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enero 2009

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Plan de Choque

La noticias económicas pasaron esta semana a un segundo plano en medio de la obamanía, de la avalancha de noticias internacionales. Pero los lectores acuciosos de la prensa colombiana seguramente notaron la contradicción aparente, la diferencia (en tono y sustancia) entre lo dicho, al comienzo de la semana, por el Ministro de Hacienda y lo manifestado, días más tarde, por la Directora del Departamento Nacional de Planeación. Las noticias económicas suelen ser confusas. Pero la confusión se multiplica cuando las autoridades económicas presentan cifras engañosas, recurren a la contabilidad creativa, a los artilugios aritméticos para ensombrecer la realidad.

“Hueco fiscal de 5,5 billones de pesos en 2009, anuncia el Ministro de Hacienda”, reportaron los diarios económicos al inicio de la semana. En una rueda de prensa, el Ministro de Hacienda manifestó, con cifras en la mano, que la desaceleración de la economía y la devaluación de la moneda descuadraron las cuentas fiscales y obligaron al Gobierno a recortar el gasto (en 2,5 billones) y a aumentar el déficit (en 3,0 billones). El Ministro no anunció nuevos gastos, ni planes de choque, ni grandes inversiones. Simplemente afirmó, en tono prudente, que confiaba en que las obras de infraestructura presupuestadas, decididas mucho antes de la crisis mundial, pudieran ejecutarse sin contratiempos.

“Plan de choque por 55 billones de pesos en 2009, anuncia la Directora de Planeación”, titularon los mismos diarios a mediados de la semana. En un comunicado oficial, la Directora de Planeación presentó un largo inventario de obras de infraestructura (públicas y privadas) que, supuestamente, constituyen la respuesta del Gobierno a la crisis mundial. La contradicción entre las dos noticias es evidente. Mientras el Ministro de Hacienda reitera la intención de recortar el gasto, la Directora de Planeación anuncia un gran plan de inversiones en infraestructura. El primero predica la prudencia, la segunda promociona la exuberancia. Y los lectores acuciosos se preguntan qué puede estar pasando.

Lo qué está pasando es muy sencillo. El promocionado plan de choque, la supuesta respuesta a la crisis mundial, es un refrito, una sumatoria engañosa de inversiones decididas antes de la crisis y de proyectos privados que poco o nada tienen que ver con las decisiones del Gobierno. No es que el Plan de Inversiones sea poco realista, como afirmó el diario El Tiempo esta semana, es que es mentiroso. El plan no está diseñado para salvar la economía, sino para confundir la opinión. Uno no puede, por simple lógica, decir que inversiones públicas planeadas y presupuestadas antes de la crisis internacional son una respuesta, una reacción meditada a la misma crisis. O argumentar que las inversiones del sector privado hacen parte de la estrategia del Gobierno. Si uno comienza a inflar las cuentas del plan de choque con inversiones privadas, corre el riesgo de confundir las causas y los efectos, las políticas y los resultados.

Todos los gobiernos mienten. El problema surge cuando las oficinas técnicas, en lugar de aportar soluciones, se convierten en oficinas de prensa; cuando la tecnocracia, en lugar de resolver los problemas, se dedica a maquillarlos; cuando el diseño de la política pública comienza, como en este caso, a confundirse con la demagogia, con la distorsión deliberada de la realidad en servicio de un interés político.

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Licencias poéticas

Esta semana, el poeta William Ospina publicó un ensayo en tres partes (1, 2 y 3) sobre los logros y los extravíos de la revolución cubana. Ospina repite casi al pie de la letra la historia oficial, contada, como es usual, en tres capítulos: el pasado indigno de la dominación imperial, el presente heroico de las dificultades materiales y el futuro promisorio de un pueblo que ama su revolución. Pero el ensayo es más interesante por lo omitido que por lo enunciado.Los silencios del poeta son más elocuentes que sus palabras. William Ospina no hace ninguna alusión al acoso sistemático sufrido por los intelectuales y artistas cubanos que se atreven a pensar distinto, a las restricciones a la libertad de expresión que han imperado por décadas en la isla, a las arbitrariedades de un Estado policial e intolerante.

