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octubre 2008

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Crisis y plegarias

La crisis financiera parece no tener fin. Las bolsas continúan cayendo en medio de un pesimismo generalizado sobre el futuro de la economía mundial. Hasta hace apenas unas semanas las llamadas economías emergentes (el apelativo podría convertirse en una ironía) parecían seguras, convenientemente alejadas del epicentro de la crisis y protegidas, además, por un escudo portentoso de reservas internacionales. Pero esta semana las ilusiones de un blindaje han desaparecido. Aparentemente la crisis tendrá efectos devastadores sobre algunos países en desarrollo. La recesión global amenaza, en últimas, con sumergir a muchas economías emergentes.

Los efectos de la crisis no serán uniformes. Unos países sufrirán más que otros. Los más afectados serán los grandes exportadores de materias primas (Rusia, por ejemplo), los dependientes del ahorro externo (Hungría, por ejemplo) y los dependientes del mercado de los Estados Unidos (México, por ejemplo). Algunos países de la periferia podrían experimentar fugas masivas de capital, como consecuencia de la mayor seguridad relativa garantizada en las últimas semanas por los países del centro. En términos locales, la bonanza de confianza podría terminar abruptamente, tal como ocurrió con las bonanzas de materias primas en el pasado. La seguridad democrática y los estímulos tributarios no podrán, llegado el momento, detener los capitales.

El caso colombiano es singular. Colombia no es excesivamente dependiente de los precios de las materias primas, del ahorro externo o de las exportaciones a los Estados Unidos pero depende de las tres cosas a la vez. Colombia es vulnerable por acumulación. No va a ser noqueada por la crisis pero podría perder por decisión unánime. La simultaneidad de una caída de los precios de las materias primas, un frenazo de los flujos de capital y una recesión profunda en los Estados Unidos traería consigo inevitablemente una fuerte desaceleración económica. Este escenario no es el más probable. Pero es posible. Y su probabilidad aumenta días tras día.

El Gobierno, sin embargo, parece pensar de otra manera. El Presidente está dedicado a elevar peticiones al cielo con la esperanza de que el Espíritu Santo ilumine a los directores del Banco de la República (sus peticiones no fueron escuchadas). El Ministro de Hacienda, por su parte, sigue aferrado a la ilusión del blindaje. El Gobierno no ha presentado un plan (o un borrador siquiera) de respuesta a la crisis internacional. Pero debería explicar, al menos, cómo piensa financiar el presupuesto del año entrante dada la manifiesta invalidez de sus supuestos (una tasa de crecimiento de 5%, una tasa de cambio de 1.920 pesos por dólar y un precio del crudo de 120 dólares por barril); y qué va a hacer para prevenir el aumento del desempleo dados los despedidos generalizados que anticipan las encuestas de la Andi y Fedesarrollo.

Puede ser mucho pedir. Pero el Presidente Uribe debería renunciar (de una vez por todas) a la posibilidad de una segunda reelección y dedicarse a gobernar, a lidiar con una crisis que requiere medidas concretas, políticas específicas. La retórica optimista del Ministro de Hacienda y las plegarias inocentes del Presidente de la República son inoportunas, casi grotescas ante el tamaño del desafío terrenal.

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Ambigüedad reeleccionista

Esta columna argumenta que algunos de los efectos adversos de la reelección son causados por su mera expectativa. La aprobación de una reforma constitucional con fines reeleccionistas afectaría gravemente la estabilidad institucional, la cultura democrática y la división de poderes. Pero la sola incertidumbre al respecto es perjudicial aun si la reforma no es aprobada. En otras palabras, la mera posibilidad de una nueva reforma constitucional parece haber deteriorado la toma de decisiones y la calidad del gobierno.

Probablemente estamos viviendo el peor momento del gobierno de Uribe. No tanto por la crisis financiera internacional que ha puesto en entredicho los logros económicos, no tanto por la sucesión de conflictos laborales que ha generado un ambiente de zozobra, como por la ausencia de un propósito claro en las iniciativas gubernamentales más recientes. Lo ocurrido con la reforma a la justicia fue lamentable. Algo similar parece estar ocurriendo con la reforma política, una combinación caótica de oportunismo legislativo e indefinición gubernamental. Hace unas semanas, el presidente Uribe manifestó públicamente su preocupación por los efectos de la iniciativa reeleccionista sobre el funcionamiento del Congreso. Pero probablemente los efectos han sido más dañinos sobre la labor del Gobierno. En todo caso, la incertidumbre ha confundido simultáneamente al Gobierno y al Congreso.

