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25 abril, 2009

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La riqueza estúpida

Hace ya casi un siglo, el economista austriaco Joseph A. Schumpeter llamó la atención sobre la importancia de los empresarios, de aquellos que combinan la creatividad y la enjundia, y triunfan a pesar de los caprichos de la burocracia y la interferencia del Estado. Los empresarios schumpeterianos son héroes insatisfechos, rebeldes con causa que amasan grandes fortunas por cuenta de su creatividad. Su riqueza produce alguna desazón (la envidia instintiva de la especie) pero no genera un resentimiento generalizado pues la mayoría la considera una recompensa natural a unas habilidades extraordinarias.

Pero no todos los empresarios se ajustan al mito schumpeteriano. Todos buscan multiplicar su riqueza pero algunos lo hacen ya no explotando unas habilidades extraordinarias sino unos privilegios excepcionales. En muchos países, la enjundia innovadora deja de ser determinante y las buenas conexiones se vuelven fundamentales. Las decisiones púbicas (un arancel que se decreta, un monopolio que se concede, un contrato que se otorga, etc.) se convierten, entonces, en las causas primordiales del enriquecimiento, y la mayoría comienza, con razón, a sospechar de la riqueza, a percibirla como ilegitima o, en el mejor de los casos, como inmerecida.

Cuando el Estado adquiere un papel preponderante en la determinación del éxito económico, la gente intuye que el juego está arreglado de antemano, que la riqueza poco tiene que ver con las habilidades de los individuos y que el mito shumpeteriano del empresario heroico es en últimas una falsedad. El sistema pierde, entonces, legitimidad, con consecuencias potencialmente desastrosas. El populismo, por ejemplo, siempre ha florecido en los sistemas desprestigiados, percibidos mayoritariamente como injustos. “El gobierno —escribió hace un tiempo la revista inglesa The Economist—debe ser el árbitro, el contrapeso de los intereses privados. Si permite o estimula que las compañías privadas o los individuos adinerados lo manipulen, corre el riesgo de estirar la confianza en la democracia hasta el punto de rompimiento”.

En Colombia, la llamada Confianza Inversionista, basada en buena medida en el otorgamiento de privilegios, de favores y ayudas estatales, ha aumentado el poder discrecional del Estado. El escándalo de estos días, que involucra a los hijos del Presidente de la República, pone de presente los problemas que surgen cuando los empresarios nacen, crecen y se reproducen a la sombra del Estado. Probablemente miles de personas se han enriquecido en los últimos años por cuenta de decisiones burocráticas. Paradójicamente la Confianza Inversionista podría terminar menoscabado la confianza en la democracia y la credibilidad de las instituciones. “Nada corrompe más la sociedad que la desconexión entre el esfuerzo y la retribución” dijo Keynes hace ya muchos años.

No toda la riqueza genera resentimiento. “Los pobres sólo odian la riqueza estúpida” escribió Nicolás Gómez Dávila con evidente crudeza. La esencia de todo este escándalo, más allá de los personajes y los apellidos, es que las políticas económicas en Colombia promueven, cada vez con mayor fuerza, la acumulación de riqueza estúpida.