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diciembre 2007

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Sobre la violencia superficial

La prensa colombiana publicó esta semana el espeluznante testimonio de una joven ex guerrillera de las Farc que tuvo bajo su cuidado a varios de los diputados vallecaucanos asesinados a mediados de año. “Durante el día —relata la joven— tenían la cadena en las manos, y en la noche en los pies. Cuando iban para el baño les soltábamos una mano, pero la otra seguía amarrada. Cuando orinaban, era delante de nosotros, y para las otras necesidades amarrábamos la cadena a un palo, pero no dejábamos de mirarlos”. Uno de los diputados –relata también la ex guerrillera– “repetía que prefería mil veces que lo mataran a seguir pasando esa pena, y no me recibía comida”. El testimonio no deja dudas: las Farc aniquilaron primero el espíritu de los secuestrados y luego procedieron a eliminarlos físicamente. Como escribiera Primo Levi con respecto a las víctimas de los campos de concentración alemanes, “la chispa divina murió en ellos. Uno vacila en llamarlos vivos. Uno vacila en llamar muerte a su muerte”.

El testimonio de la ex guerrillera invita no sólo al repudio, al rechazo sin atenuantes, sino también a la reflexión, a la búsqueda de una explicación, de un entendimiento acerca de las causas del mal. Lo primero que llama la atención, en el caso de las Farc, es la inexistencia de una convicción ideológica sólida, de un fervor doctrinario que nuble la moral y motive la crueldad. Las Farc siempre han carecido de un liderazgo ideológico fuerte y fundamentado: Manual Marulanda no es Abimael Guzmán. Las Farc no son tanto un ejército de cruzados, como una organización de mercenarios. En últimas, la magnitud de los crímenes de las Farc contrasta con la superficialidad de su ideología.

La crueldad de las Farc tampoco es el resultado de la patología, de una perversión psicológica. Los jefes guerrilleros parecen, según los muchos testimonios, “terriblemente normales”: preocupados de asuntos mundanos (los resultados del fútbol profesional), aficionados a gustos burgueses (el agua embotellada), dados a la conversación fácil, a una camaradería desafiante que ha confundido a tantos interlocutores, nacionales y extranjeros. Tal como escribió Hannah Arendt en alusión a los criminales nazis, “el hecho maligno no puede ser rastreado hasta una particularidad de la maldad, hasta alguna patología o hasta alguna convicción ideológica del perpetrador”. La explicación tiene que buscarse en otra parte.

La crueldad de las Farc puede ser explicada por un conjunto de circunstancias mencionado por la misma Arendt con relación a los criminales nazis: la inhabilidad para pensar, para razonar más allá de fórmulas preconcebidas. Las Farc son una organización desconectada de la realidad. Incapaz de aceptar los hechos, de verse como la ven los otros. El aislamiento ha contribuido a la anulación del pensamiento, a la suspensión del juicio y ha facilitado una forma de violencia superficial, casi enigmática. Precisamente lo que Arendt llamaba la banalidad del mal.

En el caso específico de las Farc, la banalidad del mal se caracteriza por una forma extraña de racionalidad, por la sofisticación de los medios cuando los objetivos (la toma del poder) se tornan inalcanzables. No es que el fin justifique los medios violentos: es que éstos se han convertido en el único fin. Quisiera estar equivocado. Pero las muchas opiniones, incluida la de monseñor Castro, que señalan un viraje humanitario de las Farc, me parecen equivocadas, desconocedoras, en últimas, de la incapacidad de pensamiento de una organización que parece haber caído en una dinámica descendente de violencia superficial.
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El nuevo autoritarismo

La escogencia de los personajes del año, realizada de manera previsible, casi mecánica, por la mayoría de los medios escritos, nacionales e internacionales, es un ejercicio riesgoso, un juicio histórico hecho sin la distancia adecuada. El resplandor del presente, sobra decirlo, impide una visión apropiada del panorama de la historia. Más que un juicio sobre el pasado, la escogencia de los personajes del año constituye, en mi opinión, una reflexión acerca del futuro. Es un ejercicio en futurología. Una extrapolación problemática pero interesante.

