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8 marzo, 2008

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La historia se repite

Colombia no tiene uno sino dos conflictos diplomáticos. Los dos conflictos son diferentes, casi opuestos en su esencia a pesar de la similitud formal, de la hostilidad rabiosa de las contrapartes. El presidente Correa y el presidente Chávez, para decirlo de manera gráfica, están en lados opuestos de Westfalia. El primero aboga por el respeto a la soberanía territorial, es un westfaliano puro. El segundo, por el contrario, es un intervencionista convencido que pretende, con argumentos históricos engañosos, entrometerse en los asuntos internos de otros países. Con el primero hay posibilidades de un acuerdo razonable; con el segundo el antagonismo es inevitable.

Hasta hace apenas unos días, la intervención de Chávez en los asuntos de otros países era percibida como un asunto menor, como una simple impertinencia de un nuevo rico estridente pero inofensivo. La comunidad internacional aceptaba la participación retórica de Chávez en las contiendas electorales de la región. El financiamiento subrepticio de las campañas de candidatos chavistas era pasado por alto o denunciado tímidamente. El intervencionismo era tolerado con una suerte de resignación racional, como si se tratase de un problema que había alcanzado sus justas proporciones. “El liderazgo de Chávez, fuertemente lubricado por petrodólares —le dijo Teodoro Petkoff a la revista Cambio hace apenas dos semanas—, no alcanza más allá de la ultraizquierda y de la influencia sobre los gobiernos de Bolivia y Nicaragua”.

Pero el intervencionismo de Chávez parece mucho más problemático de lo que habían supuesto sus detractores más conocidos. Aparentemente Chávez ha usado a la guerrilla de las Farc como un instrumento expansionista, como una forma de intromisión extraterritorial. Chávez parece dispuesto a resucitar la doctrina castrista, a apoyar de manera directa (política, financiera y militarmente) a grupos armados con fines expansionistas. Así como Castro pretendió hacer de los Andes la Sierra Maestra suramericana, Chávez pretende, así lo dijo esta semana, hacer de Colombia el Ayacucho del siglo XXI. Chávez disfraza sus afanes intervencionistas de defensa antiimperialista, pero la revolución bolivariana, cabe decirlo de una vez, no está sitiada desde afuera, sino desde adentro.

“Fidel —escribió recientemente León Valencia con sorprendente candidez— siguió paso a paso las actividades del Eln en los primeros años de existencia”. “Fidel —cuenta el mismo Valencia— facilitó el regreso de los combatientes del M-19 que entraron armados por la Costa Pacífica con la intención de crear nuevos frentes de guerra en las duras tierras de Chocó y Nariñp… a mediados de los 80 cobijó a una comisión internacional de la Coordinadora Nacional Guerrillera de Colombia … Desde allí los guerrilleros colombianos entablaron relaciones con los grupos insurgentes de Centroamérica y promovieron acciones conjuntas en procura de la revolución latinoamericana”. Todas estas conexiones fueron negadas en su momento, tachadas de mentiras oficiales o de calumnias imperialistas. Más allá de su importancia histórica, las confesiones de León Valencia tienen en estos días un sentido ominoso. Sus palabras son una advertencia, un testimonio tanto sobre el pasado como sobre el futuro.

La historia se repite. Posiblemente la tragedia de la intromisión cubana se repetirá como comedia en el caso venezolano, como una comedia protagonizada por un mandatario cuyo “desvarío —las palabras son de Joseph Conrad— es más difícil de soportar que su ignominia”.