Monthly Archives:

diciembre 2006

Sin categoría

Hiperopia

La disyuntiva entre el vicio y la virtud es una constante en la vida del hombre: una lucha eterna que nunca termina, ni siquiera con la vejez. Y esa disyuntiva se hace más evidente en las festividades de fin de año, cuando los centros comerciales o las agencias de viajes o los restaurantes de moda se atiborran de Hamlets indecisos entre gastar o no gastar. Entre darse el gustico o guardarlo para más tarde. El consumidor decembrino es un sujeto freudiano por definición: un alma embrollada en una brega constante con las demandas prudentes del superyó. Un ser atemorizado por el remordimiento. Pero el remordimiento, cabe decirlo de una vez, no es sólo arrepentimiento: es también anticipo culposo. O demagogia virtuosa.
Los demagogos de la virtud siempre han tenido buena prensa. O mucha prensa, al menos. Por esta época, muchos repiten su cantaleta virtuosa con una insistencia que esconde su incoherencia. ¿Acaso no se han dado cuenta los circunspectos guardianes de la salud que el objetivo de la vida no es maximizar su duración? En las revistas de moda, los sicólogos del corazón reparten consejos virtuosos entremezclados con las vidas viciosas de la farándula. Y los inveterados críticos del sistema (esas almas atormentadas, siempre en Semana Santa) arengan sobre la comercialización de las fiestas. O sobre la fatuidad de los gustos. “Lo que cuenta para el burgués —escribió esta semana Alberto Aguirre— es que compra. Cualquier cosa, buena o mala, útil o inútil… No vive, compra”. Me disculparán los lectores por reincidir en las rencillas, pero las lecciones de vida de los mamertos son como las recomendaciones sexuales de los sacerdotes. Más que inocuas, peligrosas.
Quisiera, ya para entrar en la conspicua materia de esta columna, presentar mi argumento en contra de los demagogos de la virtud. No se trata de una opinión ligera o de una perorata hedonista, sino de una argumentación científica, sustentada por experimentos controlados y resultados replicables. Los investigadores Anat Keinan y Ran Kivetz de la Universidad de Columbia publicaron hace unos meses un artículo científico que confirma la doble naturaleza del remordimiento humano. En el corto plazo, lamentamos nuestros vicios. Y en el largo plazo, renegamos de nuestras virtudes. O, dicho de otra manera, el remordimiento ocasionado por no trabajar o no ahorrar disminuye con el tiempo, pero el causado por no descansar o no gastar aumenta con los años. En enero, renegaremos de nuestros excesos. En diez años, de nuestras tacañerías. En suma, las virtudes se convierten en vicios. Y los vicios en virtudes. Eso, al menos, es lo que dice la ciencia.
Por desgracia, los miembros adultos de la especie, concienzudos en sentido literal, somos incapaces de anticipar el arrepentimiento futuro que traerá la moderación presente. Los científicos llaman a esta falencia cognitiva hiperopia, definida como un exceso de previsión o de autocontrol. Como una incapacidad para anticipar que los placeres resistidos son también experiencias no vividas. No nos dejamos caer en tentación. Nos libramos de muchos supuestos males. Y cuando nos damos cuenta del error, ya es demasiado tarde. Padecemos de hiperopia: un mal de la especie. O, al menos, de su encarnación burguesa.
Pero la ciencia (con su proverbial conservadurismo) se ocupa muchas veces de nombrar lo conocido: de bautizar el agua tibia. La hiperopia es una falencia cognitiva conocida de tiempo atrás. “Nadie en su lecho de muerte se arrepiente de no haber pasado más tiempo en la oficina”, dijo alguna vez un senador gringo. “A nadie le quitan lo bebido y lo bailao”, dicen los campesinos colombianos. Y la ciencia, vea usted, terminó dándoles la razón.
Sin categoría

