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1 febrero, 2009

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Relaciones adolescentes

Barack Obama ha puesto a pensar al mundo, ha estimulado el debate, el intercambio de puntos de vista. Los latinoamericanos, por ejemplo, hemos vuelto a preguntarnos sobre el futuro de nuestras relaciones con los Estados Unidos. Muchos analistas han anticipado que no seremos una prioridad para el nuevo gobierno, que debemos resignarnos a ser un actor secundario en el drama por capítulos de la geopolítica mundial. Otros han ido más allá y han previsto, con razonado escepticismo, que nada cambiará, que las jugadas del imperio obedecen a una lógica invariable, que el nuevo presidente de los Estados Unidos es sólo un ornamento, un accidente de la coyuntura que no modificará la esencia de nuestras relaciones internacionales: ellos arriba y nosotros abajo.

Pero, como afirmó recientemente el historiador Carlos Malamud, los analistas suponen que las relaciones de América Latina con los Estados Unidos son de una sola vía, de allá para acá, de arriba hacia abajo. “Si bien —dice Malamud— se sigue denostando a los Estados Unidos y a los constantes errores que comete en su relación con América Latina, los lamentos son constantes cuando el gobierno de turno da la espalda a la región. El problema de fondo sigue siendo el de siempre: los gobiernos latinoamericanos siguen sin saber lo que ellos quieren de Washington”. En lugar de insistir en los reclamos abstractos, los latinoamericanos deberíamos definir de una vez por todas qué queremos de los Estados Unidos, a qué tipo de relación aspiramos.

Los latinoamericanos hemos tenido a lo largo de nuestra historia demandas contradictorias en relación con los Estados Unidos. Caímos hace tiempo en una suerte de compulsión adolescente. Reclamamos simultáneamente independencia y atención: “déjennos solos, pero quiérannos mucho”. En días pasados, el ex presidente del Brasil Fernando Henrique Cardoso llamó la atención sobre la necesidad de superar la adolescencia, de construir una relación más madura con los Estados Unidos. “América Latina —dijo— ya pasó el momento en que necesitaba asistencia, ayuda de los Estados Unidos. Es la política global americana la que tiene que cambiar para que sea beneficioso para nosotros”. Cardoso hizo un inventario escueto de lo que deberíamos pedirle a los Estados Unidos: una visión más diversificada del mundo, una mayor apertura a nuestras exportaciones y una política menos dogmática, más abierta y compartida en el problema de las drogas. Eso es todo.

Las opiniones de Cardoso no son nuevas. Hace ya casi cincuenta años, con motivo del lanzamiento de la Alianza para el Progreso por parte del presidente Kennedy, el economista Albert Hirschman escribió más o menos lo mismo. Hirschman cuestionó la conveniencia de la ayuda externa, de los variados “esquemas de colonización en selvas lejanas”. Y planteó la necesidad de escoger entre la alianza y el progreso, entre la sumisión interesada y la cooperación horizontal, mutuamente beneficiosa. Deberíamos, dijo, aspirar a convertirnos en socios del desarrollo más que en aliados ideológicos o en enemigos retóricos apegados a una dignidad mal entendida.

En Colombia, el Gobierno y la oposición parecen empeñados en un juego adolescente, en coleccionar amigos, compinches ideológicos en la nueva administración. Ninguno habla de lo fundamental, de la necesidad de construir unas nuevas relaciones con los Estados Unidos basadas en una cooperación respetuosa, distante y constructiva.