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diciembre 2008

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Mentiras

El hombre es un animal que dice mentiras. Y que cree en las mentiras, tanto en las propias como en las ajenas. “Después del invento de las gafas detectoras de mentiras vino el derrumbe de la civilización”, pronostica uno de mis cuentos breves favoritos. Y no podría ser de otra manera. El castillo de alianzas y componendas, de maquinaciones y manipulaciones, se derrumbaría irremediablemente sin el cemento providencial de las mentiras. Las estratagemas del príncipe perderían su poder. Las instituciones públicas y privadas se quedarían sin sustento. En suma, el equilibrio precario de la civilización depende de la oferta y demanda de mentiras, de los manipuladores y los manipulables.
Pero hoy no quiero hablar de la macroeconomía de las mentiras (ya habrá tiempo para ello) sino de la microeconomía de la falsedad. El ser humano es un consumidor de mentiras, de espejismos, de promesas falsas, de ilusiones etéreas. Los estafados en las pirámides siguen creyendo, con la fe ciega de la especie, en las promesas imposibles de los estafadores. Los votantes reniegan de las promesas de los políticos pero, cada elección, con increíble inocencia, renuevan su credulidad. La demanda por mentiras crea su propia oferta de estafadores y culebreros.

Pero el comercio de mentiras también ocurre al interior de cada quien. Los seres humanos somos especialistas en mentirnos a nosotros mismos. La razón fabrica las mentiras pero no las detecta. En las postrimerías de un nuevo año, con la esperanza de un nuevo comienzo, muchos hacemos promesas, elaboramos planes, trazamos proyectos, etc. Y por supuesto nos creemos el cuento. No nos damos cuenta de que, llegado el momento, los proyectos imaginados lucirán menos atractivos y los propósitos de Fin de año se convertirán, consecuentemente, en una mentira más.

«El hombre planea y Dios se ríe”, dice un proverbio judío. Planear, al fin de cuentas, es fácil. Lo difícil es ejecutar los planes. Cuando planeamos somos racionales, sopesamos sabiamente los costos presentes y los beneficios futuros. Pero cuando ejecutamos lo planeado, somos impacientes, impulsivos, gastamos, comemos o bebemos más de la cuenta. Y para tranquilizar nuestra conciencia, mentimos nuevamente, volvemos a hacer propósitos irrealizables. “El hombre ejecuta y el diablo disfruta”. El ejecutor no sólo contradice al planeador; también lo utiliza convenientemente para paliar sus desvaríos. Los planes, sobra decirlo, son poco más que mecanismos de defensa.

Los monos tamarin, habitantes de la selva amazónica, son incapaces, en experimentos controlados, de esperar ocho segundos para triplicar el tamaño del premio, de la ración de frutas ofrecida estratégicamente por el experimentador. Los tamarin son presa fácil de sus impulsos de corto plazo. Viven irremediablemente en el presente, en un mundo sin planes, sin mentiras terapéuticas, sin mecanismos de defensa. Son una especie triste que todavía no ha aprendido, para su desgracia, a mentirse a sí misma, a paliar la infelicidad del mundo con el expediente providencial del autoengaño.

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Caudillos

El ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso señaló recientemente que Suramérica parece estar dividiéndose inexorablemente en dos bloques. Los países del primer bloque, Chile, Brasil y Perú, entre otros, comparten, en opinión de Cardoso, un compromiso firme con la democracia liberal, la estabilidad institucional y la modernización económica. Estos países, todavía de manera dispareja, están integrándose con el mundo, consolidando una burguesía empresarial productiva y una clase media ambiciosa. Todavía no somos el primer mundo, dice el economista brasileño Mailson da Nobrega, pero Brasil salió ya del tercer mundo.

El segundo bloque, formado entre otros por Argentina, Ecuador y Venezuela, ha optado por otro modelo; ha desdeñado la democracia liberal y la estabilidad institucional y ha propiciado la multiplicación de buscadores de rentas y clientelas políticas. “Los jefes de Estado –escribió recientemente el comentarista francés Guy Sorman– no son más que caudillos rodeados de clientes que esperan algún favor. La redistribución del petróleo, de los minerales, de los dineros y empleos públicos hace las veces de economía y reemplaza el desarrollo”. Inicialmente los caudillos providenciales despiertan un fervor unánime, casi reverencial. Pero la euforia se transforma tarde o temprano en desencanto. Los caudillos, sobra decirlo, siempre terminan mal.

