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mayo 2009

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El gran debate

Ha sido el debate económico más intenso del año. Nada tiene que ver con la crisis internacional, con el futuro del capitalismo o con el desplome del socialismo del siglo XXI. Concierne a un tema en apariencia menor: la eficacia de la ayuda externa en África. En Colombia, el debate ha pasado desapercibido. Aquí estamos en otro cuento, ocupados de la política interna, de las declaraciones del presidente Uribe, quien paradójicamente pretende clausurar el debate económico, “crear conciencia sobre la necesaria estabilidad de las normas laborales y tributarias”, como si en este país ya se hubiera hecho todo lo que había por hacer.

De un lado de la discusión sobre el futuro de África están los nuevos misioneros, los bienpensantes del desarrollo encabezados por el cantante Bono y el economista Jeffrey Sachs. Los misioneros piensan que el atraso de África es un resultado de la lluvia, de los mosquitos, del clima, de la latitud; en fin, de una serie de factores exógenos que sólo pueden remediarse con ayuda externa. El atraso, sugieren los misioneros, es un asunto moral, una responsabilidad de los hombres blancos que tienen en sus manos (o mejor, en sus bolsillos) el remedio para el sufrimiento de cientos de millones de personas. Cambiar el mundo requiere, en últimas, enfilar los corazones, despertar a los indiferentes, levantar a los aletargados, etc. La tarea perfecta para un cantante de rock.

Del otro lado del debate están los escépticos encabezados, entre otros, por el economista William Easterly y la banquera de inversión africana (convertida en antipredicadora) Dambisa Moyo, autora de un libro sobre ayuda externa que tiene, al menos, el mérito de haber encendido la polémica. Los malpensantes dudan de la influencia de la geografía y ponen el dedo en una llaga más dolorosa: los malos gobiernos y la corrupción. La ayuda externa, dicen, es inocua en el mejor de los casos y perjudicial en el peor; termina muchas veces alimentando la corrupción y les quita a los africanos un papel esencial: el de protagonistas de su propio destino. “Nunca —escribió Moyo recientemente— los políticos o funcionarios africanos ofrecen una opinión sobre lo que debería hacerse… Esta importante responsabilidad ha sido delegada, para todos los propósitos prácticos, en unos músicos que no viven en África”.

Sachs ha acusado a Moyo de crueldad: “recibió varias becas para estudiar en Oxford y Harvard, pero no ve nada de malo en quitarle diez dólares en ayuda a un niño africano para un anjeo antimalaria”. Moyo, por su parte, ha acusado a Sachs de falta de honradez intelectual, de promover una teoría del desarrollo superficial y en últimas contraproducente: “los africanos no necesitamos simpatía: necesitamos empleo”, ha dicho repetidamente.

Esta polémica es relevante para la discusión nacional, cada vez más urgente, sobre las causas del atraso de algunos departamentos o regiones colombianas. Mayores recursos son seguramente necesarios. Pero la ayuda es insuficiente cuando las causas del atraso son institucionales, no simplemente geográficas. Como bien ha escrito William Easterly, “Mugabe le ha hecho más daño a Zimbabue que los mosquitos”.

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Uribemanía

Entre lunes y viernes de la presente semana, este diario publicó 45 columnas de opinión. Sesenta por ciento aproximadamente, 28 de las 45, mencionaron explícitamente al mismo personaje, al objeto de la obsesión nacional, al presidente Álvaro Uribe. En la edición del martes, por ejemplo, las noticias y las columnas parecían todas variaciones —a veces insólitas— sobre el mismo tema: “Uribe debe quedarse”, “Los uribistas son brutos”, “Que se tenga de atrás Uribe”, etc. Pero la uribemanía no es sólo un capricho de El Espectador. De las 33 columnas publicadas en la edición impresa del diario El Tiempo en los primeros cinco días de esta semana, la mitad tenía que ver con Uribe. En la Colombia de hoy, la opinión es la misma noticia.

