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agosto 2007

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De Caracas a Medellín

Por primera vez en mucho tiempo, Colombia tiene buena prensa. Cada semana —como lo reportan extasiados los medios nacionales— alguna revista extranjera publica un informe especial sobre Colombia que enfatiza el contraste entre un pasado espeluznante y un presente esperanzador. Casi sin excepción, los informes especiales resaltan el renacimiento de Medellín. Su transformación urbana. Su crecimiento económico. Y su recuperación social, probada, entre otras cosas, por la reducción de la violencia. Para muchos corresponsales extranjeros, la historia de Medellín puede resumirse en la celebre sentencia de William Faulkner: no meramente sobrevivió: prevaleció.

Pero no todas las publicaciones internacionales comparten el mismo optimismo sobre Medellín. En su edición de abril de este año, la revista inglesa New Left Review publicó una versión pesimista de los hechos, escrita por el periodista Forrest Hylton. En opinión de Hylton, la transformación de Medellín (“la capital reaccionaria de América Latina”) ha sido un simple maquillaje. Una cirugía plástica que rememora la obsesión local por la belleza quirúrgica. Un cambio superficial que esconde un fondo siniestro. En Medellín, dice Hylton, “la derecha quiere exhibir un triunfo espectacular”. Pero “el faro del neoconservatismo en América Latina emite un resplandor pernicioso”.

En opinión de Hylton, un nuevo orden ha sido establecido en Medellín a partir de la alianza pragmática, del matrimonio de conveniencia, entre un sicario convertido en capo y reconvertido en pacificador (Don Berna) y un profesor universitario con ideas de centro izquierda y veleidades mediáticas (Fajardo). La pareja es improbable, reconoce Hylton. Pero ha sido unida por la fuerza de las circunstancias. Por la necesidad imperiosa de atraer inversión extranjera y de convertir a Medellín en un punto de referencia de los negocios y los turistas internacionales. En suma, los pacificadores (Don Berna y Fajardo) son aliados improbables en una conjura capitalista. Socios en el objetivo común de atraer al capital internacional.

La paranoia de Hylton no sólo es inverosímil: es también ridícula. En la parte final de su artículo, Hylton describe las bibliotecas construidas por la administración Fajardo en algunos barrios de Medellín. Las bibliotecas, insinúa, son un elemento más de la estrategia pacificadora. “La biblioteca de La Independencia parece una cárcel: está formada por seis bloques de dos pisos unidos por escaleras y tiene largas barras metálicas en las ventanas… La de Santo Domingo, formada por dos estructuras negras en forma de tanques de agua, parece un edificio de inteligencia militar. Esta es la clásica arquitectura de la pacificación”. Las bibliotecas, sugiere Hylton, hacen parte de la misma conjura capitalista. Son símbolos del nuevo orden establecido. Más que centros educativos, monumentos a la pacificación.

Como buen mamerto, Hylton adapta su estética a su ética. Sus gustos, a sus convicciones. Sus ideas (y sus mismas metáforas) revelan el desprecio de algunos sectores de la izquierda por la vida humana y su misma incapacidad para valorar las inversiones sociales eficaces. Hylton no menciona, por ejemplo, las decenas de miles de vidas salvadas por cuenta de la reducción de la violencia. Simple maquillaje, dirá. Tampoco hace referencia a la ampliación de las oportunidades por cuenta de las nuevas inversiones en educación. Meras cirugías estéticas, pensará. Seguramente Hylton prefiere el cambio de Caracas a la transformación de Medellín. Hay más muertes, más pobreza y menos oportunidades. Pero, al menos, los venezolanos están a salvo de las conjuras capitalistas.
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Subsidios y embarazos

Fue probablemente la foto de la semana. El día miércoles el diario El Tiempo publicó en primera página la fotografía de una fila kilométrica de bogotanos que esperaban para ser incluidos en el programa Familias en Acción y adquirir así el derecho a un subsidio bimensual en efectivo. La extensión de la fila demuestra el poder de convocatoria del populismo. El Gobierno ha argumentado (sin demostrarlo) que la expansión de Familias en Acción busca mejorar las condiciones de nutrición de los niños menores y aumentar las coberturas educativas de los adolescentes. Pero, al menos en el caso de Bogotá, el programa es redundante. El Gobierno está regalando plata. Casi tirando billetes desde un helicóptero. Lo que explica la aglomeración humana.