Todos se van

Esta semana, Raúl Castro y Gabriel García Márquez se reunieron en el Museo de Bellas Artes de la Habana con motivo de la presentación de un mural en homenaje a Fidel Castro, elaborado por 15 artistas cubanos. En una de las fotografías del evento, García Márquez, vestido enteramente de negro, luce ausente, desinteresado por las hechuras de los artistas del régimen. El mural recrea al yate Granma: “Es el barco especial de la historia de Cuba, es el barco que nos cambió la vida a todos”, dijo el pintor Alexis Leyva, uno de los promotores del homenaje. La obra se titula El arca de la libertad: un nombre tan perfectamente revolucionario que parece una broma compuesta con el fin de ridiculizar a los compungidos camaradas. Pero mientras los artistas del régimen intentan elegías exaltadas, los disidentes insisten en mostrar de qué manera (de qué callada manera) la vida cambió realmente para todos los cubanos después de la llegada del Granma. Una de las novedades literarias de este año, la novela Todos se van, de la escritora cubana Wendy Guerra, ofrece una versión tan sutil como desgarradora de la realidad cubana tras el arribo del “Arca de la libertad”. La novela, escrita en forma de diario, narra la vida de una adolescente inconforme, que no soporta la uniformidad impuesta litúrgicamente en las escuelas de la isla. Con el tiempo, Nieve (la heroína) se va quedando sola, pues todos los que desean algo distinto se fueron yendo sin despedirse. “Nosotros vivimos entre lo prohibido y lo obligatorio”, escribe Nieve en su diario, en un momento de rabia. “Como si no bastara con la realidad. Nos obligaron a combinar la verdad con la mentira. Porque así crecimos, ocultando los libros, las ideas, los parientes”, dice uno de sus amigos ante un consejo disciplinario que juzga a Nieves por leer libros prohibidos. Así crecieron: convertidos en seres homogéneos. En burócratas de sí mismos. La tiranía estructura la vida y no admite diferencias. “Hoy es ‘la Marcha del pueblo combatiente’ –escribe Nieve–… tocaron muchas veces a la puerta desde la seis de la mañana, pero no abrimos… Los viejos que no van al desfile pueden descubrirnos”. Y con el tiempo todos se van yendo, uno a uno, dejando atrás las prendas que Nieve viste para soportar la ausencia. “Mi libreta telefónica está llena de rayas rojas. Ya no puedo marcar esos números. Nadie me contestará. Casi no hay gente conocida en la ciudad. Todos se van. Me dejan sola. Ya no suena el teléfono”. Seguramente, los artistas del régimen no alcanzan a entender la ironía de la situación –la militancia destruye esa muestra inconfundible de civilización que es el cinismo– pero la historia de Cuba no es tanto la de un barco que llegó como la de muchas gentes (o barcazas) que se fueron. El “Arca de la libertad” más parece el arca de la soledad. “Dije adiós a todos los amigos de infancia. Hoy dije adiós a Cleo. Mientras me probaba uno de sus sombreros hermosos que era definitivo. ¡A cuántos falta por despedir antes de que pueda escaparme yo!”. Y volviendo al comienzo: a la imagen de García Márquez de luto, apesadumbrado, no es difícil adivinar su sentimiento de nostalgia: repasando la vida del patriarca repasa su propia vida. Tal vez, sentado en el homenaje, rodeado de hombres en uniforme y artistas comprometidos, intentó componer una elegía y recordó involuntariamente la línea final de una de sus novelas: “las campanas de gloria anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había terminado”. Llegado el momento, todos se van. Hasta los dictadores.
Sin categoría

Una propuesta modesta

Quisiera aprovechar esta columna para hacer una propuesta sencilla. O para plantear una mera inquietud. La propuesta no pretende alterar el contrato social. Ni propiciar un cambio institucional. Ni instaurar un nuevo modelo económico. El objetivo es más modesto. Se trata, en general, de una invitación a hacer justicia social con nuestras propias manos (o bolsillos). A quitarle al Estado el monopolio de la redistribución. A intervenir voluntariamente un mercado específico. A no respetar los términos de intercambio. A pagar más de lo que toca.