Históricamente este país ha vivido obsesionado con el mandatario de turno, con sus palabras y sus silencios, con sus acciones y sus omisiones. “En Colombia, el Presidente lo es todo. Colombia nada es sin él. Él es el presente, él es el pasado, él es el porvenir. Él es el que parte el pan y él es el que sirve el vino”, escribió el novelista Fernando Vallejo en Años de indulgencia. Pero esta obsesión inveterada ha crecido dramáticamente con el presidente Uribe. El archivo electrónico del diario El Tiempo permite cuantificar la cuestión. En 1996, en medio del escándalo del proceso 8.000, El Tiempo publicó 2.490 noticias y artículos de opinión que mencionaban al presidente Ernesto Samper. En 1999, en medio de las vicisitudes del proceso de paz con las Farc, publicó 1.742 notas que aludían al presidente Andrés Pastrana. El año anterior, en medio de la controversia reeleccionista y los escándalos judiciales, publicó 5.104 noticias y columnas que mencionaban al presidente Álvaro Uribe. En suma, Uribe duplica a sus predecesores.

Paradójicamente la obsesión con Uribe ha crecido con el transcurrir de su mandato. En el pasado la prensa iba perdiendo gradualmente el interés en el mandatario de turno. Como en el amor, el encanto inicial se convertía con los años en indiferencia postrera. En números redondos, Samper comenzó con 1.600 noticias anuales en El Tiempo y terminó con 1.200, Pastrana arrancó con 2.300 y concluyó con 900, Uribe inició con 2.100 y ya va en 5.100 notas anuales. Cada año, Uribe monopoliza más y más la atención de periodistas y opinadores (incluida la de quien escribe).

Desde hace una década, cada semestre, juego con mis estudiantes un ejercicio de coordinación. Escojo una pareja al azar y les pido que, sin comunicarse entre sí, escriban el nombre de un personaje de la vida nacional en una hoja de papel. Si escriben el mismo nombre, ambos ganan un pequeño premio, unas cuantas décimas en una de las evaluaciones semestrales. En los últimos años, el juego ha perdido sentido, se convirtió en un ejercicio trivial. Todos los estudiantes, sin excepción, escriben el mismo nombre: “Álvaro Uribe”. Sobra decirlo, el Presidente se convirtió en un punto focal casi obvio, en un protagonista apabullante de la vida nacional.

El último capítulo del reality de la política colombiana tiene un título extraño: La encrucijada del alma. Ya vendrán cientos de opiniones sobre la duda presidencial. Los analistas especularán sin límites sobre la estrategia o la psicología del presidente Uribe. Yo sólo espero que la ridiculez de este asunto conduzca al hastío, a la mengua de la uribemanía, al fin de la neurosis nacional. Llegó la hora de reducir a Uribe a sus justas proporciones.

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Seguridad sin plata

La financiacipon de la política de seguridad democrática ha suscitado un debate intenso y a veces confuso. Inicialmente el banquero Luis Carlos Sarmiento llamó la atención sobre la necesidad de contar con una fuente permanente de ingresos que sustituya el impuesto al patrimonio. “Todos debemos pagar por la seguridad”, dijo. Seguidamente el presidente Uribe reiteró la importancia de “una renta permanente para seguir financiando la seguridad y poder derrotar todas las raíces del terrorismo, de la violencia, en nuestro país”. Los alcaldes de las principales ciudades del país apoyaron la iniciativa presidencial, pero pidieron una recomposición del gasto militar. Más que soldados en la selva, insinuaron, necesitamos policías en las calles.

El debate de marras tiene dos partes. La primera concierne al tamaño del gasto militar. O más específicamente, a la ausencia de una explicación precisa sobre las necesidades de gasto del Ministerio de Defensa. “¿Dónde está la demostración presupuestal de que esto efectivamente se necesita?”, preguntó esta semana el ex ministro Juan Camilo Restrepo. Pero más allá de las dudas y de la falta de claridad del Gobierno, es improbable que el gasto militar disminuya sustancialmente durante los próximos años. Si acaso, deberíamos esperar una recomposición del gasto, un mayor énfasis en la seguridad ciudadana. Pero no una reducción significativa de los montos reales. En suma, el gasto militar se mantendrá seguramente en los niveles actuales, en los 14 y tantos billones de pesos anuales.

