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enero 2007

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Desigualdad y populismo

Hace unos días, la revista electrónica Slate publicó un artículo que llamaba la atención sobre un fenómeno inusual en la política estadounidense: la manifiesta preocupación de los empresarios por el crecimiento de la desigualdad. Entre otras, la revista cita la opinión de Stephen Schwarzman, uno de los 100 hombres más ricos de los Estados Unidos, defensor del presidente Bush pero crítico del deterioro distributivo. Dice Schwarzman: “a la clase media no le ha ido tan bien como a la gente más rica durante los últimos 20 años, y yo creo que uno de los acuerdos tácitos de los Estados Unidos es que todo el mundo tiene que mejorar”. En el mismo sentido, Mortimer Zuckerman, otro empresario exitoso, integrante de la famosa lista de los 400 de la revista Forbes, dijo lo siguiente: “la mayor parte de las ganancias de la economía han ido a lo más alto de la distribución. En contraste, el ingreso mediano de la gente en edad de trabajar ha caído por cinco años consecutivos”.

Esta semana, el empresario colombiano Nicanor Restrepo, antiguo director del Grupo Empresarial Antioqueño, manifestó una preocupación similar a la de los empresarios estadounidenses. Según varios informes de prensa, Restrepo resaltó la importancia de la equidad en el desarrollo económico y llamó la atención sobre la trascendencia de los salarios justos, los derechos de los trabajadores y la solidaridad social. En suma, muchos empresarios (de ideologías distintas y nacionalidades diversas) parecen coincidir en sus preocupaciones sobre la distribución desigual de los réditos de la economía global.Más que con sentimientos altruistas, la preocupación de los empresarios tiene que ver con consideraciones prácticas. Y, en particular, con las consecuencias políticas de la desigualdad. Muchos consideran, con razón, que la creciente desigualdad le resta soporte político a la globalización. O, en otras palabras, que el empeoramiento distributivo les confiere legitimidad a las políticas proteccionistas y a las prácticas populistas. Nicanor Restrepo, por ejemplo, llamó la atención sobre la enfermedad contagiosa del populismo. “Somos una isla y nos podemos convertir en parte del archipiélago… Existen unos gobiernos populistas en el vecindario y el populismo se vende fácil”. Sobre todo, cabría adicionar, si la desigualdad y el consecuente malestar de la clase media aumentan año tras año.Los empresarios han ofrecido pocas propuestas concretas para disminuir la desigualdad. Las iniciativas sociales emprendidas directamente por el sector privado son loables, quién puede negarlo, pero nunca resolverán el problema en cuestión. Algunos comentaristas económicos, entre ellos los editorialistas de la revista inglesa The Economist, han propuesto una solución basada en la capacitación laboral y en la universalidad de la protección social. Pero estas medidas toman tiempo, tienen un efecto limitado y son por lo tanto insuficientes para mitigar los efectos políticos de la desigualdad. Si acaso, los editoriales de The Economist sirven para aliviar la remordida conciencia de los hombres de Davos, alarmados ante el crecimiento exagerado de sus sueldos y ganancias.En últimas, el crecimiento de la desigualdad necesita de una nueva política fiscal. Entre otras medidas, cabría pensar en la introducción de incentivos tributarios, ya no para la acumulación de capital, sino para la generación de empleo; en la reimplantación de la doble tributación; y en el aumento de los impuestos para las ganancias de capital. Tal vez este tipo de iniciativas no cuenten con la anuencia de los preocupados hombres de Davos. Probablemente no resolverán el problema de la desigualdad. Pero constituyen, al menos, una alternativa razonable a las políticas regresivas de Bush y Uribe, y a las propuestas populistas de Chávez y sus amigos.

