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junio 2009

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Conversatorio

Ya cerraron las puertas. Ya todo está listo para el comienzo del espectáculo. El conversatorio, así lo llaman, congrega esta tarde casi mil personas: gerentes, ingenieros, abogados y funcionarios de alto nivel que conjuntamente administran varios puntos del PIB colombiano. En el frente del gran salón de conferencias, hay una mesa larguísima, de 50 o más metros, con varios micrófonos espaciados regularmente. En la mesa están sentados los ministros y los organizadores, todos con aire relajado pues saben por experiencia que el conversatorio tiene un solo protagonista: el Presidente de la República. Parado en su pódium personal, después de un breve saludo protocolario, el Presidente comienza la función con una demostración de seguridad: “Adelante, estoy listo”, dice antes de comenzar el conversatorio.
La mecánica es sencilla. El maestro de ceremonias, uno los organizadores, le da la palabra a uno de los asistentes quien formula en dos o tres minutos un problema técnico, un acertijo para especialistas, una pregunta concreta que demanda una respuesta precisa. El protagonista escucha con atención, toma nota concentrado, circunspecto. Y después, en frente de todo el mundo, en un acto casi circense, improvisa una respuesta inmediata. En medio del espectáculo, recordé a un computador humano que solía visitar los colegios de Medellín hace varias décadas. Nos reunían, recuerdo, en la capilla del colegio y uno por uno desafiábamos al protagonista con operaciones aritméticas de varios dígitos que éste resolvía en pocos segundos con la precisión y la celeridad de una calculadora. “Adelante, estoy listo”, decía el señor antes de comenzar la función.

Pero el ejemplo no es exacto. Esta vez, al menos, el Presidente no da pie con bola, parece desconcentrado o desconectado. Alguien pregunta por los problemas de suministro de gas en el largo plazo. Y el Presidente recita de memoria una cascada de datos irrelevantes sobre los flujos de inversión extranjera, los kilómetros de dobles calzadas, las reservas reconocidas de gas natural, etc. Al final, improvisa una respuesta genérica como por no dejar. Y así continúa el conversatorio por tres largas horas. Los especialistas plantean problemas concretos y el protagonista improvisa respuestas instantáneas. El espectáculo es casi tragicómico, un ejemplo inverosímil de administración pública, de centralización de las decisiones en una sola persona que, como si se tratase de un iluminado o de un computador humano, pretende resolverlo todo al instante y a la vista de los especialistas.

Los Consejos Comunitarios tienen, al menos, un sentido simbólico, les brindan a muchos ciudadanos anónimos un espacio para la catarsis. Pero el público que asiste a los foros gremiales acude en busca no de consuelos retóricos sino de respuestas pensadas, de aportes sustanciales. Inicialmente los conversatorios tuvieron el atractivo efímero de todo espectáculo insólito: el hombre orquesta como administrador público. Pero con el tiempo las proezas inútiles se muestran como lo que son, como una pérdida de tiempo, como una forma absurda de resolver problemas.

“Añoro cuando los presidentes venían, daban un discurso protocolario y se retiraban discretamente después de varios bostezos”, me dijo un veterano dirigente del sector con inocultable cinismo. “Así no se puede manejar un país”, me dijo otro con evidente desazón. Y ambos, sobra decirlo, tienen toda la razón.

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Padres e hijos

Los padres y las madres de este mundo vivimos angustiados. Estamos convencidos de que el futuro de nuestros hijos depende de lo que hagamos o dejemos de hacer. Creemos, con la confianza vanidosa de los jesuitas, que podemos convertir al niño en un adulto preparado y dispuesto para el tránsito azaroso por este planeta. Por eso, tal vez, el alboroto del Día del Padre y la alharaca del Día de la Madre, porque suponemos que estamos construyendo destinos, definiendo el futuro, decidiendo sobre la felicidad y el éxito de quienes dependen de nosotros y no pueden todavía decidir por sí mismos.

Pero la cosa es distinta. O para decirlo de una vez por todas, padres y madres somos menos importantes de lo que parece. La naturaleza aparentemente nunca nos entregó el papel de moldeadores de almas. Judith Harris, una abuela de New Jersey sin conexiones académicas, sin títulos rimbombantes, publicó hace ya más de una década un libro que cuestionó la creencia generalizada en el papel primordial de los padres. Harris causó una conmoción que aún no termina. Varios psicólogos pusieron el grito en el cielo, denunciaron indignados la herejía irresponsable de una aficionada. Pero Harris nunca dio el brazo a torcer y terminó convenciendo a muchos de los escépticos. La abuela bajó a los padres del pedestal. Y quienes pretenden encumbrarlos nuevamente parecen estar perdiendo la pelea de los argumentos.

