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julio 2009

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Chávez, circa 1904

Esta década se cumplieron cien años de la publicación de la gran novela política de Joseph Conrad, Nostromo. Situada en la república imaginaria de Costaguana, un país suramericano con mares, llanos y montañas, Nostromo ofrece una descripción de los conflictos políticos latinoamericanos que es sorprendente en su precisión y brutal en su clarividencia. No sólo las revoluciones sino también algunos de sus protagonistas son recreados con una fidelidad que crece con el paso del tiempo. En particular, la descripción del general Montero, un militar sublevado, constituye un gran anacronismo al revés: un personaje de la realidad de estos tiempos inmerso en una obra de ficción escrita hace un siglo.

El general Montero había nacido en la provincia llanera de Entre-Montes. Su origen humilde y su apariencia de “vaquero siniestro” contrastaba con su vanidad algo solemne: Montero solía atiborrarse de colgandejos dorados en las ceremonias oficiales. Su presencia tenía algo de “ominoso e increíble; la exageración de una cruel caricatura”. Sus maneras burdas le conferían una ventaja innegable sobre “los refinados aristócratas”. Aunque sus hazañas en el campo de batalla le habían asegurado la preeminencia militar, no lograron mitigar su odio por el orden social prevaleciente. Ni impidieron sus embates revolucionarios contra el gobierno.

La revolución monterista se hizo en nombre del honor nacional. El general logró reclutar rápidamente un ejército de malcontentos, alimentados “con mentiras patrióticas” y “promesas de pillaje”. La prensa monterista, siempre activa, repetía diariamente diatribas contra “los Blancos, los remanentes góticos, las momias siniestras, los paralíticos impotentes, quienes se han aliado con los extranjeros para hurtar las tierras y esclavizar el pueblo”. La precariedad ideológica de los discursos monteristas contrastaba con su eficacia para articular las frustraciones del pueblo. Las frases vacías eran también eslóganes eficaces. Y terminaron, con el paso del tiempo, prevaleciendo sobre cualquier intento de ponderación. “La noble causa de la libertad no debe ser manchada por los excesos del egoísmo oligarca”, proclamaba orgulloso un comunicado monterista.

El monterismo arrinconó rápidamente las fuerzas políticas moderadas. Después de la sublevación, los moderados acogieron los principios de Montero y sus secuaces, y se sumaron a la revuelta. A todas estas, los capitalistas apenas se atrevieron a pronunciar su discurso de siempre: “la búsqueda de utilidades tiene justificación aquí entre el desorden y la anarquía;… porque la seguridad que ella exige terminará siendo compartida por los oprimidos. Y la justicia vendrá por añadidura”. Pues, más allá de la bondad de estos argumentos, el desarrollo fundado en los intereses materiales no tenía cabida en una sociedad impacientada por décadas de exclusión. Los pronunciamientos monteristas al menos ofrecían un consuelo retórico, mientras la perorata desarrollista sólo prometía beneficios lejanos y ganancias indirectas. En Costaguana, como en otras partes, el pueblo había aprendido a desconfiar de quienes predican que su bienestar dependía del enriquecimiento de los poderosos.

Al final sólo el cinismo de Martin Decoud (director de El Porvenir, un periódico conservador) puede describir la tragedia de Costaguana. “Después de un Montero vendrá otro, el barbarismo, la irremediable tiranía”. Y con ellos una sucesión de conflictos cuya “extravagancia es casi tan difícil de soportar como su perversidad”.

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Petróleo y región

En 1993, en un foro académico organizado por el Departamento Nacional de Planeación con el fin de analizar las consecuencias económicas de los hallazgos petroleros de Cusiana y Cupiagua, el presidente César Gaviria hizo un anuncio trascendental. “Contrario a lo que sucedía antes —dijo—, la Nación no recibirá recursos provenientes de las regalías… éstos serán transferidos directamente a los departamentos, a los municipios productores, a los municipios portuarios y a un fondo nacional”. Entre los asistentes, siempre atento y callado, estaba el gobernador del Casanare. Al final del foro, un economista colombiano remarcó con evidente cinismo que todos habían hablado, el Presidente, los ministros, los funcionarios del Banco Mundial, los académicos, los congresistas, etc. “El único que no lo hizo fue el dueño de la plata, el gobernador”.
Más de quince años después del anuncio del ex presidente Gaviria, es posible hacer un balance de lo que ha ocurrido con la plata y con sus dueños. Desde comienzos de la década anterior, el departamento y los municipios petroleros del Casanare han recibido aproximadamente ocho billones de pesos, más de 20 millones por habitante. La inversión pública ha sido, año tras año, veinte veces superior a la registrada en otros departamentos con niveles comparables de desarrollo. La cobertura de servicios públicos aumentó, la educación básica se universalizó y la mayoría de la población recibió un seguro de salud subsidiado. Pero los logros sociales fueron exiguos dada la magnitud de los recursos girados.

