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20 junio, 2009

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Padres e hijos

Los padres y las madres de este mundo vivimos angustiados. Estamos convencidos de que el futuro de nuestros hijos depende de lo que hagamos o dejemos de hacer. Creemos, con la confianza vanidosa de los jesuitas, que podemos convertir al niño en un adulto preparado y dispuesto para el tránsito azaroso por este planeta. Por eso, tal vez, el alboroto del Día del Padre y la alharaca del Día de la Madre, porque suponemos que estamos construyendo destinos, definiendo el futuro, decidiendo sobre la felicidad y el éxito de quienes dependen de nosotros y no pueden todavía decidir por sí mismos.

Pero la cosa es distinta. O para decirlo de una vez por todas, padres y madres somos menos importantes de lo que parece. La naturaleza aparentemente nunca nos entregó el papel de moldeadores de almas. Judith Harris, una abuela de New Jersey sin conexiones académicas, sin títulos rimbombantes, publicó hace ya más de una década un libro que cuestionó la creencia generalizada en el papel primordial de los padres. Harris causó una conmoción que aún no termina. Varios psicólogos pusieron el grito en el cielo, denunciaron indignados la herejía irresponsable de una aficionada. Pero Harris nunca dio el brazo a torcer y terminó convenciendo a muchos de los escépticos. La abuela bajó a los padres del pedestal. Y quienes pretenden encumbrarlos nuevamente parecen estar perdiendo la pelea de los argumentos.

“Dada la composición genética y dado el ambiente por fuera del hogar, el ambiente creado por los padres tiene un efecto insignificante sobre la personalidad y el comportamiento del niño más tarde en la vida”, dice Harris de manera casi desafiante. Harris usa un ejemplo brutal que resume la esencia de su escepticismo. Si un grupo de familias de clase media, unas obsesivas, otras relajadas, con hábitos distintos pero normales, decidieran intercambiar sus hijos al nacer probablemente nada pasaría, la vida de los intercambiados no se alteraría esencialmente. Los tiempos de televisión o lectura, los descuidos o desvelos típicos de las familias de clase media no son definitivos, no marcan la diferencia cuando importa, cuando los adolescentes se convierten para siempre en adultos. En suma, los genes importan, los amigos importan, los padres no mucho.

Harris menciona un interesante corolario a la tesis anterior. Los padres, sugiere, tienen usualmente una gran influencia sobre sus hijos, pues son quienes escogen sus amigos, no mediante la cantaleta o los consejos razonados, sino mediante la elección del colegio, el barrio y sus propios amigos. En últimas, los padres escogen el ambiente cultural en el que crecen sus hijos. Y este ambiente, dice Harris, es mucho más importante que las normas, las reglas y las arengas hogareñas. Los padres pueden, por ejemplo, prohibir o regular el uso de la televisión. Pero si los compañeros del colegio o los amigos del vecindario son televidentes obsesivos (como la mayoría) la prohibición será inútil, un intento fútil por nadar contra la corriente irremontable de la cultura.

Tal vez inconscientemente, Harris realiza una crítica implacable (casi devastadora) a la neurosis de muchos padres de clase media que se convierten, a veces sin darse cuenta, en entrenadores obsesivos de unos niños que no quieren empezar a competir. La levedad de la paternidad no es insoportable. Todo lo contrario: puede ser liberadora. Por eso vale la pena mencionarla hoy que celebramos, según el rito anual, las proezas de los papás.