Así debería entenderse, como una predicción ominosa, la escogencia de Vladimir Putin como el personaje del año por parte de la revista Time. Putin representa, según los editorialistas de la revista, la estabilidad antes que la libertad, el orden antes que la democracia. “Con un costo significativo sobre los principios y las ideas valoradas por las naciones libres, Putin ha protagonizado un extraordinario acto de liderazgo al llevar la estabilidad a una nación que nunca la ha conocido”. La revista aclara que la elección no es un honor. Ni tampoco una muestra de respaldo. Es simplemente un juicio realista. Una opinión sobre el futuro del mundo.

Casi dos décadas después del optimismo que sobrevino a la caída del muro de Berlín, la revista Time toma partido en favor del pesimismo y en contra del idealismo liberal (y neoconservador), de la idea optimista de que la democracia liberal prevalecería, impulsada por el poder de la diplomacia o de los cañones. Time acepta con resignación los extravíos de la democracia, el surgimiento del autoritarismo y el retroceso de la libertad. Admite la sumisión voluntaria de la mayoría ante un poder ordenado, meticuloso y proveedor. Los rusos, como lo dijera Ettienne de La Boéite en el siglo XVI, parecen no tanto haber perdido su libertad, como ganado su servidumbre. El sacrificio de la libertad, en opinión de la mayoría, es un costo menor en busca de la estabilidad y la prosperidad.

A escala mundial, Putin representa una corrección histórica, el regreso del péndulo hacia el autoritarismo. En palabras del periodista Robert D. Kaplan, “aunque el movimiento hacia la democracia después del fin de la guerra fría fue un triunfo para la filosofía liberal, el péndulo terminará por estabilizarse en la mitad entre los ideales liberales y las realidades de Hobbes”. Putin es el punto de descanso del péndulo, el símbolo del nuevo autoritarismo, la demostración palpable de que un sistema antiliberal puede ser percibido como legítimo si brinda estabilidad e impulsa el crecimiento económico.

La selección de Putin como personaje del año es una aceptación implícita del retroceso de la democracia liberal y del avance del nuevo autoritarismo. De una forma de gobierno que no destruye la voluntad pero la ablanda, que no esclaviza al hombre pero lo inhibe. Y “que finamente -como escribió Alexis de Tocqueville- reduce cada nación a nada más que un rebaño de animales tímidos y trabajadores con el gobierno como su pastor”. Putin representa, en últimas, la nueva imagen del antiliberalismo, la personificación perfecta del despotismo del siglo XXI.
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Los chuzados

Como seguramente lo señalarán los historiadores del futuro, existe un elemento común en la historia de Colombia de las últimas décadas: las interferencias secretas, las conversaciones grabadas ilegal o fortuitamente. El escándalo político más grande de nuestra historia reciente comenzó con una conversación interceptada, con los famosos narcocasetes. Otros casetes, grabados por un radioaficionado medio ciego, revelaron el escabroso papel de la Fuerza Pública en el holocausto del Palacio de Justicia: “que no nos pongamos a pararnos en municiones o en destrozos que haya que ocasionar… que haya acción… cambio”. Recientemente —ya en desuso los casetes y en abuso los archivos electrónicos—, unas conversaciones interferidas ilegalmente revelaron los extravíos del proceso de paz más cuestionado en nuestra ya larga historia de impunidades pactadas. Las interceptaciones han servido incluso para el entretenimiento, para el deleite voyeurista de los aficionados al reality de la política. En los últimos años hemos escuchado diálogos domésticos entre hermanos, tratos impúdicos entre ministros, imprecaciones presidenciales en tono mayor. De todo.

Aparentemente la cosa viene de atrás. Cuentan los testigos, los que tuvieron acceso a las trastiendas del poder en la época previa a los casetes, en los tiempos de las cintas que fueron también los del Frente Nacional, que en la residencia presidencial de entonces existía una pequeña habitación donde se almacenaban miles de cintas con conversaciones de personajes destacados. Las cintas contenían un registro inédito de la historia nacional. Pero no eran simples testimonios. No eran sólo actas habladas de decisiones y actuaciones previas. Eran testimonios activos. Las grabaciones, sobra decirlo, no sólo registran la historia: pueden también cambiarla.

