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1 abril, 2007

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Sobre la ideología de los foristas

Más allá de la agresividad verbal, los participantes en los foros electrónicos de la prensa colombiana se distinguen por su falta de imaginación. Por la facilidad con la que repiten el mismo diagnóstico y señalan los mismos culpables: el sistema, el establecimiento, los cacaos, la clase dominante, el gran capital, etc. “Ahora el señor Hommes –escribió esta semana un forista indignado–dice que la pobreza disminuyó por las políticas neoliberales que practican los gobiernos desde el vende patrias de Gaviria. Cuando todos sabemos que la apertura ha sido la causa de la tragedia nacional.” Y sigue una larga retahila de acusaciones a los culpables de siempre. En fin, el diagnóstico está hecho. Y los malos, claramente identificados.

Es difícil tener paciencia con la ignorancia ignorante de si misma. Mi primera reacción es siempre de exasperación. Trato de buscar consuelo en la misantropía. Imagino replicas hirientes: resentido es aquel que confunde el fracaso personal con el fracaso del país. Intento, en últimas, seguir el consejo de Alain De Botton. Darse cuenta, dice De Botton, de que “las ideas de la mayoría de la población sobre la mayor parte de los asuntos están extraordinariamente transidas por el error y la confusión” puede ser tremendamente liberador. “Puede que, mediante una interpretación no paranoica de las deformaciones del sistema de valores que nos rodea, nos conformemos con asumir una postura de misantropía inteligente».

Pero allí no termina la cuestión. Incumbe indagar por las causas de tantos y tantos comentarios cortados por la misma tijera ideológica. ¿Por qué la mayoría de los foristas repiten el mismo diagnóstico y señalan los mismos culpables? ¿De dónde viene esta ideología tan precaria como extendida? Jaime Ruiz ha sugerido que la causa está en las universidades. O mejor, en los dogmas que se enseñan y se inculcan en nuestras instituciones de educación superior. Los foristas serían, en su opinión, victimas complacientes del adoctrinamiento. Simples repetidores de las ideas que sus profesores han repetido por décadas. Literalmente, estaríamos ante la repetición de la repetidera, magnificada ahora por la magia del internet.

Pero yo no creo que las universidades tengan tal capacidad de adoctrinamiento. O que los profesores universitarios sean ventrílocuos avezados con miles de muñecos obedientes. Los foristas son la manifestación de una realidad sociológica. De un modelo mental. La mayoría de ellos está convencida de que la sociedad colombiana es injusta, de que el trabajo duro no paga, de que las conexiones son causa del éxito y de que ellos merecen mucho más de lo que tienen: todos se creen víctimas del sistema. Este diagnostico está asociado con la existencia de desigualdades reales, pero, es al mismo tiempo, un fenómeno sociológico con fuerza propia. Un modelo mental que genera las condiciones para su propia reproducción.

Este tipo de pesimismo promueve las visiones justicieras del estado, el voluntarismo utopista, los deseos de revancha (que se convierten en un exceso de igualitarismo compensatorio). Y en últimas, favorece el crecimiento desordenado y corrupto del Estado. Y este crecimiento, a su vez, enriquece a unos cuantos privilegiados, concentra aún más las oportunidades y confirma las expectativas iniciales, el pesimismo generalizado. Jaime Ruiz ha sugerido una explicación similar. Pero yo difiero en un punto fundamental. Jaime cree que todo esto es deliberado. Pero no. Los foristas no son conscientes de las consecuencias de sus creencias. Desconocen que la causa última de su enojo es su mismo enojo. Su indignante indignación.

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Una lengua de emigrantes

“Nuestra lengua, la pobre…”. Así tituló Antonio Caballero un artículo publicado en la última edición de la revista cultural Arcadia. En opinión de Caballero, ya nadie quiere hablar o escribir en español. Los comerciantes negocian en inglés. Los filósofos especulan en alemán. Los diplomáticos saludan en francés. Y ahora, con el advenimiento del proteccionismo lingüístico, los vecinos hablarán en vasco o en gallego o en quechua o en palanquero o quién sabe en qué otro dialecto resucitado no tanto por la voluntad de los hablantes, como por el capricho de los burócratas de la cultura. Además, escribe Caballero, “tampoco hay, ni ha habido nunca, un escritor ruso, digamos, que haya escrito en castellano; ni un hindú, ni un sueco, ni un turco, ni un neozelandés. Cosa que sí sucede en otras lenguas. Hay escritores malayos que han decidido escribir en japonés o en chino, y lituanos o persas que lo han hecho en ruso. El polaco Conrad escribió en inglés, en tanto que el irlandés Beckett escribió en francés, como los rumanos Ionesco o Cioran”. Caballero apunta bien, pero no da en el blanco. Su juicio sobre la importancia de la lengua española deja de lado un asunto fundamental. En el continente americano, el español es una lengua de emigrantes. No de quienes llegan sino de quienes se van. De fugitivos económicos. De buscadores de fortuna. Por ello no hay rusos o lituanos o africanos escribiendo en español. Por ello Junot Díaz y Ernesto Quiñónez (el uno dominicano, el otro ecuatoriano) escriben en inglés. Y por ello mismo, el español puede convertirse en una ventaja competitiva fundamental para muchos países de América Latina: en un puente cultural hacia la economía más grande del planeta. Los emigrantes juegan un papel fundamental en la superación de las barreras informativas y las dificultades lingüísticas del comercio internacional. Los emigrantes chinos, por ejemplo, sustentaron las primeras aventuras comerciales de ese país. Sin los barrios chinos, sin los varios millones de contactos que facilitaron la comunicación entre productores domésticos y distribuidores extranjeros, el ímpetu comercial chino no habría sido tan avasallante. O habría progresado más lentamente. O habría tardado más tiempo en manifestarse. Entre 1998 y 2005, aproximadamente 300.000 colombianos se radicaron en los Estados Unidos. Nuestros coleccionistas de tragedias han mencionado toda suerte de efectos nocivos asociados a la diáspora. Pocos analistas han llamado la atención sobre las implicaciones positivas. Los nuevos emigrantes podrían, por ejemplo, multiplicar las oportunidades generadas por el (todavía incierto) Tratado de Libre Comercio. Su presencia nos ha acercado, de manera definitiva, al mayor mercado del planeta. Y constituye una inmensa ventaja competitiva construida en pocos años de manera casi involuntaria. En fin, a pesar del poderío económico de los Estados Unidos, a pesar de la supremacía comercial del inglés, a pesar del proteccionismo lingüístico, a pesar de la amenaza china, a pesar de los tigres, los dragones y de toda la zoología de las antípodas, el español no es tan pobre como dicen: su importancia comercial ha dejado de ser despreciable. Una importancia sustentada no solamente en la demografía, sino también en la movilidad de nuestras gentes. En el futuro, tal vez, no habrá muchos rusos o malayos o árabes escribiendo en español. Pero una cosa parece cierta. El español irá forjando, poco a poco, lo que la política parece negar día a día: la integración comercial del continente americano.