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28 septiembre, 2008

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Capitalismo romántico

En las ciencias sociales, existe una tradición intelectual dedicada a romantizar la pobreza. Cientos de antropólogos han escrito miles de etnografías que exaltan la superioridad moral o la alegría vital de los pobres. La pobreza, dicen, protege a los hombres de la corrupción y la neurosis del dinero. Pero las visiones románticas de la pobreza no son dominio exclusivo de los antropólogos y los sociólogos. Los economistas, liderados por el peruano Hernando de Soto, han construido su propia visión idealizada de la pobreza. En esta visión, los pobres son empresarios naturales que sólo necesitan un pequeño estímulo en la forma de crédito y títulos de propiedad para dejar atrás sus carencias y limitaciones. El hombre nace empresario, sugiere de Soto, pero las malas instituciones corrompen la vitalidad capitalista.

En la visión romántica del capitalismo, la clave del desarrollo consiste principalmente en potenciar el espíritu innovador de los trabajadores informales, en formalizar el rebusque, en entregarles crédito y derechos de propiedad a millones de empresarios en ciernes. Todo esto suena bien y parece simple (puede incluso explicársele a Juanes en pocos minutos). Pero tiene un problema. Es falso. O, al menos, ilusorio. Los investigadores que han estudiado los empresarios informales han encontrado, una y otra vez, el mismo hecho irrefutable: la falta de innovación, la redundancia del capitalismo popular. El rebusque significa, literalmente, que todos buscan en el mismo sitio, que los negocios populares son reiterativos. Las tiendas de barrio se repiten con una frecuencia ineficiente, casi predatoria. Los mototaxistas pululan por todas partes, peleando por los mismos clientes, presos de la misma idea, de un negocio pobremente redundante. O redundantemente pobre.

A pesar de todo, la visión romántica tiene gran acogida. El emprendimiento recibe innumerables recursos, tanto públicos como privados. Muchas organizaciones están dedicadas a promover el espíritu emprendedor, a complementar la supuesta vitalidad capitalista con dosis mínimas de contabilidad, finanzas o principios de administración. Los promotores parecen muchas veces psicoanalistas apasionados, dispuestos a despertar la pasión emprendedora y a extirpar la obsesión malsana con un empleo formal, con la figura paternal del jefe. Pero los hechos del mundo parecen darles la razón a quienes sueñan con un empleo. En medio de la pobreza generalizada de la ciudad india de Udaipur, el economista Abhijit Banerjee encontró que las familias con signos ciertos de progreso (un nuevo techo de metal corrugado, una moto en el patio, una niña con uniforme almidonado, etc.) tenían todas una característica común: uno de sus miembros trabajaba en la única industria del pueblo, una fábrica de cinc. Un empleo formal es, después de todo, un escape propicio de la pobreza.

Lo pequeño no es hermoso. Es improductivo. Los economistas Rafael La Porta y Andrei Shleifer mostraron recientemente que las diferencias de productividad entre los pequeños negocios y las grandes empresas son abismales. La clave no está en la formalización, ni en la legalización, ni siquiera en el acceso al crédito de las empresas informales. La clave está en la aparición de empresas grandes. O en la desaparición gradual de los negocios pequeños e improductivos. En fin, el romanticismo del emprendimiento, la idea extraña de que existe un Bill Gates agazapado en cada uno de nosotros, es una gran falacia, un sendero improbable hacia la prosperidad.