Las grabaciones ilegales registran el pasado, retratan el presente y pueden cambiar el futuro. La mayoría describe hechos extraordinarios con una entonación familiar, como si se tratase de una epopeya de Hollywood doblada por actores nacionales. Dice el escritor chileno Roberto Bolaño: “las voces que llegan del espacio exterior están rediseñando esta isla infantil llamada Chile: nos enseñan con vara de maestro nuestra realidad, nos piden que abramos los ojos y que abramos también las orejas”. La referencia geográfica es irrelevante. Un detalle circunstancial, pues la idea de fondo es la misma en Colombia y en Chile: las voces interceptadas cuentan y hacen la historia al mismo tiempo.

Las grabaciones (como las cámaras) cambian a los protagonistas. Probablemente muchos funcionarios (y otros tantos personajes de la vida nacional) sienten que están haciendo parte de una representación. Saben que la audiencia es grande. No hablan sólo para sus interlocutores, sino también para el público en general. O simplemente callan. En fin, los que se temen chuzados nunca son sinceros. Son actores de radionovela.

Dice el mismo Roberto Bolaño: “las voces, como si se tratara de una radionovela, están actuando para nosotros, pero sobre todo están actuando para ellos mismos. Por fin han encontrado el papel de su vida… frente a ellos estamos nosotros, desarmados, pero mirando y escuchando”. Frente a ellos estamos todos. Entretenidos y espantados mientras pasa la historia de Colombia convertida en radionovela, en diálogos recurrentes entre personajes “chuzados”: los protagonistas de una comedia que no parece tener fin.
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Sobre la conciencia humanitaria de la nación

Muchos analistas y comentaristas nacionales han interpretado el drama (y la encrucijada) de los secuestrados de las Farc como una muestra fehaciente de nuestras falencias morales, de nuestra inveterada falta de conciencia y solidaridad. Los juicios sociológicos (los dictámenes indignados) están a la orden del día. Aparecen por todas partes, con la insistencia estentórea de los lugares comunes. “¿Esta será una prueba de que Íngrid está viva, o de que nuestra sociedad está muerta?”, pregunta retóricamente el caricaturista Vladdo. “Los videos… le hacen a uno preguntarse qué sentido tiene pertenecer a un país que es capaz de producir esta barbarie silenciosa que se siente de manera íntima, pero que no impulsa a la gente a protestar en las calles, ni a salir a mostrar su indignación”, afirma rudamente la columnista María Jimena Duzán. “Lo que está hoy en juego es qué tanta conciencia humanitaria tiene esta nación”, anuncia perentoriamente el analista Ricardo Santamaría.

La tendencia a explicar muchos de nuestros problemas, antiguos o recientes, como el reflejo de una supuesta perversión moral de la sociedad colombiana tiene una larga tradición. Tanto la izquierda como la derecha adornan sus discursos con diagnósticos culposos, con reflexiones indignadas sobre el alma nacional. Los colombianos, como alguna vez escribiera Gabriel García Márquez, nos deleitamos mirándonos en el espejo de nuestras propias culpas. Reales o inventadas. Somos un país aficionado a la autoflagelación. A la inculpación colectiva. A los golpes de pecho. “Colombia es el peor país del mundo… En sus arrugas montañosas se encajona el espíritu y entre sus valles calurosos, donde zumban los mosquitos, se avinagra el alma”, escribe Fernando Vallejo. Y muchos de nuestros columnistas (“se dicen partes, pero se sienten jueces”) parecen estar de acuerdo.

Pero, en mi opinión, los juicios sociológicos son equivocados. Indemostrables, en el mejor de los casos. Falsos, en el peor. No creo en las sociedades buenas o malas. Ni tampoco en la existencia colectiva (o generalizada) de ciertas falencias morales: la indiferencia, la obsecuencia, la insolidaridad, etc.. Creo, incluso que, al menos en el caso que nos ocupa, los colombianos estarían dispuestos a llevar la solidaridad a extremos insospechados. Algunos colombianos, en mi opinión, estarían dispuestos a intercambiarse por secuestrados que nunca han visto en sus vidas. O a donar una parte de sus posesiones para reducir el sufrimiento de las víctimas. Así, la pregunta retórica de Vladdo (entre otras opiniones) me parece no sólo falsa, sino también injusta.

Muchos colombianos se oponen al despeje no por insolidaridad. No por una incapacidad perversa de ponerse en el lugar del otro o por una indiferencia ancestral ante el sufrimiento ajeno, sino por un escepticismo aprendido, por un convencimiento de que el despeje no disminuirá el sufrimiento y podría incluso multiplicar la barbarie. Probablemente las protestas contra el secuestro seguirán creciendo en el futuro. Pero el rechazo colectivo, el ímpetu de la indignación, siempre tendrá que vencer la certeza sobre la futilidad de los actos políticos, sobre la sordera de las Farc al clamor generalizado.

