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22 septiembre, 2007

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La caída de la Iglesia Católica

No sé si será por la fijación nacional con el Presidente Uribe, con los vaivenes de su popularidad. No sé, insisto, cuales hayan sido los verdaderos motivos pero sospecho que están relacionados con nuestra obsesión colectiva con la figura del Presidente. Lo cierto del caso es que un cambio espectacular, tectónico diría yo, en la opinión de los colombianos pasó desapercibido. Nadie lo mencionó. Ni para bien, ni para mal. El cambio fue registrado en la última ronda del llamado Gallup Poll, una encuesta de opinión que mide bimestralmente la aceptación de personajes e instituciones nacionales.

El cambio en cuestión está relacionado con la caída del porcentaje de colombianos que tiene una opinión favorable de la Iglesia Católica. Históricamente este porcentaje se ha ubicado alrededor de 70%. Con las fluctuaciones normales, de la estadística y de la opinión. Colombia se ha secularizado de manera rápida. Pero la Iglesia Católica era, en general, vista con buenos ojos. Con un poco de indiferencia, tal vez. Con algo de aprehensión, quizás. Pero con respeto. De nuevo, 70% de los colombianos tenía una opinión favorable de la iglesia.

La Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas eran generalmente las instituciones más favorablemente percibidas. Desde comienzos de 2000 hasta mediados de 2006, la preeminencia de ambas instituciones se mantuvo incólume. Su aceptación fue casi tan pertinaz como la imagen del Presidente Uribe. Pero la opinión sobre la Iglesia Católica cambió de manera súbita. El porcentaje de aceptación cayó aproximadamente de 70% a 50% en un año largo. Ninguna institución colombiana ha sufrido un desplome semejante durante los ya varios años de realización del Gallup Poll. El desprestigió de la iglesia católica no sólo ha sido súbito: Ha sido también atípico, sin antecedentes históricos cercanos.

El derrumbe ha sido absoluto y relativo. La Corte Constitucional, la Procuraduría, la Fiscalía, la clase empresarial y la Policía, entre otras, tienen porcentajes de aceptación superiores a los de la Iglesia Católica. Sólo el Congreso, los sindicatos y los partidos políticos están por debajo. Probablemente el cambio de opinión sea transitorio. Pero puede también ser permanente. Al menos, la recuperación de la anterior preeminencia parece improbable.

Las causas de la caída no son difíciles de intuir. Seguramente están relacionadas con la actitud de las jerarquias católicas ante los repetidos escándalos de pederastia, con la falta de transparencia y la impunidad de sus decisiones. La Iglesia Católica ha actuado de espaldas a la opinión y la opinión le ha dado la espalda. Las faltas sin castigo han ocasionado el cambio dramático en la opinión pública. A lo que habría que agregar, posiblemente, la intransigencia católica con respecto al control natal y al cambio social en general “Resulta sorprendente –escribió esta Gregorio Peces-Barba Martínez en el País de Madrid– comparar esa actitud con la de las iglesias protestantes, que han asumido sin reticencias la modernidad y la secularización”.

El respeto a la religión es fundamental. Es un valor democrático, una forma de ejercer plenamente la necesaria división entre el protagonismo político y el espiritual. Pero el respeto a la religión es de doble vía. Los dirigentes eclesiásticos deben también respetar los valores de la sociedad, las ideas de la justicia y las normas comúnmente aceptadas. De lo contrario, el juicio de la opinión será implacable. E inmediato.

No sé si la jerarquía católica se ocupe de los juicios mundanos de la opinión pública. Pero si lo hace, así sea remotamente, debería prestarle atención a las cifras que señalan su caída. La buena imagen, la confianza y la reputación se deprecian con ligereza y se acumulan con dificultad. Pero más allá de su carácter transitorio o permanente, la caída de la Iglesia Católica constituye un verdadero cisma, un rompimiento histórico con causas conocidas y consecuencias todavía imprevisibles.

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La amenaza clientelista

En una columna reciente, Salomón Kalmanovitz afirmó que Samuel Moreno representa “la facción del Polo Democrático que recoge lo peor de la politiquería nacional: sobreempleo en todos los organismos públicos que controlan y contratos para beneficiar a los amigos que no a los ciudadanos”. En el mismo espacio, Kalmanovitz anunció su respaldo al candidato Moreno, el objeto de su diatriba, con el argumento de que la politiquería y el clientelismo son males menores ante el mayor de todos los males posibles, la concentración de poder por parte del presidente Uribe. En su blog de la revista Semana, el crítico literario Luis Fernando Afanador cita a un economista sin nombre, quizás el mismo Kalmanovitz, quien resume la cuestión en una inquietante sentencia: “Prefiero la corrupción a Uribe”.

Obsesionado con la concentración del poder, Kalmanovitz apunta bien pero no da en el blanco. Lo que está en juego en las elecciones para la Alcaldía de Bogotá no es la división de poderes. La disyuntiva no es entre Uribe y no Uribe. Ni tampoco entre la izquierda y la derecha. Ni entre los pobres y los ricos. Ni siquiera entre Transmilenio y el metro. La verdadera disyuntiva es entre el presente y el pasado. Entre el retorno del clientelismo y la continuidad de la política independiente.

En un artículo publicado recientemente por la Universidad de los Andes, el investigador Rafael Santos ilustra de manera minuciosa la profunda transformación política que tuvo lugar en la ciudad de Bogotá. Hasta hace algo más de una década, la política bogotana estaba dominada por el clientelismo, por el reparto de beneficios particulares, de bienes privados y de favores. “La Bogotá en la que se acumulaba basura en las calles era también la ciudad donde se intercambiaban favores, dinero y puestos”. Pero desde la segunda mitad de los años noventa, el énfasis clientelista le dio paso al programático, a la provisión de bienes públicos y servicios sociales para el beneficio de la mayoría. Con el debilitamiento del clientelismo y el derrumbe de las maquinarias, vino la transformación urbana. La Bogotá sin basura en las calles es también la ciudad del voto independiente.

El investigador Rafael Santos argumenta que el debilitamiento del clientelismo puede ser explicado por cambios permanentes, irreversibles en buena medida: la adopción del tarjetón, la mayor competencia política, la menor autonomía presupuestal, etc. Pero el optimismo de Santos es infundado. En otras palabras, el clientelismo sigue siendo una posibilidad ominosa, un equilibrio probable. En otras ciudades de Colombia, por ejemplo, ni el tarjetón ni la mayor competencia lograron cambiar la política. En Bogotá, la reducción del clientelismo no es una realidad institucional consolidada; es un equilibrio precario, inestable. La maquinaria está desaceitada pero no averiada. Si, como sugiere Kalmanovitz, Samuel Moreno representa la personificación del clientelismo, su triunfo implicaría un enorme retroceso, un regreso a la ciudad de la basura y de los favores políticos. Un retorno al uso de los recursos públicos para el mantenimiento de redes y lealtades políticas.

En suma, más que entre dos formas de administración pública o dos estilos de liderazgo, los habitantes de Bogotá debemos decidir entre dos modelos políticos: el clientelista y el programático. Entre la repartición de favores y la provisión de bienes públicos. Entre la vieja maquinaria (y su pasado desastroso) y la nueva política (y su presente esperanzador).