Pero la redundancia no es el único problema de Familias en Acción. El programa podría incrementar las ya de por sí preocupantes tasas de embarazo adolescente. La acción social podría llevar a la multiplicación familiar. Si el Gobierno paga por niño, muchos más niños nacerán. La mayoría con el subsidio bajo el brazo. El dinero alarga las colas, modifica los comportamientos, distorsiona las prioridades y puede incluso exacerbar el problema que pretende resolver.

Como lo ha advertido Profamilia, las tasas de fecundidad adolescente han venido en aumento desde hace más de una década. En 1990, nacían 70 niños por cada mil mujeres entre 15 y 19 años de edad. En 2005, ya nacían 90. El porcentaje de adolescentes embarazadas o con hijos pasó, en el mismo período, de 13% a 21%. Actualmente, una de cada cinco adolescentes es madre o está embarazada. Las consecuencias sociales de este problema son dramáticas. Para las adolescentes y para sus hijos. Los segundos, por ejemplo, tienen una mayor probabilidad de estar desnutridos, de sufrir infecciones respiratorias o digestivas y de abandonar sus estudios. Precisamente los males que el programa Familias en Acción quiere erradicar.

Las causas del crecimiento de la fecundidad adolescente son complejas. Y van mucho más allá del acceso a la planificación familiar. En muchos casos, los embarazos adolescentes son deseados. Decisiones conscientes producto de la falta de oportunidades efectivas o imaginadas. Y del mismo desconocimiento de los costos de un embarazo a temprana edad. Falta pedagogía. Y faltan incentivos para el aplazamiento de la maternidad. Y ahora, encima de todo, se ofrece dinero en efectivo a las madres.

La política social es compleja. Necesita análisis y evaluación. No se trata simplemente de poner metas y cumplirlas, como argumenta el gerente de Acción Social. O de recitar números, como hace el Presidente con una insistencia casi cómica. No sobra repetir, entonces, que una cosa es sumar afiliados y otra muy distinta, producir resultados. Y que algunos programas sociales pueden (de manera inadvertida) ahondar la pobreza que intentan reducir.
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Los pobres y la despenalización

El economista Gary Becker ha sido uno de los más elocuentes (o, al menos, de los más insignes) defensores de las despenalización de la droga. Becker ha argumentado que la despenalización beneficiaría mayoritariamente a los más pobres. “¿Quien podría dudar –ha escrito– que la guerra contra las drogas ha perjudicado mayoritariamente a los pobres? Los pobres son quienes están en la cárcel condenados por delitos asociados a los drogas, quienes han visto sus vecindarios destruidos, etc.” Los pobres son, además, quienes luchan la guerra contra las drogas. Vestidos de soldados, de guerrilleros o de mercenarios.

Paradójicamente, la despenalización cuenta con mucho menor apoyo entre la población más pobre. En Colombia, según las cifras de la Encuesta Social y Política (ESP) de la Universidad de los Andes, el apoyo a la despenalización es 10% en el quintil inferior y 40% en el superior (ver Gráfico). La diferencia es de 4 a 1. Los ricos y los pobres difieren en su respaldo a la economía de mercado (mayor en los ricos), en su interés por la política (mayor en los ricos) y en su apoyo a la severidad de la justicia (mayor en los pobres). Pero, de todas las variables incluidas en la ESP, la despenalización de la droga está asociada con la mayor diferencia en las opiniones de ricos y pobres.

¿Cómo explicar la aparente paradoja planteada por la tesis de Becker y las opiniones de los pobres? En primer lugar, para los pobres, el costo de la despenalización (mayor consumo de drogas) es probablemente más palpable que su beneficio (menores tasas de encarcelamiento y menores muertes violentas). El costo es evidente; el beneficio hipotético. El costo afecta a la mayoría; el beneficio sólo a los involucrados en el negocio. En otras palabras, los pobres sólo tendrían en cuenta los efectos de equilibrio parcial; los ricos, por su parte, también incorporarían en sus juicios los efectos de segundo y tercer orden: los de equilibrio general.

En segundo lugar, los pobres suelen ser mucho más aprensivos con relación a los cambios que puedan afectar el orden y la seguridad de sus vecindarios. En general, los pobres ponen un mayor énfasis en la estabilidad. En el caso colombiano, los pobres tiene preferencias más antiliberales: en contra de la economía de mercado, de la despenalización de la droga y de los límites a la libertad de prensa. Y a favor del cierre del Congreso y de un dictador benevolente.

En últimas, la penalización parece tener un atractivo populista. O dicho de otra manera, la despenalización es elitista: su respaldo es irrisorio en los grupos más pobres y precario en las clases medias. Termino con una paradoja. Desde un punto vista político, la despenalización necesitaría la reiteración de un discurso paternalista. Casi antiliberal. Necesitaría convencer a los ciudadanos más pobres que todo es por su propio bien.

