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12 octubre, 2008

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Una fábula de la crisis

La crisis financiera internacional ha suscitado toda suerte de interpretaciones. Algunos columnistas criollos han recurrido a las historietas morales, a lo que el fallecido novelista David Foster Wallace llamaba la “claridad moral” de los inmaduros. Para ellos (y ellas), la crisis financiera es una corrección moral, un síntoma de la maldad de los tiempos, de la ética del modelo y la estética de los yuppies.

Pero los fabulistas morales (Pirry sería un buen ejemplo) son buenos para causar indignación. Pero muy malos para explicar el mundo. Generalmente olvidan que muchas miserias humanas son resultado no tanto de nuestros defectos, como de nuestras virtudes. La crisis financiera, por ejemplo, es en parte el resultado de la adhesión al optimismo, del exceso de imaginación, de las ansias de trascender, en fin, de los mismos impulsos que han construido el progreso y la civilización. Un buen ejemplo de esta paradoja puede encontrarse en la remota Islandia, uno de los epicentros de la crisis financiera global.

Por mucho tiempo, Islandia fue una isla inhóspita, habitada por vikingos en retirada, dedicados a malvivir de la pesca del bacalao. Hace apenas unas décadas, Islandia era un país pobre, hambriento. Pero la liberalización financiera lo cambió todo. Una vez privatizados los bancos y liberalizados los capitales, los vikingos despertaron de su letargo y salieron a tomarse el mundo con plata prestada. Compraron varias compañías europeas, abrieron sucursales bancarias en todo el Reino Unido y adquirieron los locales comerciales más exclusivos de Londres. Hace dos años, un millonario islandés procedió, a la usanza de los tiempos, a comprar un equipo de fútbol inglés, el West Ham.

Por un tiempo, la prensa inglesa saludó con entusiasmo las redadas neovikingas. Los diarios de negocios describían a los nuevos millonarios con expresiones borgianas (“una estirpe de acero y osadía”). Naciones Unidas clasificó a Islandia como el mejor vividero del mundo. Pero la osadía de los islandeses parece haber llegado a un final abrupto. Los principales bancos del país fueron nacionalizados en cuestión de días. La moneda local (la krona) ya no existe. La bolsa de valores fue clausurada. Ni siquiera los funcionarios del Fondo Monetario Internacional, los carroñeros del mundo financiero, quieren ir a recoger los restos de las excursiones vikingas. Gordon Brown, el primer ministro inglés, decidió esta semana congelar los bienes islandeses en Inglaterra mediante una aplicación extraordinaria de la legislación antiterrorista: los vikingos han vuelto por sus fueros.

La historia de los islandeses podría servir para escribir la fábula de una pequeña nación de pescadores que terminó siendo víctima de su propia ambición, que perdió su esencia en la búsqueda de la riqueza. Pero yo prefiero otra interpretación. Por un tiempo los islandeses creyeron, como sus ancestros, en un mundo sin límites, de infinitas posibilidades. Ahora volverán a pescar bacalao, a escampar en casa, como medio mundo, las tormentas ruinosas de la globalización.