¿Dónde está Colombia? ¿En el primer bloque o en el segundo? ¿Del lado de la modernidad o del lado del caudillismo? Esta semana, el Gobierno definió buena parte de la cuestión. En la noche del miércoles, en medio de un zafarrancho legislativo, el Gobierno mostró que está dispuesto a atropellar las instituciones con el propósito (antes soterrado ahora explícito) de consolidar un proyecto personalista. La acumulación de poder se presentó como un hecho ineludible, como el resultado natural del fervor popular. El caudillo, se dice, no desea el poder pero no puede contrariar el clamor unánime de su pueblo, ni despreciar la petición escrita de millones de firmantes. No importa que hayan sido reclutados con dineros sospechosos o inexplicados.

Pero el caudillismo no termina con la reelección. El Gobierno, para citar sólo un ejemplo reciente, ni siquiera se tomó la molestia de justificar por escrito la reciente declaración de emergencia social. En el pasado, los decretos de emergencia contenían argumentos exhaustivos, de varias páginas. Ahora el Gobierno reclamó facultades legislativas sin motivarlas, como si la voluntad del caudillo fuese una razón definitiva. En materia económica, el Gobierno va en camino de consolidar un modelo redistributivo como el descrito por Guy Sorman. Gobernar es repartir. O redistribuir en favor de las clientelas.

Las Farc impidieron que en Colombia surgiera un caudillo de izquierda pero han propiciado, paradójicamente, la aparición de un caudillo de signo contrario. En su afán por evitar la llegada al poder de un émulo de Hugo Chávez, el presidente Uribe podría terminar transformándose en lo mismo, en un caudillo que represente precisamente lo que pretende combatir.

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Sin paraíso, no hay tetas

La crisis de la economía mundial parece cada vez peor. Las malas noticias se superponen día tras día. Los buenos tiempos, las épocas felices del consumo conspicuo, de las extravagancias sin reproche, terminaron abruptamente. El mundo sufrirá, ya no hay duda, la mayor resaca en muchas décadas. Los analistas han aceptado la nueva realidad, la desinflación de todas las variables, con una especie de resignación malhumorada. Muchos han dejado de especular sobre las causas de la crisis y han pasado a examinar sus consecuencias, sus efectos sobre los hábitos y las decisiones de la gente. Las crisis, después de todo, cambian a los hombres.

Los cambios más obvios tienen que ver con el consumo. Los centros comerciales todavía congregan a millones de personas atraídas por los artificios luminosos de la temporada. Hace unos días, un consumidor gringo murió aplastado, como cualquier peregrino musulmán, por una muchedumbre exaltada que perseguía la salvación en la forma de una ganga. Una estampida capitalista, dirán los críticos del sistema, es una forma triste de morir. Pero más allá de las anécdotas, los consumidores han dejado de gastar. Conservan intacta su fe. Pero perdieron el entusiasmo. O al menos la confianza, el gusto adquirido de gastar por gastar.

La pérdida de confianza es sólo uno de los efectos de la crisis. Muchas costumbres domésticas también han cambiado. La prensa mundial informa, con cierta ironía, que el adulterio está en retirada. El New York Times reportó esta semana que la demanda por servicios sexuales (el eufemismo es copiado) ha disminuido sustancialmente. Aparentemente las únicas prostitutas capaces de conservar a sus clientes son las que fungen de psicoanalistas, las que participan, junto con los profesores de yoga, los entrenadores personales y los peluqueros locuaces, en el creciente mercado de “terapistas” informales. Los banqueros de inversión, quién lo creyera, ya no quieren diversión, sino compañía.

