror ante el abismo doblegó todas las voluntades. La Nación estaba enferma… Si alguien podía darle quietud, si alguien podía contener el ímpetu destructor o impedir que renaciera, a ése había que darle el mando, la autoridad, la fuerza… todos los poderes y todas las atribuciones”. Pero esta abdicación de la democracia, nacida del miedo, fue aprovechada por los más temibles de los conspiradores. “La peor conspiración, la de la adulación y la lisonja, suele estar reservada para dos clases de seres: el que marca el punto más bajo de las miserias humanas la ejerce a favor del que encarna el más odiable de los abusos: la cortesana y el tirano”.

“A usted, señor Presidente —escribió Pérez Triana con la grandilocuencia propia de su condición y de su época— se le trata de aislar por medio de la conspiración de la lisonja; se le quiere negar la luz de la verdad, vínculo eterno de las conciencias, sin el cual perece la virtud, como planta sin aire, sin lluvia y sin sol”. Cien años después, ya no en 1909, sino en 2009, estamos en lo mismo. La historia ciertamente se repite. A veces literalmente.