En 1993, Casanare ocupaba el lugar 14 entre los 26 departamentos colombianos con más de cien mil habitantes según el indicador de Necesidades Básicas Insatisfechas que mide, entre otras cosas, la calidad de las viviendas y de los servicios públicos. En 2005, ocho billones de pesos después, ocupaba el lugar 16. El petróleo no fue un factor de desarrollo. La corrupción y la ineficiencia lo impidieron. El hospital de Yopal lleva más de un año cerrado, el estadio es casi un homenaje al desperdicio, las mangas de coleo contrastan con el declive de la ganadería en el departamento. Los elefantes blancos, ya lo sabemos, son la presencia más visible, pero no la única, en la zoología odiosa de la corrupción.

Además, la inestabilidad política creció dramáticamente. Los gobernadores han entrado y salido como Pedro por su casa. Desde 1993, han gobernado 16 meses en promedio. La violencia también aumentó. La batalla por las regalías se libró muchas veces a sangre y fuego. En 1993, la tasa de homicidios del Casanare era la mitad del promedio nacional. Diez años más tarde, el doble. En fin, las cifras indican el fracaso de una política, de la decisión de entregarles a las entidades territoriales una cantidad inaudita de recursos. Y señalan, al mismo tiempo, la inoperancia de la justicia y de los organismos de control, de las contralorías, la Procuraduría, la Fiscalía, etc. En la práctica, muchas de estas oficinas fueron poco más que instrumentos de chantaje de los corruptos. “Aquí no hay nadie condenado por corrupción. Casanare es un departamento corrupto sin corruptos”, dijo un lugareño con inocultable ironía.

Todo esto, que ya había ocurrido en Arauca, puede ocurrir nuevamente en el Meta, en el Cesar o en La Guajira, y nadie en este país, en nuestro avanzado Estado de opinión, parece interesado en el asunto.