Hace ya 170 años, Alexis de Tocqueville llamó la atención sobre las consecuencias adversas de la reelección presidencial: “Si el representante del Ejecutivo se inmiscuye en la lucha política, las tareas de gobierno se tornan en actividades secundarias… las negociaciones y las leyes se convierten en estrategias electoreras y los empleos, en recompensas por los servicios prestados, no a la nación, sino al jefe… Y cuando se acerca el momento de la crisis, el interés particular sustituye al interés general”. Actualmente la reelección del presidente Uribe es una imposibilidad institucional. Pero la mera expectativa de una reforma está teniendo las consecuencias previstas por Tocqueville. La incertidumbre ha distorsionado los incentivos y confundido los propósitos del gobierno de Uribe.

Muchos analistas han interpretado la incertidumbre como una estrategia deliberada para mantener la gobernabilidad en las postrimerías del segundo período. Pero la ambigüedad estratégica no sólo es cuestionable como un medio de coacción política, sino también ineficaz en la ausencia de propósitos claros. El Gobierno puede haber ganado gobernabilidad, pero perdió al mismo tiempo la claridad necesaria para sacarle provecho. La ambigüedad ha creado una especie de santísima trinidad presidencial: Uribe es al mismo tiempo presidente, ex presidente y candidato. Por supuesto, la confusión de roles ha ocasionado la confusión de prioridades.

En últimas, el Gobierno no sabe qué quiere. Ha sido víctima de su propio invento. La ambigüedad estratégica no es una buena idea cuando termina confundiendo al propio estratega. Como escribió el mismo Tocqueville, “para reservarse un recurso en circunstancias extraordinarias, expusieron al país a graves peligros todos los días”.

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Una fábula de la crisis

La crisis financiera internacional ha suscitado toda suerte de interpretaciones. Algunos columnistas criollos han recurrido a las historietas morales, a lo que el fallecido novelista David Foster Wallace llamaba la “claridad moral” de los inmaduros. Para ellos (y ellas), la crisis financiera es una corrección moral, un síntoma de la maldad de los tiempos, de la ética del modelo y la estética de los yuppies.

Pero los fabulistas morales (Pirry sería un buen ejemplo) son buenos para causar indignación. Pero muy malos para explicar el mundo. Generalmente olvidan que muchas miserias humanas son resultado no tanto de nuestros defectos, como de nuestras virtudes. La crisis financiera, por ejemplo, es en parte el resultado de la adhesión al optimismo, del exceso de imaginación, de las ansias de trascender, en fin, de los mismos impulsos que han construido el progreso y la civilización. Un buen ejemplo de esta paradoja puede encontrarse en la remota Islandia, uno de los epicentros de la crisis financiera global.

Por mucho tiempo, Islandia fue una isla inhóspita, habitada por vikingos en retirada, dedicados a malvivir de la pesca del bacalao. Hace apenas unas décadas, Islandia era un país pobre, hambriento. Pero la liberalización financiera lo cambió todo. Una vez privatizados los bancos y liberalizados los capitales, los vikingos despertaron de su letargo y salieron a tomarse el mundo con plata prestada. Compraron varias compañías europeas, abrieron sucursales bancarias en todo el Reino Unido y adquirieron los locales comerciales más exclusivos de Londres. Hace dos años, un millonario islandés procedió, a la usanza de los tiempos, a comprar un equipo de fútbol inglés, el West Ham.

