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marzo 2008

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Academia y política

Esta semana la prensa nacional reseñó las principales conclusiones de un estudio elaborado por varios profesores de la Universidad Nacional pertenecientes a un grupo de investigación sobre cultura política, instituciones y globalización. El estudio concluye que “en Colombia tenemos una cultura mafiosa”, que la conciencia nacional está reflejada en “el espejo que devuelve la desastrosa imagen de una película de gángsters al estilo siciliano”.

La cultura mafiosa, dicen los investigadores, está por todas partes. En los peatones que cruzan las calles por cualquier lado, en los conductores que parquean sus vehículos en cualquier parte, en los funcionarios corruptos, en los políticos clientelistas y en los empresarios evasores. La cultura mafiosa, tal como está definida, es todo y es nada al mismo tiempo. Pero los investigadores insisten en que el gran culpable es el Estado. “Situaciones como el narcotráfico —dice un reporte sobre el estudio de marras— son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”. Los investigadores pasan de la obviedad (el narcotráfico indica que hay mafia) a la necedad (los peatones desobedientes ejemplifican la cultura mafiosa). Muestran una evidente propensión a sacar conclusiones apresuradas, a anteponer el discurso político a la investigación.

En las últimas semanas, la prensa nacional ha comentado en detalle las conclusiones del estudio de Claudia López sobre la parapolítica en Antioquia. Las implicaciones del estudio son conocidas por la opinión pública, pero las minucias de la argumentación no han trascendido, son hasta hoy desconocidas. Cabe señalar, sin embargo, que las licencias académicas del estudio son notables. La investigadora Claudia López llena los vacíos naturales de la evidencia con opiniones personales, con apreciaciones subjetivas, lo que termina confundiendo la frontera necesaria entre academia y opinión. Algunas de las conclusiones del estudio se derivan de la evidencia acopiada, otras nada tienen que ver con los datos reunidos, son juicios personales revestidos de academia. Los datos parecen a veces un adorno, un lustre necesario para unas conclusiones sacadas de antemano. Muchas de las opiniones parecen sensatas. Pero la academia no consiste en opinar con sensatez. La academia debe, por encima de todo, probar lo enunciado.

Los dos estudios mencionados sirven, en mi opinión, para plantear un argumento general, para precisar el papel de la academia en el debate público. En sus investigaciones, los académicos deben evitar las conclusiones infundadas y los atajos retóricos. Deben distinguir entre los juicios subjetivos y las inferencias objetivas. Deben respetar los datos. Uno entiende que los políticos distorsionen la evidencia —al fin y al cabo su oficio consiste en mentir con sinceridad—, pero los académicos deben tratar de opinar con fundamento.

Quisiera terminar con una última reflexión sobre el papel de la academia. Los académicos, como señaló Albert Hirschman hace ya varias décadas, deben mantener un temperamento persuasible, cierto grado de apertura y provisionalidad en sus opiniones. La línea es difusa, la distinción es idílica, pero quisiera insistir de todos modos en un punto ya reiterado: una cosa es el discurso político y otra muy distinta la investigación académica. Infortunadamente los dos estudios citados, el de la Universidad Nacional y el de Claudia López, parecen no tener muy clara esta distinción. Lastimosamente ambos pretenden hacer academia y política al mismo tiempo.

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Pueblos fantasmas

Esta columna es una invitación al pasado, un inventario escueto de algunos de los lugares menos conspicuos de nuestra geografía y más interesantes de nuestra historia. La columna insinúa una ruta fascinante, la ruta que conecta los municipios colombianos que fueron y ya no son, aquellos donde la realidad tiene el aspecto fascinante, la belleza triste de la decadencia; donde el presente se ha transformado en una sombra del pasado. El título de la columna no tiene ningún ánimo peyorativo. Simplemente pretende darle un nombre llamativo a este rápido recorrido por la geografía del ocaso.