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Las dos culturas

En 1959, hace ya 50 años, el físico y escritor inglés C.P. Snow publicó un polémico libro titulado Las dos culturas. De un lado, están los intelectuales literarios, los letrados y sus elocuentes promotores; del otro, los científicos, los investigadores y algunos escritores con inclinaciones positivistas. Caricaturizando convenientemente la caricatura de Snow, no está demás señalar que muchos intelectuales literarios, como el proverbial emperador, caminan desnudos, descubiertos, mal arropados, que buena parte de sus generalizaciones (y admoniciones) lucen vacías para quien se atreva a abrir los ojos.
Cincuenta años después, algunas de las ideas de Snow siguen siendo relevantes para el ejercicio necesario de la crítica a la crítica. En Colombia y en buena parte de América Latina, los intelectuales literarios son amos y señores de los espacios de discusión y análisis de la realidad social y económica. Pero sus ideas, sobra decirlo, no son un paradigma del rigor o del apego a los hechos o de la objetividad. Su manía inductiva, su tendencia a pasar de los episodios particulares (o de las observaciones psicológicas puntuales) a los juicios generales, es curiosa, casi patética.
Para Daniel Samper Pizano, por ejemplo, el sacrificio de “Pepe”, el hipopótamo errante, es un reflejo de la colombianidad, de nuestra tendencia a resolverlo todo a bala, de nuestra inveterada inclinación a la violencia. De lo hecho a lo dicho hay por supuesto mucho trecho, pero no importa: muchos intelectuales no están en el negocio de las opiniones verificables. Para ellos basta un simple ejemplo, un solo episodio, para proponer una teoría general, una visión rotunda de la sociedad. Las élites colombianas, dicen, son egoístas; los políticos, oportunistas; las clases medias, arribistas. Lo mismo, olvidan, ocurre en todos los lugares y ha ocurrido en todos los tiempos. La clase media siempre ha mirado hacia arriba, en la China contemporánea, en la Inglaterra de las novelas de Jane Austen, etc. Pero algunos intelectuales criollos decidieron hace un tiempo que el arribismo es un atributo local, una aberración colombiana.
El mal es de muchos, no es exclusivo por supuesto de los intelectuales colombianos. La novelista mexicana Elena Poniatowska denunció recientemente la supuesta falsedad de sus compatriotas. “Los mexicanos —escribió— llevan varias máscaras y se esconden detrás de ellas. Dicen sí cuando en realidad no van a hacer lo que afirman, como cuando dicen nos vemos el jueves y nunca te ven. Los mexicanos son evasivos, tienen miedo a caer a mal o a que no los quieran… Cuando están diciendo que sí saben en el fondo, muy bien, que no lo van a hacer. Te voy a buscar, dicen, y saben que no te van a ir a buscar nunca”. ¿No hacen lo mismo, cabe preguntar, los bogotanos o los habitantes de cualquier metrópoli latinoamericana? ¿El miedo al desamor no será más bien un característica de la especie que un capricho de los mexicanos? La crítica social de muchos intelectuales no resiste dos preguntas improvisadas.
Pero los intelectuales literarios no sólo yerran en sus diagnósticos; su visión del cambio social es también problemática. Rotunda. Casi desesperada. Muchos de ellos, los mismos que firman toda de suerte de cartas abiertas y comunicados, suponen, como escribió hace un tiempo el economista Albert Hirschman, que el cambio social no es incremental, sino abrupto, “un breve interludio entre dos sociedades estáticas: una, injusta y corrupta, que no admite la posibilidad de mejora, y otra, racional y armoniosa, que ya no es necesario mejorar”. En fin, cincuenta años después, conviene recordar las ideas C.P. Snow, su crítica sutil a los intelectuales literarios, a los omnipresentes profesionales de la carreta.
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Una nación de carceleros

Glenn Loury es un prestigioso economista e intelectual estadounidense. Un hombre negro, de opiniones conservadoras, de voz recia y mirada escéptica. Estuvo recientemente en la Universidad de los Andes como profesor en un curso de vacaciones. Al final de una de sus clases contó una anécdota esclarecedora. Loury creció en el sur de Chicago, en un barrio pobre, habitado por gente de color. Desde muy pequeño, su mejor amigo fue un vecino del barrio, un niño con quien compartía casi todo excepto una condición circunstancial: el color de su piel. Su amigo era blanco, una rareza en un barrio mayoritariamente negro. Los dos niños pasaron juntos buena parte de la infancia. Llegada la adolescencia, fueron compañeros de causa, compartieron las luchas políticas de la época. A finales de los años sesenta, los dos adolescentes asistieron juntos a una reunión de las Panteras Negras en la ciudad de Chicago. En la mitad de la reunión, el orador de turno preguntó, megáfono en mano: “¿Qué hace un blanco aquí? ¿Quién habla por él? ¿Quién responde por su presencia?…” Loury no dijo nada. Guardó silencio. No se atrevió ni siquiera a levantar la mano. Su amigo salió en silencio de la reunión. Y se retiró de su vida para siempre.

Loury cuenta esta historia porque quiere que sus estudiantes entiendan la importancia de la identidad racial, que sus opiniones sean tomadas como lo que son, como las ideas de un negro que no pretende, ni puede, ni quiere ser neutral. “Mi identidad racial no es irrelevante para el tema en cuestión, para el estudio de la condición social de los negros en mi país”, dice. Hace ya más de tres décadas, muchas ciudades de los Estados Unidos se segregaron espacialmente. Los blancos se fueron a los suburbios, llevándose consigo los empleos, las oportunidades y las buenas escuelas. En el centro quedaron los negros, atrapados física y socialmente. Para muchos negros, los empleos desaparecieron y las oportunidades se hicieron escasas e invisibles. La vida se convirtió en un ir y venir entre la informalidad y la ilegalidad. Las familias se fracturaron, el crimen se disparó y el tráfico de drogas se convirtió en la principal actividad económica de muchas áreas deprimidas.

