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2 noviembre, 2008

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La dependencia colombiana

«Por fin los colombianos, ellos mismos, sin que nadie les lleve de la mano» dijo la Reina Sofía de España en referencia al exitoso rescate de Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio. El comentario de la Reina Sofía debería, en mi opinión, sacarse de contexto, leerse como una crítica a la dependencia colombiana, a nuestra creencia de que la justicia, la paz y el desarrollo dependen, en última instancia, de los buenos oficios de la comunidad internacional. Sin distingos ideológicos, los colombianos estamos convencidos de que la injerencia foránea es imprescindible. Nos consideramos una nación infantil en eterna necesidad de supervisión adulta.

Los colombianos hemos aceptado como axiomas, como premisas que no admiten discusión, varios hechos dudosos. Creemos, por ejemplo, que el éxito de la lucha contra el narcotráfico depende del Plan Colombia, de la ayuda militar de los Estados Unidos. Creemos, al mismo tiempo, que la superación de la impunidad (esa lacra nacional) depende de la justicia internacional o del heroísmo altruista de un juez español con ínfulas de justiciero cósmico. Esta semana, el senador Gustavo Petro anunció que denunciará ante las cortes internacionales el aberrante caso de los desaparecidos de Soacha. Aunque la justicia colombiana apenas está comenzando a estudiar el caso, a hacer las pesquisas preliminares, su fracaso ya se supone consumado, ya el senador Petro está buscando un sucedáneo externo. Ya decidió, en concordancia con nuestra mentalidad dependiente, que la intervención foránea es fundamental.

Las autoridades ya no perciben la extradición como un convenio reciproco de colaboración judicial. La consideran, por el contrario, una solución externa a las fallas de nuestra justicia y a la corrupción de nuestro sistema carcelario. El abuso de la extradición es, en últimas, otra admisión tácita de nuestra dependencia. En el mismo sentido, muchos analistas (y el Gobierno mismo) dan por sentado que el futuro de la economía depende de la buena voluntad del Congreso de los Estados Unidos y de la confianza de los inversionistas internacionales. Más importantes que las políticas internas, que nuestras propias decisiones son, en esta visión, las opiniones de los políticos y los capitalistas foráneos.

Sin caer en el solipsismo, deberíamos aceptar, de una vez por todas, que la ayuda militar es prescindible, que la justicia internacional no puede sustituir a la nacional y que el desarrollo económico depende, después de todo, de la calidad de las políticas internas. Colombia debe procurar por unas relaciones maduras con la comunidad internacional. Deberíamos pasar, al menos, del ruego infantil a la independencia sobreactuada de los adolescentes. Nuestra demanda por intervencionismo siempre encontrará una oferta dispuesta a vendernos la ilusión de un porvenir. Pero, en últimas, nadie resolverá nuestros problemas por nosotros.

La cooperación internacional es fundamental. Pero no puede estar basada en el axioma cuestionable de nuestra insuperable dependencia. Ya va siendo hora de que, como sugirió la Reina española con algo de sinceridad involuntaria, aprendamos a caminar «sin que nadie nos lleve de la mano».