La columna está basada en una comparación sencilla, realizada con base en los censos de población de 2005 y 1918. La comparación muestra la magnitud de la transformación demográfica que experimentó Colombia en menos de un siglo. En cifras redondas, la población se multiplicó por siete: pasó de 6 a 42 millones. En 1918, Bogotá tenía 144 mil habitantes; en 2005, tenía casi siete millones. Medellín pasó de 79 mil habitantes a 2,2 millones en el mismo período. En 1918, 6% de la población colombiana vivía en las cuatro principales ciudades del país; en 2005, este porcentaje ya ascendía a 30% o a 35% si se cuentan los habitantes de las poblaciones aledañas a Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla, las ciudades ganadoras (si podemos llamarlas así) de la gran explosión demográfica del siglo XX.
La concentración espacial de la población es una historia conocida, el resultado inevitable del determinismo milimétrico que conecta el desarrollo económico y la urbanización. Pero esta historia tiene algunos detalles desconocidos, algunos protagonistas secundarios, olvidados: los pueblos fantasmas, los municipios que, durante la gran explosión demográfica del siglo XX, experimentaron una caída absoluta en su población. Cien municipios (mal contados) tenían menos habitantes en 2005 que en 1918. En términos absolutos, la población residente en estos municipios cayó de 750 mil a 560 mil en el período en cuestión. Tomados en conjunto, estos municipios albergaban 13% de la población colombiana en 1918; actualmente apenas albergan 1% de los habitantes del país. Esta caída es explicada por una superposición de causas, económicas en primer lugar; sociales, incluida la violencia, en segundo.

La lista de pueblos en retroceso, demográficamente hablando, es encabezada por un municipio de Santander, Jesús María, y por dos municipios de Cundinamarca: Machetá y Manta. La lista contiene ocho municipios de Antioquia, entre ellos, Carolina (la tierra de Juanes), Caramanta, Jericó, Titiribí y Santo Domingo, el lugar de nacimiento de Tomás Carrasquilla, donde hace un siglo existía una biblioteca pública tan bien dotada que llamó la atención de varios visitantes extranjeros. La lista incluye 40 municipios de Boyacá, entre ellos, Boavita, Chispas, El Cocuy, Guacamayas, Miraflores, Paya, Santa Sofía, Tota y Zetaquirá. Hay 25 municipios de Santander (entre los que se cuentan joyas conocidas como Barichara y desconocidas como San Andrés y Matanza); 18 de Cundinamarca (entre ellos Anolaima, Gachetá, Jerusalén y Tibiritá, donde nació Rufino Cuervo, inmortalizado por una historia en dos tomos escrita por sus hijos, Ángel y Rufino José); y tres municipios de Caldas: Marulanda, Salamina y Aguadas.

En fin, la lista es larga y tendida: su misma heterogeneidad sugiere una multiplicidad de causas, de historias sin un hilo conductor distinto a la decadencia compartida. Todos los países tienen una parte de su historia grabada en su geografía. La lista mencionada sugiere, en consecuencia, algunos destinos propicios para quienes, algún día, tarde o temprano, desean viajar en el tiempo sin mayores artilugios.

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Virginio Rognoni

Virginio Rognoni es una de las figuras más importantes de la política italiana contemporánea. Ha sido ministro de Defensa, de Justicia y del Interior. Recientemente, ya con ochenta años encima, fue presidente del Consejo Superior de la Magistratura. Rognoni fue nombrado ministro del Interior después del secuestro y asesinato del ex primer ministro italiano Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas en 1978, el año del plomo. El asesinato de Moro, la fotografía de su cuerpo abandonado en un Renault 4 rojo en las calles de Roma, sigue siendo, para mi generación al menos, un recuerdo perdurable del poder destructor del terrorismo. Rognoni estuvo cinco años en el Ministerio del Interior y logró lo que parecía imposible: derrotar a las Brigadas Rojas, acabar con el terrorismo que amenazaba con destruir la sociedad y la economía italianas. El legado de Rognoni tiene, creo yo, una relevancia creciente en nuestra lucha contra el terrorismo.
Como escribió recientemente el escritor australiano Clive James, Rognoni confrontó una amenaza genuina y logró neutralizarla por medios razonables, siempre del lado de la ley. Los ideólogos de izquierda lo acusaron de ser más benigno con los terroristas de derecha, los de derecha, de lo contrario. Pero Rognoni siempre desestimó los argumentos de unos y otros, sus intentos por establecer una gradación moral de los terroristas. Rognoni fijó desde el comienzo los límites y los principios de su lucha. Como escribió el mismo James, en la guerra contra el terrorismo, urge definir los principios de antemano, mucho antes de que la presión de los acontecimientos comience a reforzar la idea de que la eficacia es el único principio. Rognoni creía que el Estado no debe usar todos los medios en la lucha crucial contra sus enemigos.