La segunda parte del debate es más compleja. Tiene que ver con el equilibrio de las cuentas fiscales. El tema de fondo no es cómo sustituir el impuesto al patrimonio, sino cómo llenar el previsible hueco fiscal. En esencia, el presidente Uribe está reconociendo, así sea de manera indirecta, la existencia de un desequilibrio en las cuentas públicas más allá del año 2010. Su tercer período podría empezar en rojo, con un faltante presupuestal que requiere, por definición, un recorte de gastos o un aumento de impuestos.

Si aceptamos —como lo ha hecho el presidente Uribe— que las cuentas futuras no cuadran, que falta plata o sobran gastos, surgen de inmediato varias preguntas. ¿Cómo justificar, por ejemplo, los pactos de estabilidad tributaria (que eximen a los firmantes del pago de nuevos impuestos) cuando el mismo Gobierno reconoce que no ha alcanzado la estabilidad fiscal? Uno no debería atarse las manos, dice el sentido común, cuando sabe o sospecha que tendrá que nadar para no ahogarse. ¿Cómo justificar las generosas exenciones (en particular los cuantiosos descuentos a la inversión) cuando el mismo Presidente reconoce la necesidad de más o mayores rentas? Uno no debería, dice también el sentido común, regalar lo que no tiene.

En últimas, este debate sugiere que la seguridad democrática (basada en un aumento permanente del gasto militar) es incompatible con la confianza inversionista (basada en un incremento sustancial y permanente de las exenciones tributarias). Ya el presidente George W. Bush intentó algo parecido. Decidió, hace unos años, regalar impuestos en medio de una guerra muy costosa. Los resultados fueron desastrosos. Ahora el presidente Uribe está haciendo lo mismo. Y los resultados, esperaría uno, no tendrían por qué ser diferentes.

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La política y la guerra

“En Colombia estamos ya en guerra, es decir, en campaña”, escribió esta semana José Obdulio Gaviria. Los buenos políticos, insinuó, son en esencia guerreros: “no es por casualidad que los grandes de un arte lo fueron del otro: Alejandro, Julio César, Napoleón, Bolívar…”. En opinión del ex asesor e ideólogo, convertido ya en aspirante a legislador, la política implica el enfrentamiento intenso de fuerzas antagónicas, el conflicto sin atenuantes entre los dueños y los viudos del poder. La política es, en suma, un juego de suma cero: la ganancia de unos es la pérdida de los otros. Y viceversa.

Es imposible leer a José Obdulio Gaviria sin pensar en Carl Schmitt, uno de los ideólogos del Nacional Socialismo alemán, creador de buena parte del cuerpo de doctrina del fascismo y defensor vehemente de la acumulación de poder en cabeza del Ejecutivo, la única rama del poder público que, en su opinión, reflejaba la voluntad popular. Schmitt creía, como José Obdulio, que la política era una guerra sin cuartel. La moral, escribió, se ocupa del bien y el mal; la estética, de lo bello y lo feo; la economía, de lo rentable y lo ruinoso. En la política, por su parte, la distinción fundamental es entre los amigos y los enemigos; entre el uribismo y el antiuribismo, diría José Obdulio.

Como escribió recientemente el politólogo Alan Wolfe, Schmitt consideraba que los liberales, los partidarios del poder restringido, eran idiotas útiles de los enemigos del Estado. La separación de poderes le parecía no sólo inconveniente, sino también peligrosa. “La excepción —escribió— es siempre más interesante que la regla”. En su opinión, el ejercicio del poder consistía no tanto en seguir unas reglas definidas de antemano, como en decidir cuáles reglas deben cumplirse y cuáles no. En otras palabras, el presidente en ejercicio debería tener el monopolio absoluto sobre la última decisión. En la ideología de Schmitt, las reglas no restringen el poder. Todo lo contrario: el poder determina la vigencia de las reglas. Y la voluntad del vencedor en la lucha política tiene primacía sobre las leyes y la Constitución.