El silencio del poeta es extraño. Inexplicable. Hace apenas unas semanas, Ospina escribió una denuncia vehemente contra las intenciones (aberrantes, por cierto) de la Fiscalía de enjuiciar a la dramaturga Patricia Ariza. “Aunque sea torpe y absurdo el cuento que te han montado —escribió Ospina en tono epistolar— no significa que no sea peligroso, en un país donde tanta gente se ha visto arrojada al exilio por sus opiniones”. “Esas campañas de hostigamiento no dejan de ser el homenaje que la barbarie le rinde a la inteligencia, que los inquisidores les rinden a los espíritus libres…”, reiteró el poeta. En Cuba, mucha gente ha sido encarcelada por sus opiniones, los espíritus libres han sido perseguidos por inquisidores uniformados, la barbarie ha conspirado contra la inteligencia, etc. Pero el poeta no se inmuta, su solidaridad parece parcelada por los límites artificiales de la ideología.

Ospina olvidó la lección de su maestro, Estanislao Zuleta, quien invitaba a sus discípulos a seguir los preceptos del racionalismo, a ser consecuentes en sus opiniones. Si el acoso estatal es malo en Colombia, tiene que ser malo en Cuba, donde hay más periodistas encarcelados que en cualquier otro país con la excepción de China. Si el acoso torpe a Patricia Ariza es condenable, el hostigamiento sistemático al poeta cubano Raúl Rivero tiene que serlo aún más. “¿Qué buscan en mi casa estos señores?”, pregunta Rivero. Y él mismo responde: “Ocho policías / en mi casa / con una orden de registro, / una operación limpia, / una victoria plena / de la vanguardia del proletariado / que confiscó mi máquina Cónsul, / ciento cuarenta y dos páginas en blanco / y una papelería triste y personal / que era lo más perecedero /que tenía ese verano”.

Pero Ospina no parece preocupado por estos asuntos policiales. “Tal vez el problema principal de Cuba no es de gobierno sino de recursos”, dice sin ambages. Como si las restricciones a la libertad fuesen un asunto de plata, una fatalidad económica más que una política deliberada. La omisión de los excesos del régimen cubano revela, creo yo, una sensibilidad impostada. Las expansiones líricas del poeta, tan frecuentes, parecen, entonces, arrebatos publicitarios hechos a la medida de una ideología, de un partido. En últimas, el poeta mostró esta semana que, después de todo, se siente a gusto en el papel modesto de propagandista.

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En defensa de Petro

¿Puede un senador de izquierda a llegar a un acuerdo programático, a un entendimiento parcial con un católico recalcitrante? ¿Puede un miembro de la oposición tener una colaboración constructiva con los partidos de la coalición oficialista? La mayoría de los comentaristas políticos colombianos han respondido negativamente a los dos interrogantes planteados. Casi todos han fustigado al senador Gustavo Petro por su intención de ampliar el círculo, de propiciar un diálogo preliminar con sus adversarios ideológicos. Petro, dicen, ha renunciado a sus principios. Lo suyo, insisten, más que una concesión, es una abdicación.

Muchos columnistas nacionales sufren de lo que podría llamarse un exceso de suspicacia. Para ellos, los acuerdos suprapartidistas son imposibles. O mejor, sólo son concebibles los acuerdos burocráticos, las transacciones odiosas de puestos y contratos. “Sólo les importan los puestos…, no los principios liberales”, escribió recientemente Ramiro Bejarano. Practican “la penosa gimnasia pragmática de olvidar sus principios y obtener puestos y ventajas”, afirmó Daniel Samper. “Los partidos de la oposición se comprometieron mayoritariamente con este personaje a cambio de cupos en la Procuraduría”, reiteró Cecilia Orozco. En la política colombiana, se supone, sólo hay acuerdos de intereses. Los entendimientos programáticos son imposibles de antemano.

Para la mayoría de los comentaristas, todo acuerdo representa una renuncia, una traición a las convicciones propias por cuenta de apetitos clientelistas o ambiciones personales. Toda negociación es considerada sospechosa, éticamente cuestionable. La buena política es definida (implícitamente) como la lucha infatigable entre ideas o doctrinas mutuamente excluyentes. La confrontación es encomiada, vista como la adhesión honesta a unos principios irrenunciables. Y la lucha política es puesta por encima de la tolerancia y la civilidad. Los críticos de Petro se sienten, por lo tanto, con el derecho de recurrir a los golpes bajos. Mencionan de manera oportunista su pasado violento, pretendiendo insinuar que la violencia y los acuerdos políticos hacen parte del mismo patrón inaceptable.