La respuesta a este problema fue, en opinión de Loury, una vergüenza. La sociedad optó por lo fácil, por encerrar a quienes quedaron atrapados en los guetos. Los Estados Unidos se convirtieron en una nación de carceleros. Los reclusos suman actualmente más de dos millones de personas. Por cada blanco en la cárcel, hay ocho negros. Todo ocurrió no por la perversidad de unos pocos, no por la voluntad de un solo hombre o de un conjunto de políticos despiadados, sino por la renuencia de la mayoría a aceptar la culpa, la responsabilidad compartida en el surgimiento de enclaves que concentraron la pobreza, aniquilaron las oportunidades y estimularon las conductas criminales.

La historia es inquietante, muestra la facilidad con la cual una sociedad puede perder su orientación moral. Las identidades raciales, los temores de las clases medias, la pequeñez de la política, etc., produjeron, en una generación, un esperpento moral: una nación con millones de reclusos de la misma raza y una mayoría temerosa de carceleros involuntarios.

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El futuro de los caudillos

Los caudillos han vuelto con las mañas de siempre, con ambiciones de eternidad, con ansias de poder ilimitado, con intenciones de eliminar a los intermediarios: “el aire mefítico entre el gobernante y el pueblo”. Los nuevos caudillos son el resultado de la confluencia de tres factores: la desigualdad, la democracia electoral y la bonanza de los últimos años. Desde una perspectiva económica, los caudillos son agentes redistribuidores, compradores de votos con recursos públicos. La desigualdad les proporciona la clientela, la democracia les crea el mercado y el presupuesto público les confiere el poder adquisitivo. Los caudillos son monopolistas de la redistribución que no precisan de reglas, su negocio funciona mejor sin muchas restricciones.
Pero más allá de sus orígenes, los caudillos perdurarán incluso si desaparecen algunas de las condiciones objetivas que permitieron su surgimiento. Algunos no tienen salida, han creado poco a poco una disyuntiva radical: o se quedan eternamente o los sacan abruptamente. El escritor venezolano Francisco Suniaga dijo la semana anterior en el festival Malpensante que Hugo Chávez ha reconocido que tiene sólo dos destinos posibles por fuera del Palacio de Miraflores: la cárcel o el cementerio. Chávez niega en privado la posibilidad de una transición democrática. Ya es un caudillo perpetuo. Otros probablemente seguirán sus pasos.

El economista James Robinson ha propuesto informalmente una hipótesis distinta. Los caudillos fuertes —dice— no son usualmente reemplazados por demócratas o por republicanos convencidos. Todo lo contrario. Un caudillo empotrado en el poder sólo puede ser reemplazado por una figura semejante que inicialmente promete un renacer democrático pero que tarde o temprano revela su verdadera naturaleza, su esencia caudillesca. El caudillismo se alimenta a sí mismo, crea las condiciones para su propia reproducción y por lo tanto tiende a perdurar, a mantenerse por muchos años. “Las dictaduras —escribió el constitucionalista francés Benjamin Constant— no sólo son culpables de los males que infligen mientras duran. Son culpables de los males por venir, de los males que se desatan después de que han pasado”.

Una segunda reelección de Uribe, por ejemplo, podría tener efectos nocivos por muchos años. Podría llevar a una situación similar a la venezolana, a la sin salida del caudillo. O podría alternativamente propiciar el surgimiento de otro caudillo de signo contrario, pero igualmente adverso a la democracia. Con los caudillos se cumple fielmente la regularidad empírica propuesta por Antonio Caballero: el reinante es siempre peor que el depuesto. Con un corolario: si no hay sucesión, el caudillo eterno empeora continuamente con el paso del tiempo.

Pase lo que pase en Colombia, la democracia en América Latina está en crisis. Y lo estará por muchos años. Los caudillos llegaron para quedarse. Su futuro será largo y duradero. Dos siglos después de la independencia volvimos a lo mismo. Como bien escribió Bolívar al final de su vida, “no hay fe en América, ni entre los hombres ni entre naciones. Aquí los tratados son papeles; las Constituciones libros; las elecciones combates; la libertad anarquía; y la vida un tormento”.