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21 octubre, 2006

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El sesgo antiempleo

El politólogo Samuel P. Huntington dijo alguna vez que lo único más dañino para una sociedad que una burocracia rígida y deshonesta era una burocracia rígida y honesta. Uno podría parafrasear a Huntington —la exageración irónica suele ser un instrumento retórico eficaz— y decir que lo único más perjudicial para un país que un gobernante imprudente y mendaz es uno imprudente y veraz. En este sentido, uno podría argumentar que el Gobierno, en su afán por cumplir con las promesas hechas en materia de salud, así sea mediante el expediente equivocado de aumentar los impuestos al trabajo, está demostrando que, en ocasiones, un político que cumpla lo que promete puede ser más dañino que otro que ignore lo prometido. En materia de salud existe un largo inventario de premisas falsas o supuestos no realizados: la transformación de subsidios no ocurrió de la manera prevista, la competencia estructurada no aumentó la eficiencia como se anticipó, la cobertura no creció al ritmo planeado, etc. Pero, sin duda, la mayor diferencia entre lo acontecido y lo proyectado tiene que ver con la distribución de la población asegurada en los dos regímenes previstos por la legislación: el contributivo y el subsidiado. Cuando se aprobó la Ley 100, hace ya más de una década, se dijo que la cobertura universal se alcanzaría con un 70% de la población en el régimen contributivo y con un 30% en el régimen subsidiado. Los planes del Gobierno (las promesas imprudentes ya mencionadas) implican una extraña inversión de los porcentajes. Si las cosas siguen como van, terminaremos con un 30% de la población en el régimen contributivo y un 70% en el régimen subsidiado: una distribución insostenible con efectos adversos sobre la oferta de trabajo formal: muchos trabajadores informales que podrían cotizar, total o parcialmente, no lo hacen porque tienen un subsidiado asegurado (o un seguro subsidiado). Así, de un sistema de salud basado en el trabajo formal nos estaríamos moviendo hacia a otro basado en los impuestos al trabajo. De un lado, la informalidad ha frenado el aseguramiento contributivo; del otro, el aseguramiento subsidiado ha impulsado la informalidad. Uno podría incluso hablar de un círculo vicioso: el aumento de los impuestos al trabajo le resta dinamismo al empleo formal, lo que reduce el número de afiliados a la salud contributiva, lo que aumenta la necesidad de recursos para la salud subsidiada, lo que conduce a un nuevo aumento de los impuestos al trabajo, lo que reduce aún más empleo formal y así ad infinitum. En términos más concretos, uno no puede suponer, como está suponiendo el Gobierno, que seis millones de cotizantes al régimen contributivo puedan pagar por una buena parte de la salud del resto de los colombianos. Mientras se encarece el trabajo, el Gobierno ha venido insistiendo en reducir los impuestos al capital: el proyecto de reforma tributaria propone, por ejemplo, una depreciación plena de las inversiones durante el primer año. Esta medida (y otras similares) encarecen el trabajo con respecto al capital, con efectos negativos sobre la generación de empleo formal. Con todo, las propuestas económicas del Gobierno, basadas en los estímulos al capital y los premios a la informalidad, tienen un sesgo antiempleo. Tanto para las firmas como para las personas, los incentivos de las nuevas políticas parecen alineados en contra de la formalización laboral. Así las cosas, no está de más volver a la ironía del comienzo: lo único más dañino para una democracia que un Congreso estorboso es un Congreso obsecuente, dispuesto a aprobar unas reformas que, en conjunto, no responden a ese gran clamor popular que no pide subsidios sino que reclama empleo.