Rognoni marcó una diferencia clara entre sus métodos y los de los dictadores latinoamericanos que, durante los años setenta, recurrieron a la tortura y a la desaparición forzada. Nunca cedió a la tentación de suspender las libertades individuales. Lo pensó muchas veces. Pero jamás cruzó la línea, jamás les dio el gusto a los terroristas de usar la suspensión de las libertades como excusa para su barbarie. “La impresión que da —escribió Clive James— es la de un hombre para quien el terrorismo era tan repugnante, que usar el contraterrorismo para combatirlo le parecía inconcebible”.

El presidente Uribe también ha insistido en la necesidad de marcar una diferencia con los dictadores latinoamericanos de las décadas precedentes: la “seguridad democrática” está definida en oposición a la “seguridad nacional”. Pero ahora más que nunca, ahora que su éxito militar es incuestionable, es crucial definir claramente los principios y los límites de la Seguridad Democrática. No se trata, por supuesto, de pelear la guerra con la urbanidad de Carreño en los morrales (“lo invito a un duelo, señor terrorista”). Pero sí de establecer de manera explícita que la lucha contra el terrorismo, en el campo y en la oficina, debe darse dentro del marco de la ley. 


Rognoni no era un moralista. Pero entendía que el terrorismo no sólo amenaza la democracia de manera directa, sino también de forma indirecta, a través de las respuestas antidemocráticas del mismo Estado. “Vengan de donde vengan sus dolencias —decía—, el terrorismo nunca cura a la democracia; la mata. La democracia se cura con democracia”. Esta frase puede sonar idealista. Pero contiene, una enseñanza fundamental en nuestra legítima batalla por derrotar el terrorismo y proteger las instituciones.
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La historia se repite

Colombia no tiene uno sino dos conflictos diplomáticos. Los dos conflictos son diferentes, casi opuestos en su esencia a pesar de la similitud formal, de la hostilidad rabiosa de las contrapartes. El presidente Correa y el presidente Chávez, para decirlo de manera gráfica, están en lados opuestos de Westfalia. El primero aboga por el respeto a la soberanía territorial, es un westfaliano puro. El segundo, por el contrario, es un intervencionista convencido que pretende, con argumentos históricos engañosos, entrometerse en los asuntos internos de otros países. Con el primero hay posibilidades de un acuerdo razonable; con el segundo el antagonismo es inevitable.

Hasta hace apenas unos días, la intervención de Chávez en los asuntos de otros países era percibida como un asunto menor, como una simple impertinencia de un nuevo rico estridente pero inofensivo. La comunidad internacional aceptaba la participación retórica de Chávez en las contiendas electorales de la región. El financiamiento subrepticio de las campañas de candidatos chavistas era pasado por alto o denunciado tímidamente. El intervencionismo era tolerado con una suerte de resignación racional, como si se tratase de un problema que había alcanzado sus justas proporciones. “El liderazgo de Chávez, fuertemente lubricado por petrodólares —le dijo Teodoro Petkoff a la revista Cambio hace apenas dos semanas—, no alcanza más allá de la ultraizquierda y de la influencia sobre los gobiernos de Bolivia y Nicaragua”.

Pero el intervencionismo de Chávez parece mucho más problemático de lo que habían supuesto sus detractores más conocidos. Aparentemente Chávez ha usado a la guerrilla de las Farc como un instrumento expansionista, como una forma de intromisión extraterritorial. Chávez parece dispuesto a resucitar la doctrina castrista, a apoyar de manera directa (política, financiera y militarmente) a grupos armados con fines expansionistas. Así como Castro pretendió hacer de los Andes la Sierra Maestra suramericana, Chávez pretende, así lo dijo esta semana, hacer de Colombia el Ayacucho del siglo XXI. Chávez disfraza sus afanes intervencionistas de defensa antiimperialista, pero la revolución bolivariana, cabe decirlo de una vez, no está sitiada desde afuera, sino desde adentro.

“Fidel —escribió recientemente León Valencia con sorprendente candidez— siguió paso a paso las actividades del Eln en los primeros años de existencia”. “Fidel —cuenta el mismo Valencia— facilitó el regreso de los combatientes del M-19 que entraron armados por la Costa Pacífica con la intención de crear nuevos frentes de guerra en las duras tierras de Chocó y Nariñp… a mediados de los 80 cobijó a una comisión internacional de la Coordinadora Nacional Guerrillera de Colombia … Desde allí los guerrilleros colombianos entablaron relaciones con los grupos insurgentes de Centroamérica y promovieron acciones conjuntas en procura de la revolución latinoamericana”. Todas estas conexiones fueron negadas en su momento, tachadas de mentiras oficiales o de calumnias imperialistas. Más allá de su importancia histórica, las confesiones de León Valencia tienen en estos días un sentido ominoso. Sus palabras son una advertencia, un testimonio tanto sobre el pasado como sobre el futuro.