Si el lector quiere conocer los detalles de la propuesta, lo invito a leer de una vez el último párrafo de esta columna. Pero yo debo antes hacer algunas aclaraciones. Y exponer los motivos del asunto. Primero, la propuesta no es mía: es de mi colega Luis Carlos Valenzuela, quien me la expuso hace ya varios meses durante una conversación informal. Y segundo, la propuesta está dirigida no sólo a los grandes potentados, sino también a los hogares que (en términos absolutos) conforman nuestra quejumbrosa clase media pero que (en términos relativos) constituyen nuestra privilegiada clase alta. En concreto, la propuesta va dirigida a los hogares del decil superior de la distribución del ingreso. Al 10% más rico: aproximadamente un millón de familias que, en conjunto, acaparan casi la mitad del ingreso nacional.

Los hogares en cuestión son los beneficiarios de una doble desigualdad. No sólo tienen ingresos muy superiores al resto, sino que pueden también comprar servicios personales a precios irrisorios. Casi indignos. La abundancia de mano de obra no calificada (que explica, en buena parte, la desigualdad del ingreso) les permite a muchas familias acomodadas disfrutar, a precios módicos, muy inferiores a los que estarían dispuestos a pagar, de los servicios de aseadoras, cocineras, niñeras y conductores. Para no mencionar la conveniencia de los peluqueros a domicilio. O de los tramitadores a destajo. Los proveedores de servicios personales trabajan por una fracción de lo que perciben sus contrapartes en el primer mundo. El servicio de una aseadora, por ejemplo, cuesta 30 veces más en Nueva York que en Bogotá.

Hace algún tiempo, un reportero del diario The New York Times, interesado en estudiar las diferencias en los patrones de consumo entre los ricos de los ricos y el resto de los mortales, pasó varios días persiguiendo señoras de clase alta en los Estados Unidos. Su conclusión fue tajante. Ni las carteras, ni los relojes, ni las prendas, ni las agendas electrónicas marcan la diferencia. La crema de la crema se distingue de los demás por su acceso a los servicios personales. Las señoras más ricas son las que tienen empleadas permanentes. Las que pueden pagar el lujo imposible de los servicios personales. Pero, en Colombia, el mismo privilegio está disponible para muchos hogares acomodados que pueden comprar servicios personales a precios de abundancia y así disfrutar del tipo de ayuda sólo asequible para la realeza europea o la aristocracia americana. En últimas, la doble desigualdad facilita el acceso a los lujos de los más ricos de los ricos.

Así las cosas, no estaría de más pagar algo más. Y en eso consiste, precisamente, la esencia de mi propuesta. En dar propinas abundantes a los proveedores de servicios personales. Hasta que duela como dijo recientemente el filósofo Peter Singer. En pagarles 20, 30 o 70% más a las empleadas domésticas. En no negociar hasta el último peso del precio de los servicios de niñeras y tramitadores. En remunerar generosamente a quienes nos facilitan la vida con su trabajo. Y a quienes les pagamos apenas una fracción de lo que estamos dispuestos a pagar. Para que así, con el tiempo, los servicios personales sean lo que deben ser: una mercancía que se compra y se vende, y no una forma velada de esclavitud.