En fin, Colombia no es la culpable de lo que está sucediendo: es la víctima. La dimensión de nuestra tragedia se manifiesta, entre otras cosas, en la necesidad de repetir lo obvio. Así, dejar de lado la culpa colectiva, rechazar los juicios sociológicos, es, en mi opinión, un paso importante en busca de la unidad nacional, del consenso necesario para lo que viene, para el diálogo inevitable entre una sociedad victimizada y sus victimarios. Los alegatos autoflagelantes no sólo reiteran un lugar común que ha hecho mucho daño y ha logrado muy poco, sino que promueven precisamente lo que pretenden combatir: la insolidaridad y la indiferencia. En últimas, el exhibicionismo moral no sólo es, en esencia, deshonesto, sino que también es, en la práctica, contraproducente.
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Una comedia anunciada

“Este mundo es una comedia para quienes piensan, y una tragedia para quienes sienten”, escribió hace más de dos siglos el aristócrata inglés Horace Walpole. El enfrentamiento entre Álvaro Uribe y Hugo Chávez tiene mucho de ambas cosas. Para quienes piensan, es una comedia de vanidades. O de errores. O de equivocaciones. Para quienes sienten, es una tragedia de infortunios. O de frustraciones. O de falsas ilusiones.

Ya casi todo se ha dicho sobre el tema. Tanto así que las reiteraciones parecen inoficiosas, superfluas. Quisiera, sin embargo, insistir una vez más sobre lo mismo, señalar un último punto. En el discurso de Calamar, el presidente Uribe dijo, entre otras cosas, que el presidente Chávez no estaba interesado en la paz de Colombia, sino en el fortalecimiento de la guerrilla. Esta denuncia es obvia en retrospectiva. Pero también lo era en prospectiva. Uribe pudo haber dicho lo que dijo hace tres meses o tres años. Para anticipar el fracaso de la intermediación de Chávez, no era necesario ningún poder de adivinación. Bastaba consultar la evidencia. Hacer un poco de memoria.

La relación del presidente Chávez con la guerrilla colombiana tiene una historia larga y conocida. Cabría recordar, por ejemplo, el caso de José María Ballestas, el guerrillero del Eln que dirigió el secuestro de un avión de Avianca en 1999. En el año 2001, Ballestas fue capturado en Caracas, donde vivía amparado por una identidad falsa y unas autoridades complacientes. Una vez capturado, Ballestas fue liberado por orden directa del presidente Chávez, y sólo fue entregado a la justicia colombiana después de muchas rogativas y gran presión internacional.

Cabría también recordar las audacias de Miguel Quintero, asesor y amigo de Chávez, quien tuvo que refugiarse en Cuba hace algunos años, después de que el gobierno de los Estados Unidos llamara la atención sobre sus operaciones encubiertas en favor de la guerrilla colombiana. O cabría simplemente citar las declaraciones de Heinz Dieterich (el principal mentor intelectual de Chávez) pronunciadas en los meses previos al referendo revocatorio venezolano de 2004. “El referendo —dijo Dieterich— es una batalla decisiva entre el eje oligárquico-imperial y el eje presidencial-patriótico. Perder esta batalla significa perder la guerra. Perderlo todo. Crearía una situación extremadamente peligrosa y dejaría… a las Farc y al Eln en Colombia y a los demás movimientos sociales progresistas de toda la Patria Grande sin horizonte estratégico concreto”.

Todo lo anterior era conocido cuando el presidente Uribe decidió la malograda y malhadada intermediación del presidente Chávez. La frase de Dieterich, por ejemplo, no deja dudas sobre las intenciones de Chávez y sus asesores. El fracaso era previsible. El juego con fuego ya prefiguraba la chamuscada. La comedia y la tragedia estaban anunciadas. Como en el caso de Jorge Noguera o de Salvador Arana, el presidente Uribe tomó la decisión equivocada con la información en la mano, con las cartas puestas sobre la mesa. Un poco de suspicacia (o de memoria) hubiese sido suficiente para advertir el desenlace final, para anticipar las consecuencias negativas de este otro nombramiento equivocado.