Pero Gustavo Petro sólo está actuando de manera razonable. Una actitud razonable, argumenta el filósofo John Rawls, debe ser flexible y debe propiciar, al mismo tiempo, la cooperación constructiva. Debe dejar atrás la presunción de que todas las ideologías son excluyentes, el supuesto de que todos los acuerdos son abdicaciones y la creencia de que la confrontación es permanente y definitiva. Petro entiende que la política está hecha de principios, pero también de algo más. Pero, en Colombia, el realismo político es un pecado. Los clérigos de la opinión defienden la inflexibilidad como una virtud suprema, el radicalismo como un atributo superior.

En medio de la polarización y la mezquindad de la política colombiana, las actitudes razonables son cada vez más escasas. Muchos críticos de Petro, a pesar de un manifiesto compromiso con las ideas liberales, predican la intolerancia. La política, parecen creer, no resiste los acuerdos. La única doctrina posible, suponen, es la del odio, el resentimiento y la confrontación.

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Gasolina cara

La calma de fin de año, la tranquilidad habitual de la temporada, se vio interrumpida por un anuncio inverosímil. El Gobierno Nacional, en cabeza del ministro de Minas y Energía, Hernán Martínez, anunció, sin mayores aspavientos, como si se tratase de un asunto rutinario, que los precios de la gasolina y el acpm permanecerían congelados durante el primer trimestre de 2009. El eufemismo oficial no logró esconder la rareza del asunto: mientras los precios de los combustibles han caído en todo el mundo, en Colombia el Gobierno decidió frenar la caída con el propósito de crear un fondo de estabilización.

Esta decisión es casi un ejemplo de libro de texto de mala economía. Según el Ministro de Minas, “básicamente lo que se guarda en el fondo es para poder devolverlo a los colombianos en el momento en que el precio suba nuevamente”. Precisamente cuando los economistas del mundo entero pregonan la importancia de las políticas anticíclicas y el desempleo interno comienza a crecer rápidamente, el Gobierno decidió, en un extraño impulso antikeynesiano, crear un mecanismo de ahorro forzoso. El Gobierno, en otras palabras, optó por restringir la capacidad adquisitiva de los hogares, cuando debería estar haciendo lo contrario. Desde una perspectiva macroeconómica, el fondo de estabilización, casi sobra decirlo, no pudo haberse creado en un peor momento.

La decisión del Gobierno no sólo es cuestionable desde un punto de vista económico; también lo es desde una perspectiva institucional. Varios analistas han interpretado la medida como una reforma tributaria encubierta, como una forma subrepticia de aumentar los ingresos corrientes sin afrontar la necesaria controversia legislativa. Uno podría argumentar, alternativamente, que el fondo de estabilización es simplemente una manera indirecta de resolver los problemas de financiación del presupuesto de 2009. El fondo seguramente invertirá sus recursos en títulos de deuda pública, constituyéndose, por lo tanto, en una fuente expedita de recursos de financiamiento. Paradójicamente, el ahorro forzado del público terminaría simplemente financiando al Gobierno.

Por último, la decisión oficial le resta legitimidad a la igualación de los precios internos y los precios internacionales de los combustibles líquidos, una política impopular pero conveniente tanto fiscal como ambientalmente. La gente asumió a regañadientes el aumento de precios. Y cuando iba a recibir algún beneficio, el Gobierno cambió intempestivamente las reglas de juego: manifestó primero que necesitaba recursos adicionales para atender a los damnificados del invierno y más tarde anunció, sin ningún reato, la creación del fondo. Las consecuencias políticas de tal arbitrariedad son preocupantes. La confianza en el Estado y en la política económica, un activo fundamental, podría verse seriamente afectada.

El congelamiento de los precios puede ser un indicio de un problema más serio, de la improvisación en la toma de decisiones al interior del gobierno. O peor, del aislamiento presidencial. “Las buenas ideas no se discuten”, dice repetidamente el presidente Uribe. El problema es cuando las malas ideas, como en este caso, dejan igualmente de discutirse.