Sin categoría

Un hombre obsesionado

En Colombia los presidentes siempre son los personajes del año. Sin realeza, sin figuras intelectuales y con escasos héroes deportivos, el protagonista principal es casi siempre el mismo: el ocupante ocasional del solio de Bolívar. “Es que si usted se muere en Colombia y el presidente no va a su entierro —dice Fernando Vallejo—, haga de cuenta que no se murió. Mejor espérese y tome turno. En Colombia, el presidente lo es todo. Colombia nada es sin él. Él es el presente, él es el pasado, él es el porvenir. Él es el que parte el pan y él es el que sirve el vino”.
Pero Álvaro Uribe Vélez no es sólo un personaje de ocasión. Más allá de su estatus novedoso de reelegido, el presidente Uribe se ha convertido en la personificación de nuestros anhelos y nuestros temores. En la encarnación de nuestro pasado y de nuestro futuro. Sus críticos lo siguen con la misma devoción celosa que demuestran sus partidarios. Unos y otros comparten el mismo fanatismo. Unos y otros padecen el mismo odio tribal: hutus y tutsis divididos inexorablemente por la figura ambigua del Presidente de esta República. Para unos, el Presidente constituye la salvación providencial después de muchos años de conflicto y de pobreza. Para otros, significa la condena definitiva a la violencia y la injusticia social. Una visión neutral parece imposible. Muchos columnistas de prensa escriben discursos exaltados que son leídos por lectores exaltados en busca de exaltación. Nadie quiere escuchar opiniones. Todo el mundo quiere oír posiciones. Y las posiciones son binarias: o blanco o negro. O Uribe o No Uribe. En últimas, cada cual interpreta los hechos a su antojo. Cada quien confirma sus prejuicios mediante la lectura selectiva de sus compinches ideológicos. Pero la polarización ha terminado por desfigurar al personaje. El intercambio de caricaturas sesgadas ha impedido un entendimiento preciso de la figura del Presidente. O, mejor, ha profundizado nuestra ignorancia acerca del verdadero carácter del sujeto de nuestra obsesión. Ante todo, el presidente Uribe es un político (un hombre de acción) en la definición precisa de Ortega y Gasset. “Impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de un genio político… Ni sus ideas ni sus gustos son precisos originales refinados… Lo importante para él son sus actos. Cuando miente, en rigor no miente, porque no está adscrito íntimamente a nada determinado. Las palabras, y dentro de ellas las ideas, son para él tan solo instrumentos”. En este caso, la impulsividad ha llevado a la arbitrariedad. El Presidente desautoriza a los ministros, reemplaza a los fiscales y sustituye a los alcaldes. “A mí no me gusta discutir las buenas ideas; las buenas ideas no se discuten, se ejecutan”, dice de manera repetida en los escenarios públicos, para la exasperación de los escépticos que se preguntan (calladamente) cómo hace uno para saber si una idea es buena antes de discutirla. Pero el Presidente no se inmuta con las críticas de quienes lo tachan de impulsivo o de histriónico o de turbulento o de impreciso. Pensará, como pensaba Ortega, que “no hay creación en ningún orden sin cierta dosis de titanismo –que es, en verdad, la ausencia de dosis, el absoluto lujo de la vitalidad—”. Una vitalidad que anima la labor incansable y dispersa del presidente Uribe y que lo ha convertido en pregonero de todos los intereses. A menudo los hombres de acción se convierten en coleccionistas de problemas. Son administradores dispersos. Con más variables que ecuaciones. Con muchas ideas malas tomadas como buenas. Pero el presidente Uribe (y ésta es quizás su característica esencial) une a su desconcentración como administrador público, su reconcentración como estadista. La vitalidad del Presidente parece motivada por una única convicción: la de llenar todos los vacíos de autoridad. “Que en todas las regiones de la Patria, en ese Catatumbo donde nos duele el asesinato de los soldados, en Urabá, en el sur del país, en el Pacífico, en todos los departamentos, la presencia eficaz de la Fuerza Pública sea la garantía de una ciudadanía”. El administrador disperso es al mismo tiempo un pensador reconcentrado. Obsesionado con una idea fija. Convencido de que todos los problemas del país se derivan de la falta de autoridad (alimentada, a su vez, por muchos años de indolencia). Impaciente con quienes no son capaces de percibir la supuesta claridad moral y pertenencia factual de su gran tesis. Usualmente los estadistas animados por una única visión (por una idea fija) fracasan de manera repetida. Con frecuencia, además, son incapaces de reconocer su fracaso. Siempre tienen una disculpa a la mano: los problemas son descartados como contingencias menores o distorsiones transitorias. Pero cuando aciertan, lo hacen de manera espectacular. Winston Churchill (el ejemplo es de Phillip Tetlock) nunca dejó que los hechos interfirieran con sus ideas fijas. Hizo la apuesta equivocada con respecto a la independencia de la India, a la cual siempre se opuso. Pero nunca permitió que los accidentes de la coyuntura afectaran su resolución acerca de la necesidad imperiosa de eliminar a Hitler. Fracasó muchas veces, pero triunfó cuando tocaba. Pero los juicios históricos no vienen al caso en esta oportunidad: el presidente Uribe es todavía un personaje del presente. Un político en ejercicio. No sólo un hombre de acción, sino también un hombre obsesionado. Un hombre con idea fija de cuya validez depende, en buena medida, el futuro de este país. Un hombre y varios millones de destinos. Ni más. Ni menos.
Sin categoría

