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23 febrero, 2008

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Gobierno sin límites

La democracia liberal está basada en los contrapesos al poder, en lo que los filósofos políticos llaman el poder civilizado. Pero los contrapesos no sólo existen entre los distintos poderes públicos, sino también dentro de cada uno. Las instancias técnicas de decisión constituyen, en particular, un contrapeso primordial en el gobierno, en el poder ejecutivo. En los inicios de cualquier gobierno, los técnicos son un contrapeso eficaz pues su conocimiento compensa la inexperiencia de los recién llegados. Pero con el tiempo, el presidente y los ministros pueden prescindir del conocimiento técnico y pueden entonces evitar sus restricciones. Después de varios años, las restricciones desaparecen y la arbitrariedad presidencial o ministerial se convierte en la regla, en la forma corriente de la administración pública. El gobierno de Uribe es un ejemplo perfecto, casi de libro de texto, del fenómeno descrito.

Tómese, por ejemplo, el aumento de los aranceles a la tela, la ropa y los zapatos anunciado por el Gobierno recientemente. En el pasado, estas decisiones eran discutidas en el Consejo Superior de Comercio Exterior, una importante instancia técnica. Pero con el deterioro de los contrapesos internos, las decisiones se toman ahora en reuniones cerradas en Palacio, de frente a los beneficiados y de espaldas al país. No es extraño, pues, que el interés particular termine desplazando al general. “Los traficantes de influencias montan y desmontan en Palacio”, escribió esta semana Rudolf Hommes. Y basta un pequeño desliz (práctico o teórico) para pasar del tráfico de influencias a la corrupción. Al fin y al cabo, la corrupción se define como el uso del poder público para el enriquecimiento privado.

Pero el desenfado ministerial no termina allí. Otros ministros han ido incluso más lejos, han mostrado un desprecio mayor por los límites (éticos) de su investidura. El Ministro de Protección Social, según informó recientemente el diario El Tiempo, ocupa ahora su tiempo libre en buscar nombres conocidos en una lista de doce mil supuestos infractores a las normas que regulan los aportes a la seguridad social. Cándidamente, el Ministro informó a la prensa que su curiosidad (inocente o malsana) le permitió, en pocas horas, identificar no sólo a dos de sus hermanos, sino también a políticos, periodistas, académicos y magistrados. Como escribió el ex ministro Rafael Pardo esta semana, conviene preguntarse por las razones que llevan a un ministro a consultar y comentar información tributaria privilegiada con nombres propios. ¿Considera el Ministro que las urgencias de su cartera están por encima de ciertos derechos y ciertas normas? ¿O será más bien que el Gobierno está preparando la lista Palacio a usanza de Hugo Chávez y su famosa lista Tascón? Sea lo que fuere, el Ministro de Protección Social puede estar violando la ley y debería, creo yo, ser investigado por las autoridades competentes.

La lista de desafueros no termina con las reuniones en Palacio o con la lista de Palacio. El Ministro de Transporte, por ejemplo, ofrece zonas francas ambulantes para componer entuertos; abre licitaciones sin pliegos; extiende contratos sin licitación; promete obras públicas en cada reunión; renegocia concesiones sin criterios generales, a su antojo. El Ministro de Agricultura impreca públicamente al Banco de la República y opina impunemente sobre las decisiones de otras carteras. Y el Gobierno en pleno, con el Presidente a la cabeza, intenta imponer sus criterios y prioridades a los mandatarios regionales.

Después de cinco años (y algunos con la esperanza de muchos más), muchos ministros parecen haber perdido cualquier noción de los límites del poder y de la inconveniencia de la arbitrariedad. Parafraseando al poeta, “se sienten en este mundo como en su casa, gritan y ordenan, quiebran y arrancan y todo lo consideran suyo… yo no sé francamente cómo hacen, cómo no entienden”.