Resumiendo: las noticias (las opiniones, en particular) no parecen favorables para quienes abogamos por la despenalización de la droga.

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Más alto, más rápido y más fuerte

Esta semana Barry Bonds rompió una de las marcas legendarias del deporte mundial. Pero sus 756 jonrones, logrados a lo largo de una exitosa carrera, fueron recibidos con escepticismo, en el mejor de los casos. Y con indignación, en el peor. Para muchos aficionados (y varios especialistas) Bonds es simplemente un tramposo. Un atleta que llegó a la cima por el atajo imperdonable de los esteroides. Un hombre que traicionó los valores tradicionales del deporte: la integridad, el honor y el sacrificio. Un héroe artificial, producto de una alianza inmoral entre la química y la ambición.

Los comentaristas deportivos, siempre a la caza de héroes caídos, han renovado sus discursos moralistas. Sus lamentos nostálgicos. Su indignación ante la falta de escrúpulos de los deportistas. Pero tarde o temprano los moralistas deben confrontar a los realistas. La semana pasada la prestigiosa revista científica Nature publicó un editorial en el que abogaba por la legalización del doping. Al mismo tiempo, varios periodistas señalaron que el uso limitado de esteroides (o de hormonas de crecimiento) no representa ningún riesgo para la salud y por lo tanto no debe ser considerado como doping.

Los moralistas olvidan que todas las actividades humanas están contaminadas. El doping hace parte de la vida. Las hormonas de crecimiento (prohibidas para los atletas) son recetadas extensivamente para tonificar los músculos y reducir los síntomas del envejecimiento. 30 millones de estadounidenses usan Prozac para combatir la depresión y aumentar la productividad laboral. Muchos profesionales ambiciosos toman estimulantes para resistir la lucha diaria por llegar primero. Las ayudas químicas reflejan no tanto la perversión de los valores, como los avances de la ciencia y de la técnica. “Si los espectadores recurren a la farmacología para reducir su masa corporal y a las píldoras para aumentar su memoria —pregunta la revista Nature— ¿tiene sentido exigirles a los atletas que se priven de tales beneficios?”. Por supuesto, no.

El doping puede asimilarse a las cirugías cosméticas. Y las competencias deportivas, a los reinados de belleza. En ambos casos, la tecnología no reemplaza las cualidades innatas o adquiridas: las complementa. La reina compite de la mano del cirujano; el atleta, de la mano del químico. Ambas alianzas son fructíferas. Las reinas son cada vez más perfectas; los atletas, cada vez más altos, más rápidos y más fuertes. Algunos puristas lamentan la perversión de la competencia y la moral. Pero, en últimas, los reinados de belleza sugieren que la legalización de las ayudas externas no desvirtúa la competencia. Paradójicamente, la intensifica. Aumenta el promedio y disminuye la varianza.

Cabría aceptar, entonces, que, en el futuro, muchos deportes se asemejarán a la Fórmula Uno. La victoria se decidirá por la colaboración entre el atleta y el científico. La disputa se dirimirá tanto en los estadios, como en los laboratorios de investigación y desarrollo. Lo mismo ocurre actualmente en los reinados, los cuales se definen tanto en la pasarela, como en el quirófano. Es un signo de los tiempos. Un indicio de lo que viene. De la transformación del hombre en otra cosa. En un híbrido de la genética y la tecnología. En una especie artificialmente superior. Con un cuerpo más sano. Con una mente más ágil. Y con la misma confusión de la moral.

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Colombia: ¿el próximo cataclismo?

Nuestros países están al alcance de cualquier aventurero populista de izquierda que prometa la luna. Lo están esperando”, escribió recientemente Carlos Alberto Montaner en una columna citada en este espacio por Jaime Ruiz. La predicción de Montaner está basada en una apreciación pesimista sobre el clima de opinión pública en América Latina en general y Colombia en particular. “Hay demasiados problemas demasiada pobreza—dice—, y los gobiernos han sido tremendamente torpes en la búsqueda de soluciones”. Por lo tanto, concluye, el rechazo a la democracia y a la economía de mercado es mayoritario, lo que podría ser capitalizado por los émulos de Chávez. Los lunáticos.

¿Qué tan acertada es la apreciación de Montaner sobre el clima de opinión imperante en Colombia? La Encuesta Social y Política de la Universidad de los Andes (todavía inédita) da algunas pistas al respecto. El primer gráfico muestra, para cada quintil de nivel socioeconómico, el porcentaje de entrevistados que dice respaldar (i) la economía de mercado y (ii) las privatizaciones. Las cifras son representativas de la población urbana de Colombia. Y fueron recolectadas en los meses de abril, mayo y junio de este año.