“Dada la composición genética y dado el ambiente por fuera del hogar, el ambiente creado por los padres tiene un efecto insignificante sobre la personalidad y el comportamiento del niño más tarde en la vida”, dice Harris de manera casi desafiante. Harris usa un ejemplo brutal que resume la esencia de su escepticismo. Si un grupo de familias de clase media, unas obsesivas, otras relajadas, con hábitos distintos pero normales, decidieran intercambiar sus hijos al nacer probablemente nada pasaría, la vida de los intercambiados no se alteraría esencialmente. Los tiempos de televisión o lectura, los descuidos o desvelos típicos de las familias de clase media no son definitivos, no marcan la diferencia cuando importa, cuando los adolescentes se convierten para siempre en adultos. En suma, los genes importan, los amigos importan, los padres no mucho.

Harris menciona un interesante corolario a la tesis anterior. Los padres, sugiere, tienen usualmente una gran influencia sobre sus hijos, pues son quienes escogen sus amigos, no mediante la cantaleta o los consejos razonados, sino mediante la elección del colegio, el barrio y sus propios amigos. En últimas, los padres escogen el ambiente cultural en el que crecen sus hijos. Y este ambiente, dice Harris, es mucho más importante que las normas, las reglas y las arengas hogareñas. Los padres pueden, por ejemplo, prohibir o regular el uso de la televisión. Pero si los compañeros del colegio o los amigos del vecindario son televidentes obsesivos (como la mayoría) la prohibición será inútil, un intento fútil por nadar contra la corriente irremontable de la cultura.

Tal vez inconscientemente, Harris realiza una crítica implacable (casi devastadora) a la neurosis de muchos padres de clase media que se convierten, a veces sin darse cuenta, en entrenadores obsesivos de unos niños que no quieren empezar a competir. La levedad de la paternidad no es insoportable. Todo lo contrario: puede ser liberadora. Por eso vale la pena mencionarla hoy que celebramos, según el rito anual, las proezas de los papás.

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Más impuestos

Fuero casi seis años de felicidad. De 2003 a mediados de 2008, vivimos en el mejor de los mundos posibles, en un período panglossiano para usar la expresión mordaz del economista uruguayo Ernesto Talvi. En América Latina, todas las economías crecieron a tasas excepcionales; la pobreza disminuyó en los países de izquierda y en los de derecha, en los ortodoxos y en los heterodoxos; las bolsas multiplicaron su valor por cuatro y más veces; la inflación no superó los promedios históricos; las cuentas públicas pasaron del rojo al negro sin que mediaran medidas extraordinarias; en fin, la felicidad fue completa, nadie se quedó por fuera de la fiesta.

La democracia sufre de miopía, de una incapacidad casi incurable para separar lo fortuito de lo deliberado. Cuando el clima es favorable, por ejemplo, los políticos reciben la simpatía de la mayoría que siempre confunde los favores de la naturaleza con las destrezas del gobernante. Envalentonados por su suerte, los gobernantes se autoproclaman artífices de la prosperidad, dueños y señores de la situación y terminan contagiándose de la miopía de los electores. Y comienzan, entonces, a confundir lo permanente con lo transitorio, lo ordinario con lo extraordinario. Así ocurrió durante el período panglossiano.

En Colombia, el Gobierno expandió varios programas sociales con base en unos recursos extraordinarios. En un ejemplo perfecto de miopía fiscal, un gasto permanente fue financiado con recursos transitorios provenientes de un crecimiento excepcional y de unos precios exorbitantes de las materias primas. Al mismo tiempo, el Gobierno decidió devolverle al sector privado algunos impuestos con el fin de estimular la inversión. Las autoridades económicas supusieron que la situación fiscal estaba resuelta, arreglada de una vez por todas. Pero el supuesto equilibrio fiscal fue simplemente un espejismo, una ilusión nacida del período panglossiano.