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La cenicienta colombiana

El globo de oro otorgado esta semana a la versión gringa de Betty la fea confirmó el carácter universal de la historia de Fernando Gaitán. A diferencia de García Márquez, Gaitán no alcanzó la universalidad describiendo su villa. Betty no es un personaje autóctono. Es la heroína de un cuento de hadas de gusto universal. Una cenicienta enfrentada ya no a la indiferencia de los príncipes, sino a la banalidad de los yuppies. Un paradigma de movilidad social en el mundo traicionero de las oficinas. La protagonista de una tragedia con final feliz, para usar la expresión afortunada de William Howell.
Además de su carácter universal, Betty la fea tiene el atractivo de la flexibilidad: de la facilidad con la que puede adaptarse a las condiciones de cada país. Betty es un maniquí propicio para exhibir las particularidades locales de la exclusión social. En su versión neoyorkina, Betty revela la brecha cultural entre los desaliñados latinos y los estirados anglosajones que miran con sorpresa (y desagrado) sus ponchos y sus gustos gastronómicos. Pero estas diferencias, exageradas hasta la caricatura, esconden una visión más compleja de la realidad. En últimas, la versión gringa de Betty la fea da respuesta a una de las preguntas más debatidas en la academia y la política de los Estados Unidos. A saber: ¿cuáles son las posibilidades de integración y movilidad social de los emigrantes latinoamericanos? Betty es una emigrante de segunda generación. Hija de un mexicano que reside ilegalmente en los Estados Unidos. Ambos viven en Queens, rodeados de extranjeros en un enclave típicamente latino. Los emigrantes latinos de segunda y tercera generación, representados por el familiar rostro de Betty, han sido objeto de muchos estudios por parte de varios autores que unen a su reputación académica, sus inclinaciones xenófobas. Estos autores lamentan la falta de integración cultural de los latinos, sus limitadas posibilidades de movilidad social, su impacto negativo sobre la identidad estadounidense y los fiscos regionales. Para ellos, los latinos constituyen la antítesis del sueño americano. Pero la serie describe una realidad muy distinta. Betty no sólo logra avanzar socialmente, sino que lo hace mediante el trabajo y la perseverancia: los valores americanos por antonomasia. Más que la antítesis del sueño americano, Betty representa su personificación perfecta, casi caricaturesca. Betty contradice el mito de las insalvables diferencias culturales y cuestiona la supuesta inmovilidad social de los emigrantes latinos. Pero, al mismo tiempo, muestra que el ascenso social no implica necesariamente la asimilación absoluta. O, en otras palabras, que el progreso socioeconómico no supone la renuncia definitiva a la cultura y a los hábitos nacionales. Probablemente Betty la fea contribuirá a cambiar el clima de opinión pública con respecto a los latinos residentes en los Estados Unidos. Con una audiencia de 14 millones de televidentes, en su mayoría anglosajones, su mensaje pro latino podría tener un impacto decisivo en la reforma migratoria actualmente en discusión. Por tal razón, los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense fustigan permanentemente el contenido de la serie. Fernando Gaitán nunca imaginó que su personaje podría convertirse en un agente de cambio social. Pero Betty superó todas las previsiones. Ya conquistó los corazones de los gringos. Y muy pronto podría también conquistar la mente de los políticos. Un logro prodigioso para esta humilde cenicienta colombiana.
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El nuevo socialismo y el viejo totalitarismo

Si nos atenemos a los discursos, las cosas van a seguir cambiando en Venezuela. Ya se anuncia una nueva doctrina para el nuevo siglo. Ya se menciona un nuevo amanecer. Ya se habla de la institucionalización de la revolución. Del cambio permanente en busca de una utopía benevolente. “Socialismo es el reino de Dios en la tierra, que se debe fundamentar en la ética de la solidaridad, nuevos valores, transparencia, humildad”, dijo el presidente Chávez unos días antes de su posesión. “Ser institucional hoy es ser revolucionario, porque la revolución se ha institucionalizado”, afirmó durante el mismo acto, como para que no quedaran dudas sobre la ambición de los fines y la dimensión de los medios. El gobierno de Chávez parece cada vez más encaminado hacia un régimen totalitario. O, al menos, cada vez más adepto a los discursos y las poses del totalitarismo. El totalitarismo es mesiánico. Aspira a la creación de una nueva humanidad y a la instauración de un régimen perfecto. Desea la transformación completa de la sociedad. Los totalitaristas siempre hablan de nuevos valores, de éticas renovadas, prometen reinos terrenales y dicen estar dispuestos a morir por la causa. “Juro por mi pueblo y juro por mi patria que… entregaré mis días y mis noches y mi vida entera en la construcción del socialismo venezolano, en la construcción de un nuevo sistema político, de un nuevo sistema social, de un nuevo sistema económico… ¡Patria, socialismo o muerte, lo juro!”.Los totalitaristas creen que la construcción del nuevo sistema necesita un partido único que controle las decisiones públicas, las organizaciones sociales y la información. El totalitarismo detesta la pasividad. Deriva su poder de una prole activa y comprometida. El totalitarismo necesita seguidores leales que, en palabras de George Orwell, vivan “en un continuo frenesí de odio hacia los enemigos foráneos y los traidores internos y de subordinación ante la grandeza y la sabiduría del partido”. Y (finalmente) el totalitarismo exige disciplina. Cualquier intento de disenso o de debate es mirado con recelo. O tachado de traición. O castigado con el despido o el encierro. Pero el totalitarismo no es otra cosa que una estrategia para la acumulación de poder. Una forma elaborada de autoritarismo. Una manera de manipulación y de intimidación. Un disfraz conveniente para una intención velada. El totalitarismo, sugiere Orwell, sólo desea el poder por el poder. El mismo deseo que parece animar los proyectos políticos del presidente Chávez. “Un ansia que lo mueve –escriben sus biógrafos Cristina Marcano y Alberto Barrera–, que no lo deja dormir. Es una obsesión que, como toda obsesión, se delata sola. No se puede esconder. Sea el Chávez que sea, obsesivamente, siempre está deseando el poder. Más poder”. Nadie ha definido el llamado “socialismo del siglo XXI”, pero los discursos de Chávez rememoran los devaneos propagandistas de algunos regímenes totalitarios del siglo anterior. En sus rasgos conocidos, el nuevo proyecto chavista, que busca fundar un nuevo sistema en un nuevo siglo, aparece prefigurado en un libro publicado en 1949 y titulado 1984. Un libro que definió los regímenes totalitarios del siglo XX. Y que, aparentemente, no ha perdido vigencia en el siglo XXI. Al fin y al cabo, Venezuela parece avanzar, al mismo tiempo, hacia el futuro incierto del socialismo del siglo XXI y hacia el pasado ominoso de 1984.
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El engordamiento global