El apoyo a las privatizaciones es minoritario: 44%. Sólo la población del último quintil (el 20% más rico) parece respaldarlas mayoritariamente. El apoyo a la economía de mercado está dividido por mitades: 50% a favor, 50% en contra. Y sólo es mayoritario en el quintil intermedio y en el último. Una profundización de la economía de mercado (vía mayores privatizaciones, por ejemplo) no cuenta con respaldo político. Y un discurso anticapitalista cuenta, de entrada, con el apoyo de la mitad de la población. En suma, el clima de opinión sí parece favorecer a cualquier aventurero populista dispuesto a prometer la felicidad.

El segundo gráfico muestra la distribución por quintiles del bienestar subjetivo o de la satisfacción con la vida. O para decirlo en el lenguaje de los titulares de prensa, de la felicidad. La felicidad no está distribuida de manera homogénea (como quiso decir Pambelé). 25% de los más pobres y 60% de los más ricos son felices. Los de abajo, como sugiere Montaner, estarían esperando a un populista, a un predicador o a la versión exaltada de Jaime Duque Linares. A alguien que les prometa algo distinto. La homogenización de la felicidad. O, al menos, de la infelicidad.
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Política en acción

Esta columna quiere llamar la atención sobre las dificultades de la política social. Y, en particular, sobre los problemas de una de las principales iniciativas sociales del Gobierno: la expansión del programa Familias en Acción. Este programa otorga transferencias en efectivo a hogares en condiciones de pobreza. Un hogar beneficiario con tres niños menores de 18 años recibe aproximadamente 100 mil pesos mensuales. La transferencia está sujeta a que los niños en edad escolar vayan a la escuela y a que los niños menores asistan a controles médicos preventivos. El programa busca reducir la transmisión intergeneracional de la pobreza, mediante los incentivos a la acumulación de capital humano y el incremento de los ingresos familiares.

Las primeras evaluaciones del programa mostraron efectos positivos sobre la asistencia escolar, el consumo de proteínas y la lactancia materna, entre otros. Estos resultados respaldarían la decisión del Gobierno de triplicar su cobertura. El Plan de Desarrollo definió una meta de 1,5 millones de hogares beneficiarios, que representan más o menos 20% de los hogares colombianos. “Un programa de millón y medio de Familias en Acción en todo el país —dijo esta semana el presidente Uribe—, es un programa que… le resuelve problemas sociales a la familia y a la sociedad, y le da capacidad de demanda a la economía, le da dinamismo a la economía. O sea que esto ayuda mucho desde todos los puntos de vista”. Incluido el político, por supuesto.

Los beneficios sociales de la expansión del programa son inciertos. Inicialmente el programa estuvo circunscrito a zonas rurales apartadas. Ahora se aplicará también en las grandes ciudades. La experiencia internacional sugiere que los efectos sobre la asistencia escolar, ya mencionados, son mucho menores (y pueden llegar a ser despreciables) en las zonas urbanas. Además, en las ciudades, el programa puede tener efectos adversos sobre la participación y la formalización laboral, especialmente si se acompaña de otros programas asistenciales: régimen subsidiado, subsidios de vivienda, auxilios alimenticios, etc. En presencia del programa, el rebusque puede convertirse en una alternativa racional. En una trampa eficiente. En una manera, ya no de romper el círculo de la pobreza, sino de cerrarlo definitivamente.

Pero si los beneficios sociales del programa son inciertos, los réditos políticos pueden ser inmensos. En México, donde un programa de este tipo fue diseñado e implantado por primera vez, existen disposiciones legales que prohíben explícitamente su uso en actividades proselitistas. Los administradores han intentado separar el programa de la imagen pública del Presidente. Incluso, las normas presupuestales no permiten la adición de nuevos beneficiarios en los seis meses previos a las elecciones nacionales y locales.

Pero, en Colombia las cosas son distintas. “Abiertas inscripciones a 100 mil Familias en Acción en Bogotá”, anuncia de manera destacada la página de internet de Presidencia. La disposición a asociar el programa con la imagen del Presidente es obvia. Y su utilización política, evidente. En el caso particular de Bogotá, el cronograma de expansión fue adelantado. Y la selección de beneficiarios no ha respetado las recomendaciones técnicas, que llamaban la atención, entre otras cosas, sobre la importancia de evitar la duplicación con algunos programas distritales. La premura política ha desplazado la prudencia técnica. Y los votos (la política en acción) han impuesto nuevamente las prioridades.