Las misiones de Chávez

El fin de semana pasado, el Coronel Hugo Chávez Frías fue reelegido con un porcentaje del voto popular casi idéntico al obtenido por Álvaro Uribe Vélez en las elecciones del mes de mayo: una coincidencia notable y entendible. Ambos gobernantes han sido favorecidos por unas circunstancias externas excepcionales. Y ambos han puesto en práctica una versión exitosa del Estado teatral: pan y circo en el mismo escenario y en directo por televisión. Pero si uno quisiera señalar una sola razón para explicar el triunfo electoral de Chávez, tendría necesariamente que mencionar las llamadas Misiones: los programas sociales usados por el gobierno venezolano para entregarle a la población más necesitada una parte de los excedentes petroleros. Durante la bonanza petrolera de los años setenta, los gobiernos de entonces también utilizaron los excedentes petroleros para incrementar el gasto social. Aproximadamente 40% del presupuesto nacional fue invertido en programas sociales. La cobertura educativa y el acceso a la salud avanzaron de manera notable. Los alimentos y las medicinas fueron subsidiados por varios años. Muchos jóvenes fueron becados para realizar estudios en las más prestigiosas universidades del mundo. En suma, la redistribución de la bonanza petrolera no ha sido una innovación chavista. Ha sido, por el contrario, una constante en la historia reciente de Venezuela. Durante los años setenta, los programas sociales se ejecutaron por medio de los ministerios y los canales institucionales establecidos. Las redes clientelistas de los partidos tradicionales (Acción Democrática y Copei) jugaron un papel preponderante en la asignación. Así, las clases medias, que concentraban una buena parte de la militancia partidista, fueron las grandes beneficiadas. Con Chávez todo cambió. Los partidos tradicionales pasaron a la historia. Y los programas sociales (las Misiones) terminaron siendo ejecutados por medio de una institucionalidad paralela, independiente de los ministerios y de las redes clientelistas del pasado. En consecuencia, los sectores más pobres han pasado a ser los principales beneficiarios del mayor gasto público. El antiguo clientelismo de clase media ha sido sustituido por un nuevo clientelismo de clase baja. O, para decirlo en términos más sofisticados, ha mejorado la focalización de los programas sociales. Pero esta mejoría ha tenido un costo muy grande: la ineficiencia. Las nuevas redes clientelistas son costosas, redundantes y corruptas. Tómese, por ejemplo, la llamada Misión Robinson, una campaña de alfabetización diseñada por expertos cubanos. Un estudio reciente, liderado por el economista Francisco Rodríguez, muestra que el número actual de analfabetas es igual, en términos estadísticos, al que existía antes del comienzo de la Misión. Además, el costo por alumno supera al menos en diez veces el observado en iniciativas similares de otros países. En síntesis, el gobierno de Chávez ha logrado llegarle a la población más pobre. Pero lo ha hecho con programas ineficientes que aumentan la presencia estatal sin cambiar la realidad social. La ausencia de resultados ha sido eficazmente contrarrestada por la propaganda oficial. En palabras de Francisco Rodríguez, “es sorprendente la facilidad con la cual el gobierno ha sido capaz de vender versiones exageradas de unos supuestos éxitos en el campo social que no tienen ningún asidero real”. Las Misiones, por supuesto, tienen tanto de propaganda oficial como de política social.
Sin categoría