Por un tiempo, la prensa inglesa saludó con entusiasmo las redadas neovikingas. Los diarios de negocios describían a los nuevos millonarios con expresiones borgianas (“una estirpe de acero y osadía”). Naciones Unidas clasificó a Islandia como el mejor vividero del mundo. Pero la osadía de los islandeses parece haber llegado a un final abrupto. Los principales bancos del país fueron nacionalizados en cuestión de días. La moneda local (la krona) ya no existe. La bolsa de valores fue clausurada. Ni siquiera los funcionarios del Fondo Monetario Internacional, los carroñeros del mundo financiero, quieren ir a recoger los restos de las excursiones vikingas. Gordon Brown, el primer ministro inglés, decidió esta semana congelar los bienes islandeses en Inglaterra mediante una aplicación extraordinaria de la legislación antiterrorista: los vikingos han vuelto por sus fueros.

La historia de los islandeses podría servir para escribir la fábula de una pequeña nación de pescadores que terminó siendo víctima de su propia ambición, que perdió su esencia en la búsqueda de la riqueza. Pero yo prefiero otra interpretación. Por un tiempo los islandeses creyeron, como sus ancestros, en un mundo sin límites, de infinitas posibilidades. Ahora volverán a pescar bacalao, a escampar en casa, como medio mundo, las tormentas ruinosas de la globalización.

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Desplazados y estadística

Esta semana, la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) llamó la atención sobre el aumento en el número de personas desplazadas durante el primer semestre de este año. Codhes reportó que 270.675 personas fueron desplazadas, lo que representa un crecimiento de 41% con respecto al primer semestre de 2007. El Gobierno cuestionó las cifras de Codhes y reportó que el número de desplazados fue muy inferior, de 46.600 personas, lo que equivale una caída de 45% con respecto al año anterior. Las diferencias entre las dos fuentes son abismales. El debate sobre la dinámica del desplazamiento parece ocurrir en un vacío empírico en el cual las partes interesadas acomodan las cifras según sus convicciones políticas.

Las cifras del Gobierno están basadas en el llamado Registro Único de la Población Desplazada. El registro se realiza después de una declaración minuciosa de los hogares sobre el origen y las causas de su desplazamiento. El registro excluye a los hogares que no declaran, a los expulsados como consecuencia de la erradicación o fumigación de cultivos ilícitos y a los provenientes de algunos municipios donde, según el criterio oficial, ya no existen condiciones objetivas para el desplazamiento. Los desplazados del Bajo Cauca, por ejemplo, no son tal para el Gobierno. Algunos expertos consideran que las cifras oficiales más recientes subestiman el número de desplazados por cuenta de exclusiones equivocadas o políticamente motivadas.

Las cifras de Codhes son menos transparentes que las cifras oficiales. Las fuentes de información son desconocidas. En teoría, la información es proporcionada por organizaciones no gubernamentales y autoridades locales, y complementada con los reportes de 34 periódicos, diez revistas y varios noticieros de televisión. Codhes denomina a este método extraño de recopilar información “estadística por consenso” (casi un oxímoron). Las cifras están plagadas de dobles y triples contabilidades. Los hogares que regresan a sus sitios de origen no son excluidos de las bases de datos. Si salen, regresan y vuelven a ser desplazados, son contados dos veces. En algunos municipios, la población desplazada es mayor que la población total en el período inicial. Los campesinos del Bajo Cauca que regresaron a sus veredas siguen siendo desplazados en la contabilidad de Codhes.

Los deslices estadísticos del Gobierno han sido denunciados de manera repetida. Pero los de algunas organizaciones no gubernamentales son usualmente exculpados sin mayor debate. Codhes usa la estadística como arma retórica. Construye ficciones aritméticas para darle mayor eficacia a un discurso político. O simplemente miente con exactitud. Los pensadores dobles de la izquierda denuncian, con razón, las ligerezas estadísticas del Gobierno, pero celebran la misma práctica cuando, como en el caso de Codhes, favorece a su discurso político. La honradez intelectual no tiene muchos adeptos en este país.

El debate sobre las cifras de desplazados llama la atención sobre un hecho general. Tristemente los colombianos parecemos obligados a escoger entre las mentiras de José Obdulio Gaviria (los desplazados son migrantes) y las de Codhes (los desplazados deben contarse varias veces). No sé qué pensaran los lectores, pero yo me niego a aceptar esta forma extrema de polarización, esta disyuntiva extraña entre una mentira y otra.