Y con el cambio de costumbres viene el cambio en las preferencias. Los psicólogos han notado, desde hace un tiempo, que los gustos se tornan más conservadores durante las épocas de crisis. Los hombres buscan protección, prefieren los ambientes seguros, hacendosos. Un investigador de la Universidad de Illinois en Urbana mostró recientemente que el cambio anual del índice Dow Jones y el tamaño del busto de la Playmate del año (un buen compendio de los gustos sexuales de la coyuntura) se mueven al unísono, crecen y decrecen en concordancia (el coeficiente de correlación es de 0,36). Cuando el Dow sube, los bustos se expanden. Y cuando cae, se desinflan. En los buenos tiempos, priman las voluptuosas. En los malos, las recatadas. En suma, sin paraíso, no hay tetas.

Los ciclos capitalistas transforman las costumbres y corrigen algunas extravagancias. La burbuja mundial, el movimiento sinuoso de la economía, no sólo elevó los precios de los energéticos y los alimentos por encima de los límites razonables, sino que convirtió a Pamela Anderson (y a sus miles de imitadoras) en el estándar del gusto y el deseo. Pero con la crisis, el petróleo volverá a los niveles de siempre (40 dólares el barril) y la talla preferida pasará, al menos por un buen rato, del extravagante 38 al recatado 32. Las crisis, ya lo dijimos, cambian a los hombres.

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Proteccionismo empobrecedor

En materia social, las apariencias engañan, los titulares confunden y las opiniones muchas veces difieren de la realidad. Si hoy en día decidiéramos preguntarle a una muestra representativa de ciudadanos o a un conjunto diverso de líderes de opinión acerca de la peor noticia del año para los pobres de Colombia, sus respuestas serían similares. Algunos mencionarían el derrumbe de las pirámides. Otros, la crisis financiera. O la desaceleración de la economía. O incluso el aumento del desempleo. Pero pocos señalarían la peor tragedia social de 2008: el crecimiento inusitado del precio de los alimentos.

En lo corrido del año, la inflación de alimentos se ubica por encima de 12%. El precio del arroz, por ejemplo, se ha duplicado. Consecuentemente la pobreza ha aumentado en varios puntos porcentuales. El fenómeno es generalizado, afecta a millones de personas. Pero carece de la espectacularidad de las pirámides. O de la notoriedad de la crisis financiera internacional. Con el derrumbe de las pirámides, pocos (relativamente hablando) lo perdieron todo. Con la inflación de alimentos, todos han perdido un poco: han tenido que cambiar sus hábitos de consumo o dejar de comer o posponer indefinidamente decisiones largamente meditadas.

El aumento del precio doméstico de los alimentos obedece, en buena medida, al crecimiento de los precios internacionales y a los estragos ocasionados por el invierno. Pero algunas decisiones recientes del Ministerio de Agricultura han exacerbado el problema. En el resto del mundo el precio del arroz ha comenzado a caer; en Colombia, por el contrario, sigue subiendo por causa del aplazamiento indefinido de un contingente de importación. El Ministerio de Agricultura dice no tener afán, argumenta que está estudiando de manera cuidadosa los posibles proveedores. Mientras el Ministro degusta pacientemente las distintas variedades de arroz, los precios aumentan y la pobreza se multiplica.

Adicionalmente, el Gobierno decidió imponer un arancel de 25% a la importación de maíz. El arancel había sido desmontado como consecuencia del aumento de los precios internacionales: el Sistema Andino de Franjas contempla un arancel variable que baja cuando los precios suben y sube cuando los precios bajan. Pero el Gobierno decidió deponer el Sistema de Franjas y beneficiar doblemente a los productores. Las razones aducidas son inauditas. Según el razonamiento oficial, el aumento de los precios internacionales abre grandes oportunidades que supuestamente deben afianzarse por medio de aranceles mayores. Es la ley del embudo en versión proteccionista: si los precios externos caen, aumenta la protección, y si suben, pues pasa lo mismo: también aumenta la protección.

El Ministro de Agricultura puede tomar decisiones contrarias al bienestar general amparado en la desidia de los medios y en la desatención del resto de la sociedad. Los intereses politiqueros o gremiales priman impunemente sobre los de la mayoría. Cabe, entonces, llamar la atención, señalar con vehemencia que el Ministro de Agricultura parece empeñado en multiplicar los pobres de este país. Precisamente cuando debería estar haciendo todo lo contrario.