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18 noviembre, 2006

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Por punta y punta

Cabría comenzar esta columna con una advertencia general: el origen no tiene nada que ver con la esencia de las cosas. En unos casos, los grupos paramilitares desplazaron a los políticos tradicionales y se apoderaron del poder local. En otros, los políticos tradicionales se asociaron con los grupos paramilitares y lograron conservar el poder local. Y en otros más, los grupos guerrilleros desterraron a los políticos tradicionales y se adueñaron del poder local. El origen pudo haber sido distinto, pero el resultado ha sido el mismo: la captura de lo público por medios violentos y con fines pecuniarios. Es la corrupción al servicio del conflicto. Y el conflicto al servicio de la corrupción.


En muchos lugares de Colombia, la competencia política ha sido eliminada mediante las masacres selectivas, el asesinato de los adversarios, la intimidación armada y la compra de votos. El clientelismo armado no ha desplazado al clientelismo tradicional: lo ha complementado. Y juntos han convertido la democracia local en una farsa: el proselitismo armado asegura la supremacía electoral, la cual, a su vez, asegura los recursos necesarios para el financiamiento del proselitismo armado. Aunque la democracia local no ha fracasado de manera definitiva —algunas regiones han hecho buen uso de su mayor autonomía—, la descentralización parece haber dividido al país en tres grandes bloques (la caricatura es inexacta pero no equivocada): un bloque norte de dominio paramilitar, uno sur de dominio guerrillero y otro central donde la corrupción y el conflicto todavía no han logrado aniquilar completamente la competencia política. A todas estas, la captura del poder local ha contrariado las buenas intenciones de muchos reformadores sociales. Los subsidios a la demanda, que habían sido introducidos con el fin de neutralizar el clientelismo político, terminaron siendo capturados por el clientelismo armado. En la salud, por ejemplo, se pasó de la depredación del Seguro Social al pillaje de las ARS. O del control de las nóminas al control de los contratos. Así mismo, la educación contratada, que había sido implantada como una respuesta a la inoperancia de la educación pública, fue parcialmente capturada por cooperativas de papel.

De la mediocridad de Fecode se pasó a la voracidad de los grupos armados. Así, en muchas regiones del país, la descentralización no redundó en un mejoramiento social a pesar del incremento del gasto. Incluso la descentralización, al transferir el poder político y el control presupuestal a las regiones, pudo haber contribuido al surgimiento del clientelismo armado, como lo muestran Fabio Sánchez y María del Mar Palau en una investigación reciente. Por circunstancias fortuitas, el crecimiento de los cultivos ilícitos coincidió con la profundización de la descentralización, con consecuencias tan nefastas como imprevisibles. En el norte y en el sur, las mismas organizaciones que monopolizaron las rentas del narcotráfico se adueñaron del poder local y por lo tanto de los cuantiosos presupuestos regionales. Entre otras cosas, las circunstancias descritas indican la ligereza de quienes denuncian el fenómeno paramilitar y demandan, al mismo tiempo, un aumento de las transferencias regionales. O la de quienes insisten en la disyuntiva tradicional entre gasto militar y gasto social (“con el recorte de la inversión social se financiará la guerra”, escribió Jaime Castro la semana anterior).


El asunto es más complicado. Pues el gasto social, al menos en algunos momentos y lugares, puede haber contribuido a instigar el conflicto. Como lo señaló recientemente un blogero anónimo: “La triste realidad es que el Gobierno acaba financiando la guerra por punta y punta: vía presupuesto de defensa y vía transferencias y regalías que van a parar a manos de quienes, de uno u otro modo, están socavando la gobernabilidad democrática en Colombia”.
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