El leviatán dormido

Esta semana, en un discurso pronunciado en la clausura del curso de altos estudios militares, el Presidente presentó la teoría oficial sobre las causas del problema paramilitar. Dijo el Presidente: “Eso había pasado en muchas zonas de Colombia, se mantenían los emblemas de la Nación, las formalidades, pero las fuerzas invasoras del terrorismo ejercían el poder real, que todos los días se escapaba más de las competencias del Estado… Muchos colombianos que lo vivieron no se extrañan de lo que hoy aparece. ¿Por qué se daba?: porque no había voluntad de derrotar al terrorismo. ¿Y por qué ahora aflora?: porque hay voluntad de derrotar al terrorismo”. Así, la teoría oficial postula que el problema paramilitar se originó en la debilidad histórica del Estado. La teoría tiene un marcado énfasis hobbessiano: presume un leviatán dormido (o complaciente) que propició el surgimiento de bandas de criminales y de hordas de vengadores. Los culpables, dice el Presidente, fueron los medrosos, los que “prefirieron coquetear con el terrorismo”, los que confundieron la fuerza del Estado con la inercia de sus formas, los que viajaban a las regiones a tomar whisky sin percatarse de que la vida rural era solitaria, pobre, desgraciada, brutal y corta. Pero, en opinión del Presidente, el Estado ha comenzado a recuperar la fortaleza perdida —leviatán ha salido de su marasmo—, lo que ha permitido, entre otras cosas, restablecer el orden perdido y conocer la verdad escondida. “Gracias a la política de Seguridad Democrática, se están desmontando los poderes del crimen que antes no se enfrentaron en debida forma”. La teoría oficial identifica el origen histórico del problema, pero no esclarece su naturaleza actual. Si los acusados son congresistas, gobernadores, alcaldes, diputados y concejales, el problema ya no es la supuesta debilidad del Estado, sino la evidente corrupción de sus agentes. O, en otras palabras, la fusión de la política y el paramilitarismo no debe concebirse como una abdicación del Estado, sino como una captura del mismo. Ya no cabe hablar de confrontación, sino de confabulación. El paramilitarismo puede haberse originado en la debilidad estatal. Pero ha derivado en un problema muy distinto: la cooptación de su fortaleza por parte de políticos inescrupulosos. Las instituciones del Estado, en este caso, no están amenazadas desde afuera, sino desde adentro. Lo que complica el diagnóstico y dificulta la solución. La captura del Estado no ha ocurrido de arriba hacia abajo, como argumentan (con maledicencia) algunos críticos del Gobierno. La captura ha ocurrido de abajo hacia arriba. Comenzó con la supresión de la democracia local y con el saqueo de los presupuestos regionales. Y continuó con la penetración de los estamentos nacionales. De manera gradual, la “parapolítica” alcanzó una dimensión tan incierta como aterradora. Si antes, como lo dijo el Presidente esta semana, el Estado se había convertido en un mero formalismo (en un leviatán dormido), ahora se ha transformado, al menos en muchas regiones el país, en una empresa criminal (en un leviatán domesticado para el servicio de unos pocos). Pero la teoría oficial confunde la captura estatal con la amenaza terrorista. Como si combatir la “parapolítica” fuese lo mismo que enfrentar la demencia de Pablo Escobar o del Mono Jojoy. O como si el problema fuese la falta de autoridad más que la ausencia de vigilancia y control. Sin buenas instituciones electorales, sin adecuados controles presupuestales, sin mecanismos para recentralizar recursos, sin jueces independientes y sin participación comunitaria, el matrimonio entre los políticos y los grupos armados seguirá vigente. En esencia, la captura estatal no se combate con soldados, sino con burócratas. Pero el Presidente olvida que la Seguridad Democrática no puede resolver todos los problemas. O, para decirlo de otro modo, que Hobbes no tiene todas las respuestas para los desafíos de la política.