La política, cabe decirlo de una vez, no tiene que ser una guerra. El parlamento no es un campo de batalla. El poder no es una cuestión de todo o nada. La política puede entenderse incluso como lo opuesto a la guerra, como una forma de canalizar las pasiones violentas y dirimir pacíficamente la pugna entre ideas contradictorias. La distinción es importante. La asociación de la política con la guerra no es meramente un símil equivocado. Históricamente quienes han creído que la política es equivalente a la guerra han terminado atrapados en la inercia del belicismo, en la dinámica envolvente de la conflagración armada.

Si nos atenemos a lo escrito por José Obdulio Gaviria, una nueva reelección del presidente Uribe implicaría cuatro años más de polarización deliberada y de subordinación de las reglas de juego a la voluntad del Ejecutivo. Todo en nombre de un cuerpo de doctrina prestado del fascismo y aplicado al pie de la letra en un país que lleva ya muchos años, demasiados, sin duda, tratando de diferenciar la política de la guerra.

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Intoxicación ideológica

El escritor bogotano Mario Mendoza, de 45 años, publicó el pasado mes de abril su séptima novela, Buda Blues. “Quizás es mi novela de mayor choque, de mayor fuerza”, dijo Mendoza en una entrevista reciente. “Un desgarrador aullido contra la sociedad y la especie, contra la desigualdad y la brutalidad, contra el capitalismo y sus vergüenzas, contra el American way of life, contra las convenciones”, dice la contracarátula de la novela. Sin ambigüedades, de frente, Mendoza ha expresado su propósito de hacer crítica social, de darle a su narrativa un contenido político, de combatir, desde la escritura, “el centro, la oficialidad y el interior del establecimiento”.
Intrigado (e instigado al mismo tiempo) por las opiniones políticas de Mendoza, decidí leer la novela. Me encontré de inmediato con una total falta de ironía, de humor, de escepticismo. El autor no logra separarse, diferenciarse de las opiniones (muchas veces absurdas) de los protagonistas. Uno de ellos es un profesor de sociología que un día cualquiera recibe una notificación de Medicina Legal conminándolo a dirigirse a la morgue con el fin de reconocer el cadáver de Rafael, un tío del que nada sabía hacía ya mucho tiempo. Rafael, un erudito insatisfecho, pasó los últimos días de una vida misteriosa en un inquilinato, rodeado de miles y miles de libros en varios idiomas, anotados todos en el lenguaje original.
Rafael condensó la totalidad de su erudición, de sus miles de lecturas en muchos idiomas, en un documento de cuarenta páginas que, vaya ironía, parece una muestra típica de marxismo de bachillerato: “las telenovelas, los seriados televisivos, los noticieros de radio que siempre mienten…, el concepto de belleza anoréxico y famélico…, el consumismo aberrante, el arribismo, la xenofobia creciente…, todo está perfectamente armado para que cada uno de nosotros caiga en la trampa y empiece a comportarse como los otros, a pensar lo mismo, a sentir lo mismo, a soñar lo mismo”. El profesor de sociología, supuestamente entrenado para apreciar los matices, queda inmediatamente descrestado con la perorata de su tío. Ciego ante la ironía, no se da cuenta del absurdo, de la erudición convertida en lugar común, de la literatura transmutada en un panfleto adolescente, y termina repitiendo el mismo discurso infantil y buscando refugio en el budismo zen.
La falta de ironía aqueja al tío, al sobrino y al autor, quien nunca trata de separarse del disparate. El novelista Juan Gabriel Vásquez ya había notado la carencia de ironía en los foristas que diariamente intercambian insultos en la prensa colombiana. Pero el mismo problema aqueja a muchos de nuestros escritores e intelectuales, que parecen haber perdido el sentido del humor, la capacidad de dudar de sus propias convicciones. Resulta representativo que, en la novela de Mendoza, la literatura universal sirva no para apreciar los matices, para entender la complejidad del mundo, sino para todo lo contrario, para alimentar una ideología gastada: “todos somos piñones de una gigantesca maquinaria”.
Buda Blues contiene, creo yo, una gran lección. La falta de ironía produce mala crítica social y mala literatura. “Fundaremos una religión donde abandonaremos el yo para unirnos a los otros en un gran abrazo musical”, dice uno de los protagonistas al final de la novela. Y este desvarío se debe, supone uno, a la falta de humor y a la intoxicación ideológica.