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14 julio, 2007

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1974-78

Yo no soy historiador. ni pretendo serlo. Ni quisiera hacer juicios históricos improvisados. Pero si tuviera que resaltar algunas de las realizaciones de la administración López Michelsen mencionaría, primero, su intento (inconcluso) de modernizar nuestra economía, de eliminar algunos privilegios enquistados y de acabar con el maridaje entre la burocracia aduanera y el sector privado, el cual había estimulado no sólo la corrupción de cuello blanco, sino también el contrabando y otras actividades ilegales. En segundo lugar, mencionaría su rompimiento con el conservatismo social. El divorcio civil, por ejemplo, fue una de las banderas de la campaña presidencial de López Michelsen. Ya durante su gobierno, el divorcio fue aprobado exclusivamente para los matrimonios civiles (y el concordato fue prorrogado) pero López Michelsen contribuyó a desbaratar el monopolio histórico de la Iglesia Católica sobre la legislación social.

También valdría la pena mencionar, dado el contraste con la actitud sometida de la administración Uribe, la independencia (la dignidad, podríamos decir) con la cual la administración López Michelsen manejó sus relaciones con los Estados Unidos. En octubre de 1975, López renunció a la ayuda externa americana. “Hemos concluido —le dijo a un reportero del New York Times— que la ayuda externa crea una dependencia económica que no es saludable y menoscaba algunas de nuestras iniciativas de desarrollo”. En febrero de 1976, cuando Henry Kissinger, entonces de visita a Colombia, trató de presionarlo para que condenara la intervención cubana en Angola, López se limitó a señalar que no era la primera vez que un país de este hemisferio intervenía en otro continente.

Pero, a la hora de los balances históricos, el cuatrienio 1974-78 no será recordado por las realizaciones del gobierno de López Michelsen. Durante estos cuatro años, Colombia se consolidó como el primer exportador mundial de cocaína y su historia contemporánea se dividió en dos: antes y después de la coca (AC y DC). Algunos han acusado a López de haber permitido, por omisión, la consolidación de una industria criminal de dimensiones insospechadas. Su reunión con Pablo Escobar, en mayo de 1984, en Panamá, contribuyó seguramente a alentar estas acusaciones. Pero López fue simplemente un testigo privilegiado de una dinámica imprevisible. A nadie, creo yo, se le puede acusar de falta de clarividencia. Al final de su mandato, López expidió un decreto que absolvía a los miembros de la Policía y del Ejército de cualquier cargo por abuso de fuerza en el curso de operaciones contra el narcotráfico. Pero este voluntarismo de última hora resultó tan inocuo como las otras medidas de fuerza intentadas por sus sucesores.

En marzo de 1978, en medio de la agitada contienda presidencial para elegir el sucesor de Alfonso López Michelsen, David Vidal, entonces corresponsal extranjero del New York Times, escribió un extenso reportaje sobre Colombia en el que señalaba, entre otras cosas, que “los narcotraficantes han surgido no sólo como una nueva clase económica, sino también como una poderosa fuerza política, con enlaces corruptos en todos los niveles de gobierno”. Decía también el reportaje que “los dineros ilícitos afectaron las elecciones de Congreso, en las cuales muchos votos fueron comprados a diez dólares por unidad, particularmente en la Costa Atlántica”. Y citaba, para terminar, la opinión de un oficial de la Policía: “Nosotros ni siquiera aspiramos a detener el tráfico pero podemos mantener la presión con la esperanza de que el precio permanezca alto y la gente no pueda conseguir la droga”.

Las coincidencias del reportaje citado con la situación actual, pasados ya treinta años, son casi inverosímiles. Y confirman, creo yo, la conclusión de esta columna: Alfonso López Michelsen fue el primer presidente de la nueva era, de la Colombia DC, el mismo país en el que seguimos viviendo. Y en el que aparentemente viviremos por muchos años más.