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5 mayo, 2007

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Sobre la radicalización de la política

Quiero comenzar con una opinión sobre una opinión. Con lo escrito por un lector de la revista Semana a propósito de la última columna de Antonio Caballero: “¿Será que se nos está mareando nuestro gran columnista? Últimamente está como raro. Con una neutralidad muy sospechosa”. Cientos de opiniones similares pueden leerse diariamente en los foros electrónicos de la prensa colombiana. Muchos lectores aborrecen la neutralidad. Demandan posiciones rotundas y adjetivos rabiosos. Si uno de sus columnistas predilectos les rebaja la dosis, protestan indignados. Quieren más. Y de lo mismo. Lo necesitan para alimentar sus prejuicios. Para satisfacer sus excesos ideológicos. O afirmar sus convicciones implacables.

Los lectores radicales usualmente encuentran quien calme sus ansias. La oferta se acomoda a la demanda. Siempre habrá columnistas dispuestos a alimentar la crispación ideológica de algunos lectores. Los primeros entregan opiniones exaltadas a cambio de los aplausos incondicionales de los segundos. Y mientras más fuertes los aplausos, más alto el volumen de las opiniones. Y más notoria la figura de los opinadores. Como escribió recientemente el jurista español Antonio Garrigues, “la pasión por la verdad, por lo justo y por lo objetivo, lisa y llanamente, se ha esfumado. A nadie le interesa ya la información real, la información a secas, sino los análisis más envenenados, más ofensivos, más descalificadores, y con preferencia especial, los más groseros”.

Por supuesto, el asunto no es sólo de columnistas y lectores. La radicalización de los políticos alimenta la de los editorialistas, y viceversa. Unos y otros contribuyen a la degradación del debate democrático: al afianzamiento del equilibrio perverso de la polarización absoluta. Una vez alcanzado este equilibrio, y en Colombia no estamos lejos, la neutralidad es percibida como sospechosa. Como pereza ideológica. Como un atributo de otros tiempos. Anacrónico. En palabras del mismo Garrigues, “la opción es simple: o se está con ellos del todo dándoles la razón absoluta o se está contra ellos y se pagan las consecuencias”. O se escoge un polo o el otro. Un bando o el opuesto. Blanco o negro. Uribe o Petro. Al final, cuando la polarización es completa, la gente ya no tiene causas. Sólo tiene enemigos.

Así las cosas, incumbe defender la neutralidad. La moderación de los juicios. Las pretensiones de objetividad. No se trata de abogar por la equidistancia o por una asepsia ideológica imposible, pero sí por la ecuanimidad. Por la crítica sustentada en los hechos. Por la libertad de señalar, por ejemplo, el clientelismo y los extravíos populistas del Gobierno. Y de denunciar, al mismo tiempo, las falacias de la oposición: su incapacidad para reconocer el mejoramiento de las condiciones de seguridad y el avance social producido por la recuperación económica. En últimas, Fernando Londoño y Jorge Enrique Robledo, para citar sólo dos ejemplos, son dos falsos contrarios. Dos polos que se atraen. Que se necesitan mutuamente.

En fin, creo que es conveniente rechazar la radicalización de la confrontación política colombiana. Condenar la descalificación a priori de los contendores. Denunciar la sustitución del debate por el intercambio de epítetos: “asesino”, “mafioso”, “afeminado”, “lacayo”, “terrorista” o “melifluo”. El debate democrático sólo será productivo si las causas son más importantes que los enemigos. Si los argumentos priman sobre los epítetos. De lo contrario, la política podría correr la suerte de la lucha libre: podría convertirse en un espectáculo grotesco del que sólo se ocupan unos cuantos enardecidos dispuestos a celebrar los golpes bajos de los encapuchados. En palabras de Garrigues, “no es una amenaza. Es sólo una advertencia”.