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24 agosto, 2008

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Uribe II: ¿éxito o fracaso?

El Espectador publica hoy una respuesta del Gobierno a mi columna de la semana anterior. La respuesta comienza con una afirmación extraña, con una descalificación que uno generalmente no encuentra en los comunicados oficiales y menos en las ripostas tecnocráticas: “sorprenden sus conclusiones, sorprende el bajo rigor académico y analítico del artículo”, dice. Pero no voy a hacer ningún comentario sobre los aspectos de forma. Sólo quiero responder brevemente a algunos de los puntos de fondo.

Se queja inicialmente la Directora de Planeación, quien firma la respuesta, que yo hago un análisis selectivo, que de los 300 indicadores incluidos en el Plan de Desarrollo yo solamente menciono tres en la columna en cuestión: “La selectividad no siempre es la mejor consejera. Si se hubiese hecho el mismo ejercicio con otras metas, donde los avances son muy dinámicos e incuestionables, ¿cuál sería el título y la conclusión de Alejandro Gaviria?” Obviamente yo no escogí los indicadores analizados caprichosamente. Uno podría, después de cuatro años, afirmar que cumplió la meta de desembolsos de créditos o la de jóvenes capacitados en el Sena pero sería imposible, en mi opinión, predicar el éxito de un gobierno si aumentan los homicidios, los pobres y los desempleados.

Dice también la respuesta que yo descalifico a la Seguridad Democrática, que la tildo de periférica: “Respecto a la calificación de periférica que se le da a la Política de Defensa y Seguridad Democrática, difícilmente el país había conocido en su historia resultados más contundentes frente a las Farc y las estructuras del narcotráfico”. Yo simplemente argumenté que muchos fenómenos crimínales emergentes (me disculpan la palabrita) son más un reto para la policía que para el ejército. La Seguridad Democrática, con su énfasis actual, logró disminuir la tasa de homicidios de 60 a 30. Mi punto es que para disminuirla de 30 a 15 hay que cambiar algunas cosas, concentrarse en algunas zonas urbanas problemáticas.

Sobre el problema del empleo, la respuesta dice, entre otras cosas, lo siguiente: “la tasa de desempleo a nivel nacional, en el año 2007 cerró en 9,9% y el promedio de enero-diciembre fue de 11,1%”. La mención a la cifra de diciembre de 2007 (9,9%) es un intento deliberado por maquillar una tendencia preocupante: el desempleo es estacional y siempre es mucho más bajo en el mes de diciembre. La alusión al promedio del año anterior (11,1%) no responde a un hecho grave señalado en la columna: por primera vez desde el año 2.001 la tasa de desempleo aumentó con respecto al nivel observado en el mismo mes del año inmediatamente anterior.

La respuesta también afirma que la formalización laboral está aumentando, y para ello cita los registros oficiales del Ministerio de Protección Social. Estos registros, en mi opinión, no deberían usarse para medir los cambios en la calidad del empleo pues las modificaciones institucionales, la implantación de la Pila, por ejemplo, hacen imposible distinguir si lo que está ocurriendo es una disminución en la evasión de ciertas contribuciones parafiscales o un aumento en la formalidad. Los datos del módulo de informalidad de la Encuesta Continua de Hogares del Dane muestran que la informalidad no ha disminuido en los últimos tres años. Pero incluso las tasas de informalidad citadas por la Directora de Planeación son altísimas en el ámbito latinoamericano.

La respuesta reconoce que la última medición de pobreza se hizo hace dos años, y sostiene que no hay razones para prever un aumento de este indicador. Yo repito, como lo hice en la columna, que el aumento del desempleo y de la inflación de alimentos seguramente han producido un incremento reciente de la pobreza y la indigencia.

La respuesta declara, en su último párrafo, el “profundo compromiso de esta administración frente a la superación de la pobreza, la generación de empleo y la promoción de la equidad”. Mi propósito no era juzgar las intenciones sino los resultados. Y los resultados, insisto, son preocupantes, indican que, con alta probabilidad, las metas de reducción de la tasa de homicidios, del desempleo y la pobreza no van a cumplirse.

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Desequilibrios sexuales

La semana pasada, el alcalde de un remoto pueblo australiano hizo un anuncio que causó hilaridad e indignación. Preocupado por la escasez de mujeres y por la consecuente desesperación de los lugareños, el alcalde invitó públicamente a las mujeres australianas sin muchos atributos físicos a acudir en masa a su pueblo en busca de la felicidad. “Con frecuencia –dijo el alcalde– uno encuentra una joven no muy atractiva sonriendo calle abajo. Vaya uno a saber si es por el recuerdo de un evento pasado o por la anticipación de la noche que viene”. Las mujeres del pueblo protestaron ruidosamente, con la indignación circunspecta de las agitadoras feministas. Algunos diarios editorializaron sobre el machismo sempiterno de los australianos, otros celebraron el asunto como una desviación cómica de la dictadura imperiosa de lo políticamente correcto.

Pero nadie se atrevió a señalar que la propuesta del alcalde llama la atención sobre un fenómeno inquietante: los desequilibrios en el mercado de parejas. En las grandes ciudades, el desequilibrio favorece a los hombres: las mujeres agraciadas y educadas abundan y los hombres con atributos deseables (las mujeres los prefieren ricos) son relativamente escasos. En las ciudades pequeñas o intermedias, la situación es la opuesta: las mujeres escasean y los hombres son tristemente redundantes. En Nueva York, según las cuentas del economista Tim Harford, el superávit de mujeres entre los 20 y los 34 años alcanza la asombrosa cifra de 500 mil almas (en pena). En los estados rurales de Alaska, Colorado y Utah, hay más hombres que mujeres. Mejor educadas, menos apegadas a la tradición y mejor preparadas para trabajar en los sectores más dinámicos de la economía, muchas mujeres van a las grandes ciudades en busca de una nueva vida. Muchas prefieren competir por un buen partido en la ciudad a casarse con el amigo de toda la vida que representa precisamente el mundo del que quieren escapar. Los hombres, por el contrario, son más reacios a emigrar a las grandes ciudades, donde, entre otras cosas, las habilidades típicamente masculinas son cada vez peor remuneradas.

Cuando abundan las mujeres atractivas y educadas, como sucede en Nueva York o en Bogotá para no ir tan lejos, la realidad comienza a parecerse a Sex and the city. Los hombres deseados sacan provecho de la abundancia de mujeres, de su escasez relativa. El ansia indiscriminada de los machos termina venciendo la pasividad discriminante de las hembras. Los hombres pueden conseguir lo que quieren sin promesas matrimoniales o grandes inversiones. Las mujeres viven en un continuo lamento por la falta de hombres desocupados o interesados en una relación seria. Los hombres sueltos no son serios y los serios no están sueltos. Así es la vida en las grandes ciudades.

Cuando abundan los hombres, las mujeres hacen de las suyas. Escogen y exigen con pasividad discriminante. Los compañeros de cama son convertidos, ipso facto, en socios de crianza. Las mujeres, entre tanto, ya no se quejan por la cantidad, sino por la calidad de sus compañeros del otro sexo. En el pueblo australiano, una mujer soltera le dijo a un periódico local: “Aquí no hay hombres que valgan la pena. Todos están muy ocupados tomando cerveza para mirar a las mujeres, lo único que hacen es gritar o silbar cuando uno pasa por su lado”.

No muchas mujeres acudirán al llamado del alcalde australiano. La mayoría prefiere la escasez de buenos partidos a la abundancia de malos prospectos. En todas partes, las mujeres jóvenes casi siempre dejan a los malos conocidos para ir en busca de los buenos por conocer.