Ahora el espejismo desapareció. Y comienza la travesía del desierto. El presupuesto del año 2010 tiene un faltante de financiamiento de varios billones de pesos, entre 8 y 10 según algunos cálculos preliminares. Una nueva reforma tributaria es inevitable. La plata no va a alcanzar incluso si la economía vuelve a crecer a las tasas históricas. De manera irresponsable, el Gobierno ha promovido la firma de pactos de estabilidad que eximen a muchas empresas del pago de nuevos impuestos. Estas empresas están blindadas, protegidas de lo inevitable. Y por lo tanto el ajuste vendrá por cuenta de los asalariados. O del IVA. O de ambos.

“Cuando empezaba este Gobierno —ha dicho el presidente Uribe— me decía el Banco Mundial: cuidado, Colombia está perdiendo su viabilidad financiera… a finales de agosto, principios de septiembre de 2002, el ministro Roberto Junguito me dijo que necesitaba congelar gastos por un billón de pesos”. Tristemente seguimos en lo mismo, tratando de cuadrar la caja del Estado con medidas de ocasión. El presidente Uribe todavía se queja, siete años después, de la situación fiscal que recibió en agosto de 2002. Si prosperan sus planes reeleccionistas, recibirá una situación similar en agosto de 2010. Pero ya no tendrá a quién echarle la culpa. O tal vez culpará a las circunstancias externas, a la economía mundial. Pero tarde o temprano los electores le cobrarán la desaparición de su suerte, el final abrupto del mejor de todos los mundos posibles.

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El poder de la estupidez

En las discusiones públicas y en las conversaciones privadas los políticos son usualmente clasificados en dos categorías morales: los buenos y los malos. Los buenos políticos incrementan el bienestar de un grupo de individuos sin causarle daño a nadie. Los malos usan el poder para su propio beneficio y hacen daño en la búsqueda egoísta del lucro personal. Pero esta clasificación es incompleta, deja de lado una categoría esencial, excluye erróneamente a los políticos estúpidos: los que hacen daño sin conseguir nada a cambio. Los malos políticos disminuyen el bienestar colectivo, pero no la hacen en vano, al menos consiguen una ganancia personal. Los políticos estúpidos crean problemas sin razón aparente.

Hace ya varios años, el historiador y economista italiano Carlo M. Cipolla formuló las leyes fundamentales de la estupidez humana. La primera ley postula que en general subestimamos el número de personas estúpidas en circulación. La cuarta que en muchos casos minimizamos el daño causado por la estupidez. En la política, específicamente, tendemos a pensar que la perversidad o la corrupción son las causas de todos los males. Olvidamos que muchos problemas pueden tener una explicación más sencilla: la estupidez. Los actos corruptos son denunciados todos los días. Los estúpidos casi nunca son expuestos o comentados. Esta omisión puede ser muy costosa. La quinta ley fundamental de Cipolla postula que los segundos son más dañinos que los primeros.

Sea como fuere, los políticos estúpidos merecen una mayor atención por parte de los medios de comunicación. Esta columna es resultado de esa convicción. El Concejo de Bogotá aprobó esta semana un proyecto liderado por la concejal o concejala Ángela Benedetti, según el cual todos los documentos oficiales deben usar el mal llamado lenguaje incluyente. En sus pronunciamientos públicos, los funcionarios y los comunicadores distritales deben también obedecer el mandato feminista. “Es necesario —explicó Benedetti con una extraña locuacidad— promover una cultura en las ciudadanas y los ciudadanos de Bogotá para superar estas barreras y promover el uso de un lenguaje incluyente… y superar las barreras que impiden una total realización de la mujer como sujeto de derechos”.

Este proyecto hará aún más ininteligibles los documentos oficiales. Y contribuirá a la trivialización de la política social, a la subordinación del contenido a las formas políticamente correctas, como lo sugiere, por ejemplo, la alusión a los sujetos (y sujetas) de derechos. Muchos funcionarios parecen suponer que la enunciación reiterada de los derechos sociales garantiza su cumplimiento. Finalmente, el proyecto contribuirá a la degradación en el uso del lenguaje: las declaraciones de Ángela Benedetti, citadas anteriormente, hablan por sí solas. Pero hay más. Hace unos meses, un político de izquierda, intimidado por los imperativos feministas, comenzó un discurso soso, todo forma, nada fondo, con un saludo cordial “a los y las personas en la sala”.

Carlo M. Cipolla mencionó varias veces a las feministas militantes como un buen ejemplo de su teoría de la estupidez: no parecen movidas por un impulso maquiavélico o por una estrategia perniciosa, pero terminan haciendo daño. Ensuciando el mundo. Confundiendo las prioridades. No deberían, como dijo el poeta, molestarse, molestándonos.