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30 noviembre, 2008

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Delirio

En algún momento, el todo se vuelve mayor que la suma de las partes. Los llamados “casos aislados” no pueden ya considerarse eventos independientes. Surge, entonces, lo que algunos llaman un patrón, una tendencia. En el caso que nos ocupa, la tendencia es clara: el Estado colombiano se ha convertido, en los últimos años, en un vigilante obsesivo de la vida de los ciudadanos, ha asumido el papel odioso del gran hermano: ausculta, escarba, merodea, espía, intercepta, etc. El Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) estuvo siguiendo los pasos de un senador de la oposición. La Fiscalía quiso tener acceso a los archivos privados de las universidades públicas. La misma Fiscalía interceptó los mensajes privados, las conversaciones de todos los días, de algunos periodistas, académicos y funcionarios de organizaciones no gubernamentales. Por un buen tiempo, el gran hermano alimentó su curiosidad paranoide y nadie pareció inmutarse.

Ahora vienen las explicaciones. En relación con el último incidente mencionado, el Fiscal General plantea una hipótesis inquietante: “Esto, más que un ataque de originalidad, tiene todos los visos de estar haciéndoles la tarea a los enemigos de los derechos y las libertades constitucionales”. El Presidente ha insinuado que los funcionarios implicados son aliados del terrorismo, infiltrados que buscan, con sus acciones, enlodar a su gobierno o a la totalidad del Estado. Esta hipótesis no sólo es implausible, sino también circular, carente de lógica. Implica, entre otras cosas, que los desafueros del Estado siempre pueden reducirse a estratagemas de los terroristas.

Probablemente los abusos y las violaciones a las libertades han sido consecuencia del exceso de celo y del afán de resultados de muchos funcionarios. Algunos han actuado espontáneamente. Otros lo han hecho cumpliendo órdenes superiores. Pero todos han estado motivados, en mi opinión, por el discurso y el accionar del presidente Uribe. La obsesión oficial con el terrorismo ha propiciado, en palabras de Hanz M. Enzensberger, “la idolatría histérica del poder estatal y la santificación absurda de las fuerzas del orden”. Y ha creado, al mismo tiempo, un ambiente de desquite, una predisposición paranoide que ve enemigos en todas partes y adivina conexiones en todos lados. “Los terroristas han logrado transferir a buena parte de la sociedad el delirio al que ellos mismos han sucumbido”.

Los grupos terroristas buscan que el Estado suspenda las libertades civiles, quieren crear un monstruo (una especie de Leviatán desaforado) que justifique, en retrospectiva, sus acciones violentas. El Estado que debería ser la solución puede convertirse, entonces, en parte del problema. Los falsos positivos y las violaciones repetidas a la privacidad sugieren que el Estado colombiano se ha convertido, durante los últimos años, en parte del problema. Paradójicamente los terroristas, aunque derrotados, han logrado uno de sus objetivos: han empujado al Estado más allá de los límites de la razón y la cordura.

El Estado no puede contagiarse del delirio de los terroristas. “Ponga precio, rápidamente, a esos bandidos, que esos bandidos se reencarnan y se multiplican”, dijo el presidente Uribe esta semana en la asamblea anual de Fedegán. El delirio colectivo fue inmediato. Las consecuencias, ya lo sabemos, vendrán después.