Aparentemente la economía no es lo único que está creciendo en China. La gente también crece, literalmente. Según una investigación publicada esta semana por el Ministerio de Salud, los chinos se han estirado seis centímetros en los últimos 30 años. La estatura promedio de un niño de seis años, por ejemplo, pasó de 112,3 centímetros en 1975 a 118,7 en 2005. Ante el estiramiento general, una consecuencia obvia del crecimiento económico, las autoridades de Beijing decidieron sumarle diez centímetros al límite de estatura bajo el cual los niños chinos pueden viajar gratis en los autobuses de la capital. La burocracia renguea detrás del capitalismo. Pero avanza de todos modos.
El crecimiento económico usualmente tiene efectos multidimensionales, como afirman, circunspectos, algunos indignados burócratas internacionales que denigran del capitalismo ajeno mientras disfrutan del propio. En el caso de China, el crecimiento no sólo ha sido a lo largo, sino también a lo ancho. La gordura ha crecido a la par con la estatura. El peso promedio de un niño de seis años aumentó en más de tres kilogramos entre 1975 y 2005. Los adultos, por su parte, engordan pero no crecen. Se ensanchan pero no se alargan. A partir de cierta edad, el crecimiento económico se torna unidimensional. O se concentra alrededor de la cintura. O se manifiesta principalmente en las balanzas.Pero el fenómeno en cuestión no está circunscrito a las lejanas tierras de Oriente. En todas partes, el músculo del capitalismo multiplica la grasa del organismo. La gordura es una consecuencia inevitable de un sistema que incrementa los ingresos, modifica los patrones de vida y de trabajo (mediante la urbanización y la creciente predominancia de los servicios) y aumenta, al mismo tiempo, la disponibilidad de comidas procesadas a bajo precio. Para bien o para mal, la obesidad afecta actualmente a una proporción similar de mexicanos que de gringos. Con el paso del tiempo, el capitalismo parece convertir a muchos de sus súbditos en figuras redondas y macizas, semejantes a las ubicuas esculturas de Botero. Otrora los caprichos plásticos de un artista. Ahora los símbolos metálicos del sistema.El capitalismo no afecta a todo el mundo por igual. Mientras unos se hacen cada vez más ricos, otros se hacen cada vez más gordos. La obesidad, en concreto, afecta cada vez más a los pobres que a los ricos. En los Estados Unidos, el porcentaje de adolescentes con sobrepeso es 14% en las familias de ingresos altos y 23% en las de ingresos bajos. Algo similar ocurre en las zonas urbanas de Brasil y en las de otros países del tercer mundo, incluido Colombia. En las ciudades del mundo en desarrollo, las calorías son baratas, los televisores asequibles y las ocupaciones sedentarias. El resultado: una versión actualizada del Mundo Feliz, poblado ya no por hedonistas hipnotizados, sino por trabajadores panzudos y satisfechos.Y el sistema, todos lo sabemos, tiene sus contradicciones culturales. Al mismo tiempo que engorda la gente, enflaquece los estándares. En los centros del nuevo capitalismo, los trabajadores viven rodeados de vallas gigantescas que muestran a unas mujeres de flacura sobrenatural exhibiendo las chucherías que ellos producen mediante actividades rutinarias que gastan apenas una fracción de las calorías engullidas. Tal vez sus corazones no estén contentos. Tal vez sus mentes estén confundidas (el sistema produce gordura y celebra la flacura). Pero sus barrigas están llenas. Y eso, insisto, es mucho más que un cuento chino.