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29 marzo, 2008

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Academia y política

Esta semana la prensa nacional reseñó las principales conclusiones de un estudio elaborado por varios profesores de la Universidad Nacional pertenecientes a un grupo de investigación sobre cultura política, instituciones y globalización. El estudio concluye que “en Colombia tenemos una cultura mafiosa”, que la conciencia nacional está reflejada en “el espejo que devuelve la desastrosa imagen de una película de gángsters al estilo siciliano”.

La cultura mafiosa, dicen los investigadores, está por todas partes. En los peatones que cruzan las calles por cualquier lado, en los conductores que parquean sus vehículos en cualquier parte, en los funcionarios corruptos, en los políticos clientelistas y en los empresarios evasores. La cultura mafiosa, tal como está definida, es todo y es nada al mismo tiempo. Pero los investigadores insisten en que el gran culpable es el Estado. “Situaciones como el narcotráfico —dice un reporte sobre el estudio de marras— son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”. Los investigadores pasan de la obviedad (el narcotráfico indica que hay mafia) a la necedad (los peatones desobedientes ejemplifican la cultura mafiosa). Muestran una evidente propensión a sacar conclusiones apresuradas, a anteponer el discurso político a la investigación.

En las últimas semanas, la prensa nacional ha comentado en detalle las conclusiones del estudio de Claudia López sobre la parapolítica en Antioquia. Las implicaciones del estudio son conocidas por la opinión pública, pero las minucias de la argumentación no han trascendido, son hasta hoy desconocidas. Cabe señalar, sin embargo, que las licencias académicas del estudio son notables. La investigadora Claudia López llena los vacíos naturales de la evidencia con opiniones personales, con apreciaciones subjetivas, lo que termina confundiendo la frontera necesaria entre academia y opinión. Algunas de las conclusiones del estudio se derivan de la evidencia acopiada, otras nada tienen que ver con los datos reunidos, son juicios personales revestidos de academia. Los datos parecen a veces un adorno, un lustre necesario para unas conclusiones sacadas de antemano. Muchas de las opiniones parecen sensatas. Pero la academia no consiste en opinar con sensatez. La academia debe, por encima de todo, probar lo enunciado.

Los dos estudios mencionados sirven, en mi opinión, para plantear un argumento general, para precisar el papel de la academia en el debate público. En sus investigaciones, los académicos deben evitar las conclusiones infundadas y los atajos retóricos. Deben distinguir entre los juicios subjetivos y las inferencias objetivas. Deben respetar los datos. Uno entiende que los políticos distorsionen la evidencia —al fin y al cabo su oficio consiste en mentir con sinceridad—, pero los académicos deben tratar de opinar con fundamento.

Quisiera terminar con una última reflexión sobre el papel de la academia. Los académicos, como señaló Albert Hirschman hace ya varias décadas, deben mantener un temperamento persuasible, cierto grado de apertura y provisionalidad en sus opiniones. La línea es difusa, la distinción es idílica, pero quisiera insistir de todos modos en un punto ya reiterado: una cosa es el discurso político y otra muy distinta la investigación académica. Infortunadamente los dos estudios citados, el de la Universidad Nacional y el de Claudia López, parecen no tener muy clara esta distinción. Lastimosamente ambos pretenden hacer academia y política al mismo tiempo.