La historia se repite. Posiblemente la tragedia de la intromisión cubana se repetirá como comedia en el caso venezolano, como una comedia protagonizada por un mandatario cuyo “desvarío —las palabras son de Joseph Conrad— es más difícil de soportar que su ignominia”.

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La paraguerrilla

Los medios colombianos reportaron la semana pasada el asesinato, en las afueras del municipio de Santa Rosa del Sur, Bolívar, del líder comunitario Miguel Daza. La noticia no mereció grandes titulares, ni suscitó grandes debates: la sociedad colombiana está ocupada de otras tragedias y permanece abrumada por las voces estridentes de los publicistas de la paz y de la guerra. Daza era el director de Aprocasur, una asociación campesina con aproximadamente 500 afiliados que habían emprendido conjuntamente la utopía extraña de erradicar coca y sembrar cacao clonado. En 2002, Daza lideró un movimiento de resistencia civil que rodeó por 15 días un campamento de las Farc y logró la liberación de dos secuestrados. El año pasado, durante la visita del presidente Bush, Daza fue invitado a compartir su experiencia, su tozudez, podríamos decir, con la comitiva norteamericana. “Su finca —dijo uno de sus amigos esta semana— era como una pieza que no encajaba en un rompecabezas, porque tenía cacao mientras todos sus vecinos seguían sembrando coca”.

La prensa ofreció versiones contradictorias acerca de los asesinos de Daza. Algunas versiones iniciales señalaron que Daza había muerto en un retén guerrillero. Otras, que había sido asesinado por grupos criminales surgidos de una nueva alianza entre narcotraficantes y desmovilizados. Otras más que los asesinos pertenecían a la banda de los “Mellizos” o a narcotraficantes del norte del Valle. El Alcalde de Santa Rosa del Sur dio una versión aún más inquietante. Los asesinos —dijo— pueden ser parte de “una extraña alianza entre guerrilla y paramilitares, apoyada por los carteles de la mafia que buscan controlar la región”. Colombia, cabe recordar, sigue siendo el primer productor mundial de cocaína.

La profusión de versiones contradictorias, la confusión con respecto a los asesinos de Miguel Daza, no es casual. Todo lo contrario. La confusión refleja la nueva cara de la violencia en Colombia; muestra, entre otras cosas, la irrelevancia de la distinción tradicional entre violencia guerrillera y paramilitar. Con la desmovilización de los jefes paramilitares y con el repliegue (el destierro obligado) de los jefes guerrilleros, los grupos violentos se han descentralizado, se han convertido en bandas que operan localmente, en organizaciones aisladas que tienen como únicos fines el control del territorio y la producción de droga. En este escenario, los paramilitares y la guerrilla son indistinguibles: tienen los mismos objetivos, usan las mismas tácticas, reclutan los mismos hombres y combaten o cooperan según las circunstancias del negocio.

En el sur de Bolívar, por ejemplo, la violencia es ejercida por las ‘Águilas Negras’ (un grupo conformado por antiguos miembros del Bloque Central Bolívar), por las ‘Contra Águilas’ (otro grupo de desmovilizados reclutado por narcotraficantes del norte del Valle), por cinco o seis frentes del Eln y por dos frentes de las Farc. Todos estos grupos son similares. Todos son organizaciones descentralizadas movidas por un interés económico, por el control del negocio de la droga. La superposición de estos grupos sugiere, creo yo, la irrelevancia de la distinción tradicional entre guerrilleros y paramilitares, y explica la existencia, señalada por el alcalde de Santa Rosa de Sur, de alianzas entre unos y otros.

Resulta paradójico, sin duda, que mientras la sociedad colombiana marcha contra una u otra forma de violencia, los guerrilleros y los paramilitares van en camino de convertirse en la misma cosa. En síntesis, los asesinos de Miguel Daza representan el surgimiento de una nueva forma de violencia: la para-guerrilla o la guerrilla para. El orden no importa. La lógica del negocio de la droga borra las ideologías y confunde los criminales hasta hacerlos indistinguibles.