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19 abril, 2009

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Diatriba

Esta semana tuvo lugar en el recinto del Congreso de la República un foro sobre asuntos económicos. Varios académicos fuimos invitados a exponer nuestras opiniones sobre las repercusiones de la crisis internacional. Muchos de los participantes hicimos énfasis en el tema del empleo. Mostramos, por ejemplo, que la ocupación crece lentamente en los buenos tiempos y decrece rápidamente en los malos. Y señalamos la necesidad de una reforma de fondo que disminuya los impuestos al trabajo y elimine las exenciones a la inversión, esto es, una reforma que corrija el ostensible sesgo antiempleo de nuestro sistema tributario.

El ministro de la Protección Social, Diego Palacio, fue el encargado de responder a las críticas aludidas y de explicar la política de empleo. Inicialmente el Ministro felicitó con algo de pomposidad a los organizadores del foro. Luego mencionó, en su orden, la importancia de la Seguridad Democrática y la confianza inversionista, el desacreditado plan de choque de 55 billones y una anécdota insulsa sobre los call centers de Manizales. Finalmente señaló que las entidades territoriales comparten con el Gobierno Nacional la responsabilidad en el tema del empleo. El Ministro no respondió las críticas. No intentó siquiera una descripción superficial de una política coherente. Se dedicó en esencia a la recitación inercial de lugares comunes y eslóganes insustanciales.

La actitud del ministro Palacio sugiere no tanto el desconocimiento como el desinterés por los asuntos en cuestión. Yo no hablaría de ignorancia, sino de una mediocridad desafiante, de la desfachatez de quien no sabe y no le importa. No es la ignorancia ignorante de sí misma la que caracteriza al ministro Palacio: es la ignorancia vanidosa, apoltronada cómodamente en la arrogancia de las mayorías. La administración pública es una tarea compleja, llena de dificultades. Y por lo tanto no siempre la sapiencia de un ministro redunda en mejores decisiones. Pero los buenos ministros enaltecen la democracia, mejoran la calidad del debate, no necesariamente hacen las discusiones más productivas, pero sí más interesantes. Los malos ministros, por el contrario, degradan la democracia, anulan la controversia a punta de evasivas y lugares comunes.

Al final de su intervención, el ministro Palacio utilizó un argumento representativo de su talante. Muchos economistas que critican la política de empleo, dijo, jamás han creado un solo puesto de trabajo en sus vidas. Esta exaltación del empirismo vulgar revela el desprecio del Ministro por el conocimiento, por quienes han dedicado tiempo y esfuerzo a estudiar las complejidades del empleo y la política social. Llevado a un extremo, este argumento implica que el estudio de la economía es innecesario, que toda una tradición intelectual puede rechazarse sin mayor discusión, con el único argumento de que sus creadores no tuvieron la supuesta experiencia iluminadora de pagar una nómina. El pragmatismo barato, uno sospecha, sirve en este caso para disfrazar el desconocimiento y la inseguridad intelectual.

El problema del empleo es el mayor problema de la economía colombiana. Pero el ministro Palacio, el responsable del asunto, no parece interesado en el fondo del problema. Como se demostró esta semana, habla simplemente por hablar y saborea su ignorancia con un desenfado que resulta francamente ofensivo.